Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 58 FILOSOFÍA La búsqueda de la felicidad. Entre la megalomanía, el narcisismo y el pecado ...por Bertrand Russell
Fuente Bloghemia
Link de Origen: AQUÍ
"El hombre cuyo único interés en el mundo
es que el mundo le admire
tiene pocas posibilidades
de alcanzar su objetivo.
Pero aun si lo consigue,
no será completamente feliz"
Bertrand Russell
Texto del
filósofo, matemático y premio nobel de literatura, Bertrand Russell,
publicado por primera vez en su libro "The Conquest of Happiness"
(1930)
Los animales son felices mientras
tengan salud y suficiente comida. Los seres humanos, piensa uno, deberían
serlo, pero en el mundo moderno no lo son, al menos en la gran mayoría de los
casos. Si es usted desdichado, probablemente estará dispuesto a admitir que en
esto su situación no es excepcional. Si es usted feliz, pregúntese cuántos de
sus amigos lo son. Y cuando haya pasado revista a sus amigos, aprenda el arte
de leer rostros; hágase receptivo a los estados de ánimo de las personas con
que se encuentra a lo largo de un día normal.
Una marca encuentro en cada rostro; marcas de debilidad, marcas de
aflicción... decía
Blake. Aunque de tipos muy diferentes, encontrará usted infelicidad por todas
partes. Supongamos que está usted en Nueva York, la más típicamente moderna de
las grandes ciudades. Párese en una calle muy transitada en horas de trabajo, o
en una carretera importante un fin de semana; vacíe la mente de su propio ego y
deje que las personalidades de los desconocidos que le rodean tomen posesión de
usted, una tras otra. Descubrirá que cada una de estas dos multitudes
diferentes tiene sus propios problemas. En la multitud de horas de trabajo verá
usted ansiedad, exceso de concentración, dispepsia, falta de interés por todo
lo que no sea la lucha cotidiana, incapacidad de divertirse, falta de
consideración hacia el prójimo. En la carretera en fin de semana, verá hombres
y mujeres, todos bien acomodados, y algunos muy ricos, dedicados a la búsqueda
de placer. Esta búsqueda la efectúan todos a velocidad uniforme, la del coche
más lento de la procesión; los coches no dejan ver la carretera, y tampoco el
paisaje, ya que mirar a los lados podría provocar un accidente; todos los
ocupantes de todos los coches están absortos en el deseo de adelantar a otros coches,
pero no pueden hacerlo debido a la aglomeración; si sus mentes se desvían de
esta preocupación, como les sucede de vez en cuando a los que no van
conduciendo, un indescriptible aburrimiento se apodera de ellos e imprime en
sus rostros una marca de trivial descontento. De tarde en tarde, pasa un coche
cargado de personas de color cuyos ocupantes dan auténticas muestras de estar
pasándoselo bien, pero provocan indignación por su comportamiento excéntrico y
acaban cayendo en manos de la policía debido a un accidente: pasárselo bien en
días de fiesta es ilegal. O, por ejemplo, observe a las personas que
asisten a una fiesta. Todos llegan decididos a alegrarse, con el mismo tipo de
férrea resolución con que uno decide no armar un alboroto en el dentista. Se
supone que la bebida y el besuqueo son las puertas de entrada a la alegría, así
que todos se emborrachan a toda prisa y procuran no darse cuenta de lo mucho
que les disgustan sus acompañantes. Tras haber bebido lo suficiente, los
hombres empiezan a llorar y a lamentarse de lo indignos que son, en el sentido
moral, de la devoción de sus madres. Lo único que el alcohol hace por ellos es
liberar el sentimiento de culpa, que la razón mantiene reprimido en momentos de
más cordura. Las causas de estos diversos tipos de infelicidad se encuentran en
parte en el sistema social y en parte en la psicología individual (que, por
supuesto, es en gran medida consecuencia del sistema social). Ya he escrito en
ocasiones anteriores sobre los cambios que habría que hacer en el sistema
social para favorecer la felicidad. Pero no es mi intención hablar en este
libro sobre la abolición de la guerra, de la explotación económica o de la
educación en la crueldad y el miedo. Descubrir un sistema para evitar la guerra
es una necesidad vital para nuestra civilización; pero ningún sistema tiene
posibilidades de funcionar mientras los hombres sean tan desdichados que el
exterminio mutuo les parezca menos terrible que afrontar continuamente la luz
del día. Evitar la perpetuación de la pobreza es necesario para que los
beneficios de la producción industrial favorezcan en alguna medida a los más
necesitados; pero ¿de qué serviría hacer rico a todo el mundo, si los ricos
también son desgraciados? La educación en la crueldad y el miedo es mala, pero
los que son esclavos de estas pasiones no pueden dar otro tipo de educación.
