Revista Nos Disparan desde el Campanario Año II Nro. 43 PAULO FREIRE: ENSEÑAR NO PUEDE SER UN SIMPLE PROCESO DE TRANSFERENCIA DE CONOCIMIENTOS propone Juan Rodríguez
Fuente:
Bloghemia
El
enseñar no existe sin el aprender, y con esto quiero decir más que lo que diría
si dijese que el acto de enseñar exige la existencia de quien enseña y de quien
aprende. Quiero decir que el enseñar y el aprender se van dando de manera tal
que, por un lado, quien enseña aprende porque reconoce un conocimiento antes
aprendido y, por el otro, porque observando la manera como la curiosidad del
alumno aprendiz trabaja para aprehender lo que se le está enseñando, sin lo
cual no aprende, el educador se ayuda a descubrir dudas, aciertos y errores. El
aprendizaje del educador, al enseñar, no se da necesariamente a través de la
rectificación de los errores que comete el aprendiz. El aprendizaje del
educador al educar se verifica en la medida en que éste, humilde y abierto, se
encuentre permanentemente disponible para repensar lo pensado, para revisar sus
posiciones; se percibe en cómo busca involucrarse con la curiosidad del alumno
y los diferentes caminos y senderos que ésta lo hace recorrer. Algunos de esos
caminos y algunos de esos senderos que a veces recorre la curiosidad casi
virgen de los alumnos están cargados de sugerencias, de preguntas, que el
educador no había notado antes. Pero ahora, al enseñar, no como un burócrata de
la mente sino reconstruyendo los caminos de su curiosidad —razón por la que su
cuerpo consciente, sensible, emocionado, se abre a las adivinaciones de los
alumnos, a su ingenuidad y a su criticidad—, el educador tiene un momento rico
de su aprender en el acto de enseñar. El educador aprende primero a enseñar,
pero también aprende a enseñar al enseñar algo que es reaprendido por estar
siendo enseñado. No obstante, el hecho de que enseñar enseña al educador a
transmitir un cierto contenido no debe significar en modo alguno que el
educador se aventure a enseñar sin la competencia necesaria para hacerlo, ni lo
autoriza a enseñar lo que no sabe. La responsabilidad ética, política y
profesional del educador le impone el deber de prepararse, de capacitarse, de
graduarse antes de iniciar su actividad docente. Esa actividad exige que su
preparación, su capacitación y su graduación se transformen en procesos
permanentes. Su experiencia docente, si es bien percibida y bien vivida, va
dejando claro que requiere una capacitación constante del educador,
capacitación que se basa en el análisis crítico de su práctica.
Partamos
de la experiencia de aprender, de conocer, por parte de quien se prepara para
la tarea docente, lo que necesariamente implica estudiar. Desde ya, no es mi
intención escribir prescripciones que deban ser seguidas rigurosamente, lo que
significaría una contradicción frontal con todo lo que he dicho hasta ahora.
Por el contrario, lo que aquí me interesa, de acuerdo con el espíritu del libro
en sí, es desafiar a sus lectores y lectoras sobre ciertos puntos o aspectos,
insistiendo en que siempre hay algo diferente para hacer en nuestra vida
educativa cotidiana, ya sea que participemos en ella como aprendices, y por lo
tanto educadores, o como educadores, y por eso aprendices también.
