Revista Nos Disparan desde el Campanario Año III Nro. 51: EL FUTURO, COMO LA CRISIS, ES UNO DE LOS PRINCIPALES DISPOSITIVOS DEL PODER, por GIORGIO AGAMBEN
Pesadillas de Zdzisław Beksiński
Fuente: Bloghemia
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Desconfíen, tanto en la vida privada como en la esfera pública,
de quien les ofrezca un futuro:
esta persona está buscando casi siempre atraparlos o engañarlos.
Giorgio Agamben.
Texto del filósofo italiano Giorgio Agamben publicado en la página de Quodlibet, con el título «Che cosa resta?», el 13 de junio de 2017.
Por: Giorgio Agamben
1. «Tengo tal desconfianza en el futuro,
que hago proyectos sólo para el pasado». Esta frase de Flaiano —un escritor
cuyas bromas deben ser tomadas completamente en serio— contiene una verdad
sobre la cual vale la pena reflexionar. El futuro, como la crisis, es hoy
efectivamente uno de los principales y más eficaces dispositivos del poder. Ya
sea agitado como un amenazante espantapájaros (empobrecimiento y catástrofes
ecológicas) o como un radiante porvenir (como empalagoso progresismo), se trata
en todos los casos de hacer pasar la idea de que tenemos que orientar nuestras
acciones y nuestros pensamientos únicamente hacia él. De que tenemos, por
tanto, que dejar de lado el pasado, que no se puede cambiar y es entonces
inútil —o a lo sumo conservarlo en un museo— y, en cuanto al presente, interesarnos
en él sólo en la medida en que sirve para preparar el futuro. Nada más falso:
la única cosa que poseemos y podemos conocer con alguna certeza es el pasado,
mientras que el presente es por definición difícil de aferrar y el futuro, que
no existe, puede ser sacado de la manga por cualquier charlatán. Desconfíen,
tanto en la vida privada como en la esfera pública, de quien les ofrezca un
futuro: esta persona está buscando casi siempre atraparlos o engañarlos. «Jamás
permitiré a la sombra del futuro —escribió Ivan Illich— que se coloque sobre
los conceptos a través de los cuales busco pensar aquello que es y aquello que
ha sido». Y Benjamin observó que en el recuerdo (que es algo diferente a la
memoria en cuanto archivo inmóvil) en realidad actuamos sobre el pasado, lo
volvemos de algún modo nuevamente posible. Flaiano tenía entonces razón al
sugerirnos hacer proyectos sobre el pasado. Sólo una indagación arqueológica
puede permitirnos acceder al presente, mientras que cuando uno observa girado
únicamente hacia el futuro éste nos expropia, con nuestro pasado, también del
presente.
2. Imaginen que entran en una farmacia y piden un medicamento que necesitan con urgencia. ¿Qué harían si el farmacéutico responde que ese medicamento fue producido hace tres meses y entonces no se encuentra disponible? Esto es exactamente lo que sucede hoy cuando se entra en una librería. El mercado editorial se ha vuelto hoy un Absurdistán en el cual la circulación exige que el libro sea conservado en las librerías la menor cantidad de tiempo posible (a menudo no más de un mes). Por consiguiente, el mismo editor programa libros que deben agotar sus ventas —si las hay— a corto plazo y renuncia a construir un catálogo que pueda durar en el tiempo. Por esto yo —que también creo ser un buen lector— me siento cada vez más incómodo cuantro entro en una librería (existen naturalmente excepciones) donde los mostradores están ocupados sólo por novedades y donde cada vez más corro el riesgo de no encontrar el medicamento (es decir, el libro) que necesito vitalmente. Si libreros y editores no se giran en contra de este sistema, en buena parte impuesto por los grandes distribuidores, no nos sorprendremos de que las librerías desaparezcan. Tal y como han llegado a ser, ni siquiera podremos extrañarlas.
3. Nicola Chiaromonte escribió una
vez que la pregunta esencial cuando consideramos nuestra vida no es qué hemos
tenido o no tenido, sino qué resta, qué queda de ella. ¿Qué queda de una vida;
pero también e incluso antes: qué queda de nuestro mundo, qué queda del hombre,
de la poesía, del arte, de la religion, de la política, hoy que todo cuanto
estábamos acostumbrados a asociar a estas realidades tan urgentes está
desapariendo o en cualquier caso transformándose hasta volverse irreconocibles?
Al entrevistador que le pregunta «¿qué queda para usted de la Alemania en la
que nació y creció?», Hannah Arendt responde «queda la lengua». Pero ¿qué es
una lengua como resto, una lengua que sobrevive al mundo del cual era una
expresión? Y ¿qué nos queda, cuando nos queda solamente la lengua? ¿Una lengua
que parece no tener ya nada que decir y que, sin embargo, obstinadamente queda
y resiste y de la cual no podemos separanos? Me gustaría responder: es la
poesía. ¿Qué es, de hecho, la poesía, si no aquello que queda de la lengua
después de que han sido desactivadas una a una sus funciones comunicativas e
informativas normales? Recuerdo que Ingeborg Bachmann me dijo una vez que no
era capaz de ir a la carnicería y preguntar: «me da un kilo de filetes». No
creo que quisiera decir que la lengua de la poesía es una lengua más pura, que
se encuentra más allá de la lengua que usamos en la carnicería o para los otros
usos cotidianos. Creo más bien que la lengua de la poesía es lo indestructible
que queda y resiste a todas las manipulaciones y a todas las corrupciones, la
lengua que queda también después del uso que hacemos de ella en los SMS y en
los tweets, la lengua que puede ser infinitamente destruida y que sin embargo
permanece, del mismo modo en que alguien escribió que el hombre es lo
indestructible que puede ser infinitamente destruido. Esta lengua que queda,
esta lengua de la poesía —que también es, yo creo, la lengua de la filosofía—
tiene que ver con aquello que, en la lengua, no dice, sino que llama. Es decir,
con el nombre. La poesía y el pensamiento atraviesan la lengua en dirección a
los nombres, a ese elemento de la lengua que no discurre y no informa, que no
dice algo de algo, sino que nombra y llama. Un breve texto que Italo Calvino
solía dedicar a sus amigos como su «testamento espiritual» se cierra con una
serie de frases recortadas y casi jadeantes: «tema de la memoria —memoria
perdida— conservar y perder aquello que se ha perdido —aquello que no se ha
tenido— aquello que se ha tenido con retraso —aquello que llevamos con
nosotros— aquello que no nos pertenece…». Yo creo que la lengua de la poesía,
la lengua que queda y llama, llama justamente aquello que se pierde. Ustedes
saben que, tanto en la vida individual como en aquella colectiva, la masa de
las cosas que se pierden, el exceso de los acontecimientos ínfimos,
imperceptibles, que todos los días olvidamos es a tal punto exterminado que
ningún archivo y ninguna memoria podrían contenerlos. Aquello que queda,
aquella parte de la lengua y de la vida que salvamos de la ruina, tiene sentido
sólo si tiene que ver íntimamente con lo perdido, si existe de algún modo para
él, si lo llama por medio de nombres y responde en su nombre. La lengua de la
poesía, la lengua que queda nos es querida y preciosa, porque llama lo que se
pierde. Porque aquello que se pierde es de Dios.
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