Estas consideraciones nos llevan al problema del individuo: ¿qué puede hacer un
hombre o una mujer, aquí y ahora, en medio de nuestra nostálgica sociedad, para
alcanzar la felicidad? Al discutir este problema, limitaré mi atención a
personas que no están sometidas a ninguna causa externa de sufrimiento extremo.
Daré por supuesto que se cuenta con ingresos suficientes para asegurarse
alojamiento y comida, y de salud suficiente para hacer posibles las actividades
corporales normales. No tendré en cuenta las grandes catástrofes, como la
pérdida de todos los hijos o la vergüenza pública. Son cuestiones de las que
merece la pena hablar, y son cosas importantes, pero pertenecen a un nivel
diferente del de las cosas que pretendo decir. Mi intención es sugerir una cura
para la infelicidad cotidiana normal que padecen casi todas las personas en los
países civilizados, y que resulta aún más insoportable porque, no teniendo una
causa externa obvia, parece ineludible. Creo que esta infelicidad se debe en
muy gran medida a conceptos del mundo erróneos, a éticas erróneas, a hábitos de
vida erróneos, que conducen a la destrucción de ese entusiasmo natural, ese
apetito de cosas posibles del que depende toda felicidad, tanto la de las
personas como la de los animales. Se trata de cuestiones que están dentro de
las posibilidades del individuo, y me propongo sugerir ciertos cambios mediante
los cuales, con un grado normal de buena suerte, se puede alcanzar esta
felicidad. Puede que la mejor introducción a la filosofía por la que
quiero abogar sean unas pocas palabras autobiográficas. Yo no nací feliz. De
niño, mi himno favorito era «Harto del mundo y agobiado por el peso de mis
pecados». A los cinco años se me ocurrió pensar que, si vivía hasta los
setenta, hasta entonces solo había soportado una catorceava parte de mi vida, y
los largos años de aburrimiento que aún tenía por delante me parecieron casi
insoportables. En la adolescencia, odiaba la vida y estaba continuamente al
borde del suicidio, aunque me salvó el deseo de aprender más matemáticas.
Ahora, por el contrario, disfruto de la vida; casi podría decir que cada año
que pasa la disfruto más. En parte, esto se debe a que he descubierto cuáles
eran las cosas que más deseaba y, poco a poco, he ido adquiriendo muchas de
esas cosas. En parte se debe a que he logrado prescindir de ciertos objetos de
deseo —como la adquisición de conocimientos indudables sobre esto o lo otro—
que son absolutamente inalcanzables. Pero principalmente se debe a que me
preocupo menos por mí mismo. Como otros que han tenido una educación puritana,
yo tenía la costumbre de meditar sobre mis pecados, mis fallos y mis defectos.
Me consideraba a mí mismo —y seguro que con razón— un ser miserable. Poco a
poco aprendí a ser indiferente a mí mismo y a mis deficiencias; aprendí a
centrar la atención, cada vez más, en objetos externos: el estado del mundo,
diversas ramas del conocimiento, individuos por los que sentía afecto. Es
cierto que los intereses externos acarrean siempre sus propias posibilidades de
dolor: el mundo puede entrar en guerra, ciertos conocimientos pueden ser
difíciles de adquirir, los amigos pueden morir. Pero los dolores de este tipo
no destruyen la cualidad esencial de la vida, como hacen los que nacen del
disgusto por uno mismo. Y todo interés externo inspira alguna actividad que,
mientras el interés se mantenga vivo, es un preventivo completo del ennui
(aburrimiento). En cambio, el interés por uno mismo no conduce a ninguna
actividad de tipo progresivo. Puede impulsar a escribir un diario, a acudir a
un psicoanalista, o tal vez a hacerse monje. Pero el monje no será feliz hasta
que la rutina del monasterio le haga olvidar su propia alma. La felicidad que él
atribuye a la religión podría haberla conseguido haciéndose barrendero, siempre
que se viera obligado a serlo para toda la vida. La disciplina externa es el
único camino a la felicidad para aquellos desdichados cuya absorción en sí
mismos es tan profunda que no se puede curar de ningún otro modo. Hay varias
clases de absorción en uno mismo. Tres de las más comunes son la del pecador,
la del narcisista y la del megalómano. Cuando digo «el pecador» no me
refiero al hombre que comete pecados: los pecados los cometemos todos o no los
comete nadie, dependiendo de cómo definamos la palabra; me refiero al hombre
que está absorto en la conciencia del pecado. Este hombre está constantemente
incurriendo en su propia desaprobación, que, si es religioso, interpreta como