No
me gustaría dar la impresión, sin quererlo, de estar dejando absolutamente
clara la cuestión del estudiar, del leer, del observar, del reconocer las
relaciones entre los objetos para conocerlos. Estoy intentando aclarar algunos
puntos que merecen nuestra atención en la comprensión crítica de estos
procesos. Comencemos por estudiar, que, al incluir el enseñar del educador,
incluye también, por un lado, el aprendizaje anterior y concomitante de quien
enseña y el aprendizaje del principiante que se prepara para enseñar en el
mañana o que rehace su saber para enseñar mejor hoy, y, por otro lado, el
aprendizaje de quien, aún niño, se encuentra en los comienzos de su educación. Como
preparación del sujeto para aprender, estudiar es en primer lugar un quehacer
crítico, creador, recreador, no importa si yo me comprometo con él a través de
la lectura de un texto que trata o discute un determinado contenido que me ha
sido propuesto por la escuela o si lo realizo partiendo de una reflexión
crítica sobre cierto suceso social o natural, que como necesidad de la propia
reflexión me conduce a la lectura de textos que mi curiosidad y mi experiencia
intelectual me sugieren o que me son sugeridos por otros. Siendo así, en el
nivel de una posición crítica que no opone el saber del sentido común a otro
saber más sistemático o de mayor exactitud, sino que busca una síntesis de los
contrarios, el acto de estudiar siempre implica el de leer, aunque no se agote
en éste. De leer el mundo, de leer la palabra y así leer la lectura del mundo
hecha anteriormente. Pero leer no es mero entretenimiento ni tampoco es un
ejercicio de memorización mecánica de ciertos fragmentos del texto.
Si
en realidad estoy estudiando, si estoy leyendo seriamente, no puedo pasar una
página si no he conseguido alcanzar su significado con relativa claridad. Mi
salida no es memorizar trozos del texto leyéndolos mecánicamente dos, tres o
cuatro veces y luego cerrar los ojos y tratar de repetirlos como si su fijación
puramente maquinal me brindase el conocimiento que necesito.
Leer
es una opción inteligente, difícil, exigente, pero gratificante. Nadie lee o
estudia auténticamente si no asume, frente al texto o al objeto de la
curiosidad, la forma crítica de ser o de estar siendo sujeto de esa curiosidad,
sujeto de lectura, sujeto del proceso de conocer en el que se encuentra. Leer
es procurar o buscar crear la comprensión de lo leído; de ahí la importancia de
la enseñanza correcta de la lectura y de la escritura, entre otros puntos
fundamentales. Es que enseñar a leer es comprometerse con una experiencia
creativa alrededor de la comprensión. De la comprensión y de la comunicación. Y
la experiencia de la comprensión será tanto más profunda cuanto más capaces
seamos de asociar en ella —jamás dicotomizar— los conceptos que emergen en la
experiencia escolar procedentes del mundo de lo cotidiano. Un ejercicio crítico
siempre exigido por la lectura y necesariamente por la escritura es el de cómo
franquear fácilmente el pasaje de la experiencia sensorial, característica de
lo cotidiano, a la generalización que se opera en el lenguaje escolar, y de
éste a lo concreto tangible. Una de las formas para realizar este ejercicio
consiste en la práctica que mencioné como «lectura de la lectura anterior del
mundo», entendiendo aquí como «lectura del mundo» aquella que antecede a la de
la palabra y que, persiguiendo igualmente la comprensión del objeto, se hace en
el dominio de lo cotidiano. La lectura de la palabra, haciéndose también
búsqueda de la comprensión del texto y por lo tanto de los objetos referidos en
él, nos remite ahora a la lectura anterior del mundo. Lo que me parece
fundamental dejar bien claro es que la lectura del mundo que se hace a partir
de la experiencia sensorial no es suficiente. Pero por otro lado tampoco puede
ser despreciada como inferior por la lectura hecha a partir del mundo abstracto
de los conceptos y que va de la generalización a lo tangible. En cierta ocasión
una alfabetizadora nordestina discutía, en su círculo de cultura, una
codificación que representaba a un hombre que, trabajando el barro,
creaba un jarro con las manos. Discutían sobre lo que es la cultura a través de
la «lectura» de una serie de codificaciones, que en el fondo son
representaciones de la realidad concreta. El concepto de cultura ya había sido
aprehendido por el grupo a través del esfuerzo de comprensión que caracteriza
la lectura del mundo y/o de la palabra. En su experiencia anterior, cuya
memoria ella guardaba en su interior, su comprensión del proceso en el que el
hombre, trabajando con el barro, creaba el jarro, comprensión gestada de manera
sensorial, le decía que hacer el jarro era una forma de trabajo con la cual,
concretamente, se mantenía. Así como el jarro no era sino el objeto, producto
del trabajo, que una vez vendido posibilitaba su vida y la de su familia.
