Revista Nos Disparan desde el Campanario Año II Nro. 39 El Poder Real: Corrupción y estupidez.... por Augusto Klappenbach
A propósito del escandaloso fallo en primera instancia del inefable Juez del establishment Ercolini, el mismo que en 24 horas desestimó la causa Papel Prensa, en donde por el supuesto mismo delito procesan a Baratta y absuelve a los funcionarios de Techint.
Fuente: Público
Link
de Origen: AQUÍ
“Contra
la estupidez, los propios dioses luchan en vano”, dijo Schiller. Y pretendo
mostrar que entre los frecuentes casos de corrupción que estamos presenciando
en nuestra vida pública existe no solo deslealtad, avaricia, cinismo,
prevaricación, arrogancia y tantos otros vicios sino también una gran
proporción de estupidez.
No
en todos los casos: la estupidez no está presente en la corrupción motivada por
razones estrictamente económicas. El fontanero que cobra una factura sin IVA o
el parado que trabaja en negro para aumentar su exigua prestación quizás
merezcan técnicamente el calificativo de corruptos, pero no el de estúpidos.
Como así tampoco aquel que se ha endeudado más de lo que debía y se corrompe
para financiar sus lujos. En todos estos casos, la ilegalidad que cometen tiene
un objetivo que puede ser justificable, inmoral o delictivo, pero en cualquier
caso es concreto: conseguir algo más de dinero para afrontar necesidades o
caprichos que pueden ir desde mantener a su familia a pagar unas vacaciones en
las Bahamas. Pese a sus evidentes diferencias, estas corrupciones están
relacionadas con la búsqueda de un beneficio real para quienes las cometen, que
a su juicio les compensa correr algunos riesgos. Por el contrario, la estupidez
se convierte en protagonista cuando el corrupto no persigue un beneficio real
sino el aumento de un poder abstracto, que no repercute en su calidad de vida
sino que, por el contrario, la pone en peligro. Y estos casos abundan.
Muchos
de nuestros más ilustres corruptos gozan de unos ingresos legales que les
permiten satisfacer todos los deseos que pueden pagarse con dinero. Pese a ello
inventaron tramas delictivas que les permitieron acumular millones sin sacar de
ellos otro provecho que la posibilidad –a veces nunca ejercida- de disponer de
ellos. ¿Cuál era el objetivo de esta acumulación ilegal? ¿Necesitaban utilizar
una tarjeta destinada a gastos de representación para hacer la compra en el
supermercado, en el caso de personas que ganan más de un millón al año? ¿Los
impuestos que se ahorraban eran necesarios para mantener su estilo de vida?
¿Deseaban comprar una casa más grande, aumentar el refinamiento de sus comidas,
permitirse algún viaje costoso? Todo ello lo podían conseguir sin problemas con
su fortuna legal. Sin embargo, corrieron un riesgo que a varios de ellos –a muy
pocos, lamentablemente- les ha estallado entre las manos hasta el punto de que
los ha puesto en riesgo de pagarlo con la cárcel o al menos con un desprestigio
social que a este tipo de gente le resulta muy costoso.
Y
en esos casos también es la estupidez la que les lleva a pensar que sus manejos
podrán permanecer siempre ocultos. Se acaban identificando con un personaje
omnipotente e invulnerable que no debe dar cuentas a nadie y que solo existe en
su imaginación. Pese a que no suele faltarles habilidad política, la olvidan
cuando no tienen en cuenta que sus aliados de una época pueden volverse
enemigos al poco tiempo y sacar a la luz sus trapicheos. Tener dinero oculto en
paraísos fiscales, por ejemplo, implica correr el riesgo de que cualquier
empleado de esos bancos sacrifique el secreto bancario por una jugosa
recompensa.
Esta
corrupción basada en la estupidez demuestra que la motivación del poder es
mucho más fuerte que la económica. O, mejor dicho, que la corrupción económica
proviene de la búsqueda del poder. Pero en estos casos, un poder abstracto. Es
decir, que no se lo busca para realizar con ese poder acciones concretas, como
puede ser el poder que busca un gobernante o el que quiere conseguir un puesto
directivo. Se trata de un poder que se justifica solo en la imagen de sí mismo
que se fabrica el que lo posee. Más de un personajillo mediocre, al verse
investido de privilegios que le permiten corromperse con facilidad, comienza a
creer que ese poder refleja su valía personal, que lo pone a salvo de las
normas y convenciones que regulan la vida de personas de rango inferior. Desde
este punto de vista, utilizar su tarjeta opaca para pagar un regalo a su amante
es, antes que una trampa económica, una manera de afirmar que su conducta está
por encima de las pequeñas convenciones que rigen la vida del pueblo llano.
Y
ese ascenso imaginativo a una categoría social superior crea un sentimiento de
solidaridad entre los corruptos que asegura una ley del silencio entre ellos
extremadamente frágil. Porque los conflictos que surgen cuando las relaciones y
las amistades están basadas en este poder abstracto no necesitan de causas
objetivas para romperse, sino que su difícil equilibrio depende de alianzas y
fidelidades tan efímeras como las razones que las fundamentan. De ahí las
sorpresas que recibimos en estos tiempos cuando algunas de estas corrupciones
se hacen públicas. Pero así y todo, la corrupción no cede. Lo dicho: contra la
estupidez los propios dioses luchan en vano.
por Augusto Klappenbach, Escritor y filósofo
Comentarios
Publicar un comentario