desaprobación de Dios. Tiene una imagen de sí mismo como él cree que debería
ser, que está en constante conflicto con su conocimiento de cómo es. Si en su
pensamiento consciente ha descartado hace mucho tiempo las máximas que le
enseñó su madre de pequeño, su sentimiento de culpa puede haber quedado
profundamente enterrado en el subconsciente y emerger tan solo cuando está
dormido o borracho. No obstante, con eso puede bastar para quitarle el gusto a
todo. En el fondo, sigue acatando todas las prohibiciones que le enseñaron en
la infancia. Decir palabrotas está mal, beber está mal, ser astuto en los
negocios está mal y, sobre todo, el sexo está mal. Por supuesto, no se abstiene
de ninguno de esos placeres, pero para él están todos envenenados por la sensación
de que le degradan. El único placer que desea con toda su alma es que su madre
le dé su aprobación con una caricia, como recuerda haber experimentado en su
infancia. Como este placer ya no está a su alcance, siente que nada importa:
puesto que debe pecar, decide pecar a fondo. Cuando se enamora, busca cariño
maternal, pero no puede aceptarlo porque, debido a la imagen que tiene de su
madre, no siente respeto por ninguna mujer con la que tenga relaciones
sexuales. Entonces, sintiéndose decepcionado, se vuelve cruel, se arrepiente de
su crueldad y empieza de nuevo el terrible ciclo de pecado imaginario y
remordimiento real. Esta es la psicología de muchísimos réprobos aparentemente
empedernidos. Lo que les hace descarriarse es su devoción a un objeto inalcanzable
(la madre o un sustituto de la madre) junto con la inculcación, en los primeros
años, de un código ético ridículo. Para estas víctimas de la «virtud» maternal,
el primer paso hacia la felicidad consiste en liberarse de la tiranía de las
creencias y amores de la infancia.
El narcisismo es, en cierto modo, lo
contrario del sentimiento habitual de culpa; consiste en el hábito de admirarse
uno mismo y desear ser admirado. Hasta cierto punto, por supuesto, es una cosa
normal y no tiene nada de malo. Solo en exceso se convierte en un grave mal. En
muchas mujeres, sobre todo mujeres ricas de la alta sociedad, la capacidad de
sentir amor está completamente atrofiada, y ha sido sustituida por un fortísimo
deseo de que todos los hombres las amen. Cuando una mujer de este tipo está
segura de que un hombre la ama, deja de interesarse por él. Lo mismo ocurre,
aunque con menos frecuencia, con los hombres; el ejemplo clásico es el
protagonista de Las amistades peligrosas. Cuando la vanidad se lleva a estas
alturas, no se siente auténtico interés por ninguna otra persona y, por tanto,
el amor no puede ofrecer ninguna satisfacción verdadera. Otros intereses
fracasan de manera aún más desastrosa. Un narcisista, por ejemplo, inspirado
por los elogios dedicados a los grandes pintores, puede estudiar bellas artes;
pero como para él pintar no es más que un medio para alcanzar un fin, la
técnica nunca le llega a interesar y es incapaz de ver ningún tema si no es en
relación con su propia persona. El resultado es el fracaso y la decepción, el
ridículo en lugar de la esperada adulación. Lo mismo se aplica a esas
novelistas en cuyas novelas siempre aparecen ellas mismas idealizadas como
heroínas. Todo éxito verdadero en el trabajo depende del interés auténtico por
el material relacionado con el trabajo. La tragedia de muchos políticos de
éxito es que el narcisismo va sustituyendo poco a poco al interés por la
comunidad y las medidas que defendía. El hombre que solo está interesado en sí
mismo no es admirable, y no se siente admirado. En consecuencia, el hombre cuyo
único interés en el mundo es que el mundo le admire tiene pocas posibilidades
de alcanzar su objetivo. Pero aun si lo consigue, no será completamente feliz,
porque el instinto humano nunca es totalmente egocéntrico, y el narcisista se
está limitando artificialmente tanto como el hombre dominado por el sentimiento
de pecado. El hombre primitivo podía estar orgulloso de ser un buen cazador,
pero también disfrutaba con la actividad de la caza. La vanidad, cuando
sobrepasa cierto punto, mata el placer que ofrece toda actividad por sí misma,
y conduce inevitablemente a la indiferencia y el hastío. A menudo, la causa es
la timidez, y la cura es el desarrollo de la propia dignidad. Pero esto solo se
puede conseguir mediante una actividad llevada con éxito e inspirada por
intereses objetivos. El megalómano se diferencia del narcisista en que desea