Ahora
bien, yendo algo más allá de la experiencia sensorial, superándola un poco,
daba un paso fundamental: alcanzaba la capacidad de generalizar que caracteriza
a la «experiencia escolar». Crear el jarro a través del trabajo transformador
sobre el barro no era sólo la forma de sobrevivir sino también de hacer
cultura, de hacer arte. Fue por eso que, releyendo su anterior lectura del
mundo y de los quehaceres en el mundo, aquella alfabetizadora nordestina dijo
segura y orgullosa: «Hago cultura. Hago esto».
En
otra ocasión presencié una experiencia semejante desde el punto de vista de la
inteligencia del comportamiento de las personas. Ya me he referido a este hecho
en otro trabajo, pero no hace mal que ahora lo retome.
Estaba
yo en la isla de São Tomé, en África Occidental, en el golfo de Guinea.
Participaba en el primer curso de capacitación para alfabetizadores junto a
educadores y educadoras nacionales. Un pequeño pueblo de la región pesquera
llamado Porto Mont había sido escogido por el equipo nacional como centro de
las actividades de capacitación. Yo ya había sugerido a los miembros del equipo
nacional que la capacitación de los educadores y de las educadoras no se
efectuase siguiendo ciertos métodos tradicionales que separan la teoría de la
práctica. Tampoco a través de ningún tipo de trabajo dicotomizante que
menospreciase la teoría, que le negase toda importancia y enfatizase
exclusivamente la práctica como la única valedera, o bien que negase la
práctica y atendiese exclusivamente a la teoría. Por el contrario, mi intención
era que desde el comienzo del curso viviésemos la relación contradictoria que
hay entre la teoría y la práctica, que será objeto de análisis en una de mis
cartas. Por esta razón yo rechazaba cualquier forma de trabajo en que se
reservasen los primeros momentos del curso para las exposiciones llamadas
teóricas, sobre el tema fundamental de la capacitación de los futuros
educadores y educadoras. Éste era el momento para los discursos de algunas
personas consideradas como las más capaces para hablarles a los otros. Mi
convicción era otra. Pensaba en una forma de trabajo en que en una misma mañana
se hablase de algunos conceptos clave —codificación y decodificación, por
ejemplo— como si estuviésemos en un momento de presentaciones, sin pensar ni
por un instante que la presentación de ciertos conceptos fuese suficiente para
dominar la comprensión de los mismos. Eso lo lograría la discusión crítica
sobre la práctica en la que iban a iniciarse. Así, la idea básica, aceptada y
puesta en práctica, era la de que los jóvenes que se preparasen para la tarea
de educadoras y educadores populares debían coordinar las discusiones sobre
codificaciones en un círculo de cultura de veinticinco participantes. Los
participantes del círculo de cultura tenían conciencia de que se trataba de un
trabajo de capacitación de educadores. Antes del comienzo se discutió con ellos
su tarea política —la de ayudarnos sabiendo que iban a trabajar con jóvenes en
pleno proceso de capacitación—. Sabían que ellos, así como los jóvenes que iban
a ser capacitados, jamás habían hecho lo que iban a hacer ahora. La única
diferencia que los separaba radicaba en que los participantes solamente leían
el mundo, mientras que los jóvenes que se iban a capacitar para la tarea de
educadores ya leían también la palabra. Sin embargo, jamás habían discutido una
codificación en esa forma ni habían tenido la más mínima experiencia de
alfabetización con nadie. En cada tarde del curso, con dos horas de trabajo con
los veinticinco participantes, cuatro candidatos asumían la dirección de los
debates. Los responsables del curso asistían en silencio, sin interferir,
tomando sus notas. Al día siguiente, durante el seminario de evaluación y
capacitación de cuatro horas, se discutían las equivocaciones, los errores y
los aciertos de los candidatos en presencia de todo el grupo, desocultándose
entre ellos la teoría que se encontraba en su práctica. Difícilmente se
repetían los errores y las equivocaciones que se habían cometido y que habían
sido analizados. La teoría emergía empapada de la práctica vivida. Fue
precisamente en una de esas tardes de capacitación, durante la discusión de una
codificación que retrataba a Porto Mont, con sus casitas alineadas a la orilla
de la playa frente al mar y con un pescador que dejaba su barco con un pescado
en la mano, cuando dos de los participantes se levantaron como si se hubiesen
puesto de acuerdo y caminaron hasta una ventana de la escuela en la que
estábamos y, mirando a Porto Mont allá a lo lejos, dijeron, volviéndose
nuevamente hacia la codificación que representaba al pueblo: «Sí, Porto Mont es
exactamente así, y nosotros no lo sabíamos».
Hasta
entonces, su «lectura» del lugar, de su mundo particular, una «lectura»
demasiado próxima al «texto», que era el contexto del pueblo, no les había
permitido ver a Porto Mont como realmente era. Existía cierta «opacidad» que
cubría y encubría a Porto Mont. La experiencia que estaban realizando de «tomar
distancia» del objeto, en este caso de la codificación de Porto Mont, les
permitía una nueva lectura más fiel al «texto», vale decir, al contexto de
Porto Mont. La «toma de distancia» que la «lectura» de la codificación les permitió
los aproximó más a Porto Mont como «texto» que está siendo leído. Esa nueva
lectura rehizo la anterior, por eso dijeron: «Sí, Porto Mont es exactamente
así, y nosotros no lo sabíamos». Inmersos en la realidad de su pequeño mundo,
no eran capaces de ver. «Tomando distancia» de aquélla emergieron y, así,
vieron como jamás habían visto hasta entonces.
Estudiar
es desocultar, es alcanzar la comprensión más exacta del objeto, es percibir
sus relaciones con los otros objetos. Implica que el estudioso, sujeto del
estudio, se arriesgue, se aventure, sin lo cual no crea ni recrea.
También
por eso es que enseñar no puede ser un simple proceso, como he dicho tantas
veces, de transferencia de conocimientos del educador al aprendiz.
Transferencia mecánica de la que resulta la memorización mecánica que ya he
criticado. Al estudio crítico corresponde una enseñanza también crítica, que
necesariamente requiere una forma crítica de comprender y de realizar la
lectura de la palabra y la lectura del mundo, la lectura del texto y la lectura
del contexto.
Esta
forma crítica de comprender y de realizar la lectura de la palabra y la lectura
del mundo está, por un lado, en la no negación del lenguaje simple,
«desarmado», ingenuo; en su no desvalorización por estar conformado por
conceptos creados en lo cotidiano, en el mundo de la experiencia sensorial; y
por el otro lado, en el rechazo de lo que se llama «lenguaje difícil»,
imposible porque se desarrolla alrededor de conceptos abstractos. Por el
contrario, la forma crítica de comprender y de realizar la lectura del texto y
la del contexto no excluye ninguna de las dos formas de lenguaje o de sintaxis.
Reconoce incluso que el escritor que utiliza el lenguaje científico, académico,
al tiempo que debe tratar de ser más accesible, menos cerrado, más claro, menos
difícil, más simple, no puede ser simplista.
Nadie
que lea, que estudie, debe abandonar la lectura de un texto por considerarlo
difícil, por el hecho de no haber entendido, por ejemplo, lo que significa la
palabra epistemología.
Así
como un albañil no puede prescindir de un conjunto de instrumentos de trabajo,
sin los cuales no levantará las paredes de la casa que está construyendo, del
mismo modo el lector estudioso precisa de ciertos instrumentos fundamentales sin
los cuales no puede leer o escribir con eficiencia. Diccionarios, entre ellos
el etimológico, el filosófico, el de sinónimos y antónimos; manuales de
conjugación de los verbos, de los sustantivos y adjetivos; enciclopedias;
lectura comparativa del texto de otro autor que trate el mismo tema y cuyo
lenguaje sea menos complejo.
Usar
estos instrumentos de trabajo no es una pérdida de tiempo, como muchas veces se
piensa. El tiempo que yo utilizo, cuando leo y escribo o cuando escribo y leo,
consultando enciclopedias y diccionarios, leyendo capítulos o trozos de libros
que pueden ayudarme en un análisis más crítico de un tema, es tiempo
fundamental de mi trabajo, de mi oficio placentero de leer o de escribir.