ser poderoso antes que encantador, y prefiere ser temido a ser amado. A este
tipo pertenecen muchos lunáticos y la mayoría de los grandes hombres de la
historia. El afán de poder, como la vanidad, es un elemento importante de la
condición humana normal, y hay que aceptarlo como tal; solo se convierte en
deplorable cuando es excesivo o va unido a un sentido de la realidad
insuficiente. Cuando esto ocurre, el hombre se vuelve desdichado o estúpido, o
ambas cosas. El lunático que se cree rey puede ser feliz en cierto sentido,
pero ninguna persona cuerda envidiaría esta clase de felicidad. Alejandro Magno
pertenecía al mismo tipo psicológico que el lunático, pero poseía el talento
necesario para hacer realidad el sueño del lunático. Sin embargo, no pudo hacer
realidad su propio sueño, que se iba haciendo más grande a medida que crecían
sus logros. Cuando quedó claro que era el mayor conquistador que había conocido
la historia, decidió que era un dios. ¿Fue un hombre feliz? Sus borracheras,
sus ataques de furia, su indiferencia hacia las mujeres y sus pretensiones de
divinidad dan a entender que no lo fue. No existe ninguna satisfacción definitiva
en el cultivo de un único elemento de la naturaleza humana a expensas de todos
los demás, ni en considerar el mundo entero como pura materia prima para la
magnificencia del propio ego. Por lo general, el megalómano, tanto si está loco
como si pasa por cuerdo, es el resultado de alguna humillación excesiva.
Napoleón lo pasó mal en la escuela porque se sentía inferior a sus compañeros,
que eran ricos aristócratas, mientras que él era un chico pobre con beca.
Cuando permitió el regreso de los emigres tuvo la satisfacción de ver a sus
antiguos compañeros de escuela inclinándose ante él. ¡Qué felicidad! Sin
embargo, esto le hizo desear obtener una satisfacción similar a expensas del
zar, y acabó llevándole a Santa Elena. Dado que ningún hombre puede ser omnipotente,
una vida enteramente dominada por el ansia de poder tiene que toparse tarde o
temprano con obstáculos imposibles de superar. La única manera de impedir que
este conocimiento se imponga en la conciencia es mediante algún tipo de
demencia, aunque si un hombre es lo bastante poderoso puede encarcelar o
ejecutar a los que se lo hagan notar. Así pues, la represión política y la
represión en el sentido psicoanalítico van de la mano. Y siempre que existe una
represión psicológica muy acentuada, no hay felicidad auténtica. El poder,
mantenido dentro de límites adecuados, puede contribuir mucho a la felicidad,
pero como único objetivo en la vida conduce al desastre, interior si no
exterior. Está claro que las causas psicológicas de la infelicidad son muchas
y variadas. Pero todas tienen algo en común. La típica persona infeliz es
aquella que, habiéndose visto privada de joven de alguna satisfacción normal,
ha llegado a valorar este único tipo de satisfacción más que cualquier otro, y
por tanto ha encauzado su vida en una única dirección, dando excesiva
importancia a los logros y ninguna a las actividades relacionadas con ellos.
Existe, no obstante, una complicación adicional, muy frecuente en estos
tiempos. Un hombre puede sentirse tan completamente frustrado que no busca
ningún tipo de satisfacción, solo distracción y olvido. Se convierte entonces
en un devoto del «placer». Es decir, pretende hacer soportable la vida
volviéndose menos vivo. La embriaguez, por ejemplo, es un suicidio temporal; la
felicidad que aporta es puramente negativa, un cese momentáneo de la
infelicidad. El narcisista y el megalómano creen que la felicidad es posible,
aunque pueden adoptar medios erróneos para conseguirla; pero el hombre que
busca la intoxicación, en la forma que sea, ha renunciado a toda esperanza,
exceptuando la del olvido. En este caso, lo primero que hay que hacer es
convencerle de que la felicidad es deseable. Las personas que son desdichadas,
como las que duermen mal, siempre se enorgullecen de ello. Puede que su orgullo
sea como el del zorro que perdió la cola; en tal caso, la manera de curarlas es
enseñarles la manera de hacer crecer una nueva cola. En mi opinión, muy pocas
personas eligen deliberadamente la infelicidad si ven alguna manera de ser
felices. No niego que existan personas así, pero no son bastante numerosas como
para tener importancia. Por tanto, doy por supuesto que el lector preferiría
ser feliz a ser desgraciado. No sé si podré ayudarle a hacer realidad su deseo;
pero desde luego, por intentarlo no se pierde nada.
Comentarios
Publicar un comentario