Como
lectores no tenemos derecho a esperar, mucho menos a exigir, que los escritores
realicen su tarea —la de escribir— y casi la nuestra —la de comprender lo
escrito—, explicando lo que quisieron decir con esto o con aquello a cada paso
en el texto o en una nota al pie de la página. Su deber como escritores es
escribir de un modo simple, escribir ligero, es facilitar, no dificultar la
comprensión del lector, pero no es darle las cosas hechas y prontas.
La
comprensión de lo que se está leyendo o estudiando no sucede repentinamente
como si fuera un milagro. La comprensión es trabajada, forjada por quien lee,
por quien estudia, por quien, al ser el sujeto de ella, debe instrumentarse
para hacerla mejor. Por eso mismo leer, estudiar, es un trabajo paciente,
desafiante, persistente. No es tarea para gente demasiado apresurada o poco
humilde que, en vez de asumir sus deficiencias, prefiere transferirlas al autor
o a la autora del libro considerando que es imposible estudiarlo.
También
hay que dejar bien claro que existe una relación necesaria entre el nivel del
contenido del libro y el nivel de capacitación actual del lector. Estos niveles
abarcan la experiencia intelectual del autor y del lector. La comprensión de lo
que se lee tiene que ver con esa relación. Cuando la distancia entre esos
niveles es demasiado grande, cuando uno no tiene nada que ver con el otro, todo
esfuerzo en búsqueda de la comprensión es inútil. En este caso, no se está
dando la consonancia entre el tratamiento indispensable de los temas por parte
del autor del libro y la capacidad de aprehensión, por parte del lector, del
lenguaje necesario para este tratamiento. Es por esto que estudiar es una
preparación para conocer, es un ejercicio paciente e impaciente de quien, sin
pretenderlo todo de una sola vez, lucha para hacerse la oportunidad de conocer.
El
tema del uso necesario de instrumentos indispensables para nuestra lectura y
para nuestro trabajo de escribir trae a colación el problema del poder
adquisitivo del estudiante y de las maestras y maestros, en vista de los costos
elevados para obtener diccionarios básicos de la lengua, diccionarios
filosóficos, etc. Poder consultar este material es un derecho que tienen todos
los alumnos y los maestros, al que corresponde el deber de las escuelas de
hacerles posible la consulta, equipando o creando sus bibliotecas con horarios
realistas de estudio. Reivindicar este material es un derecho y un deber de los
profesores y de los estudiantes.
Me
gustaría retomar algo a lo que hice referencia anteriormente: la relación entre
leer y escribir, entendidos como procesos que no se pueden separar, como
procesos que deben organizarse de tal modo que ambos sean percibidos como
necesarios para algo, como algo que el niño necesita —como resaltó Vygotsky—, y
nosotros también.
En
primer lugar, la oralidad antecede a la grafía, pero la trae en sí desde el
primer momento en que los seres humanos se volvieron socialmente capaces de ir
expresándose a través de símbolos que decían algo de sus sueños, de sus miedos,
de su experiencia social, de sus esperanzas, de sus prácticas. Cuando
aprendemos a leer, lo hacemos sobre lo escrito por alguien que antes aprendió a
leer y a escribir. Al aprender a leer nos preparamos para, a continuación,
escribir el habla que socialmente construimos. En las culturas letradas, si no
se sabe leer ni escribir, no se puede estudiar, tratar de conocer, aprender la
sustantividad del objeto, reconocer críticamente la razón de ser del objeto. Uno
de los errores que cometemos es el de dicotomizar el leer y el escribir, y
desde el comienzo de la experiencia en la que los niños ensayan sus primeros
pasos en la práctica de la lectura y de la escritura, tomamos estos procesos
como algo desconectado del proceso general del conocer. Esta dicotomía entre
leer y escribir nos acompaña siempre, como estudiantes y como maestros. «Tengo
una enorme dificultad para hacer mi tesis. No sé escribir», es la afirmación
común que se escucha en los cursos de posgrado en los que he participado. En el
fondo, esto lamentablemente revela cuán lejos estamos de una comprensión
crítica de lo que es estudiar y de lo que es enseñar. Es preciso que nuestro
cuerpo, que se va haciendo socialmente actuante, consciente, hablante, lector y
«escritor», se adueñe de manera crítica de su forma de ir siendo lo que es
parte de su naturaleza, constituyéndose histórica y socialmente. Esto quiere
decir que es necesario no sólo que nos demos cuenta de cómo estamos siendo,
sino que nos asumamos plenamente como esos «seres programados para aprender» de
los que nos habla François Jacob. Resulta necesario, entonces, que aprendamos a
aprender, vale decir, que entre otras cosas le demos al lenguaje oral y
escrito, a su uso, la importancia que le viene siendo reconocida
científicamente. A los que estudiamos, a los que enseñamos —y por eso también
estudiamos— ese lenguaje se nos impone junto con la necesaria lectura de
textos, la redacción de notas, de fichas de lectura, la redacción de pequeños
escritos sobre las lecturas que realizamos; en el contacto con buenos
escritores, buenos novelistas, buenos poetas, científicos, filósofos, que no
temen trabajar su lenguaje en la búsqueda de la belleza, de la simplicidad y de
la claridad.
Si
nuestras escuelas, desde la más tierna edad de sus alumnos, se entregasen al
trabajo de estimular en ellos el gusto por la lectura y la escritura, y si ese
gusto continuase siendo estimulado durante todo el tiempo de su escolaridad,
posiblemente habría un número bastante menor de posgraduados hablando de su
inseguridad o de su incapacidad para escribir. Si estudiar no fuese para
nosotros casi siempre una carga, si leer no fuese una obligación amarga que hay
que cumplir, si por el contrario estudiar y leer fuesen fuente de alegría y
placer, de la que surge también el conocimiento indispensable con el cual nos
movemos mejor en el mundo, tendríamos índices que revelarían una mejor calidad
en nuestra educación. Es éste un esfuerzo que debe comenzar con los
preescolares, intensificarse en el período de la alfabetización y continuar sin
detenerse jamás. La lectura de Piaget, de Vygotsky, de Emilia Ferreiro, de
Madalena F. Weffort, entre otros, así como la lectura de especialistas que no
tratan propiamente de la alfabetización sino del proceso de lectura, como
Marisa Lajolo y Ezequiel T. da Silva, son de importancia indiscutible. Pensando
en la relación de intimidad entre pensar, leer y escribir, y en la necesidad
que tenemos de vivir intensamente esa relación, yo sugeriría a quien pretenda
experimentarla rigurosamente que se entregue a la tarea de escribir algo por lo
menos tres veces por semana. Una nota sobre una lectura, un comentario sobre
algún suceso del cual tomó conocimiento por la prensa, por la televisión, no
importa. Una carta para un destinatario inexistente. Resulta muy interesante fechar
los pequeños textos y guardarlos para someterlos a una evaluación crítica dos o
tres meses después. Nadie escribe si no escribe, del mismo modo que nadie nada
si no nada. Al dejar claro que el uso del lenguaje escrito, y por lo tanto de
la lectura, está en relación con el desarrollo de las condiciones materiales de
la sociedad, estoy subrayando que mi posición no es idealista. Rechazando
cualquier interpretación mecanicista de la historia, rechazo igualmente la
idealista. La primera reduce la conciencia a la mera copia de las estructuras
materiales de la sociedad, la segunda somete todo al todopoderosismo de la
conciencia. Mi posición es otra. Entiendo que esas relaciones entre la
conciencia y el mundo son dialécticas.
*Juan Rodríguez, Ex cuadro de la Armada. Maquinista y buzo de profundidad. Baja a mi propia solicitud en agosto de 1975, efectiva en diciembre del mismo año. Luego ingreso, exámenes de aptitud mediante a la Marina Mercante Nacional como oficial de máquinas hasta mi jubilación como jefe de máquinas.
Comentarios
Publicar un comentario