Revista Nos Disparan desde el Campanario Año II Nro. 39 Alberto Fernández y nuestra lucha por liberar la patria por Aurelio Argañaraz
Fuente:
Portal Incitativa Política
http://iniciativapolitica.com.ar/
Link
de Origen: AQUÍ
Un
análisis sobre el momento político del gobierno de Alberto Fernández, los
límites y la potencialidad del frente en este contexto histórico.
Cuando
terminó de constituirse el Frente de Todos, lanzada ya la candidatura
presidencial de Alberto Fernández e incorporado Massa, con algunos compañeros
de militancia celebrábamos que, faltando el amor en un campo nacional
tan amorfo, la feliz decisión de Cristina Fernández hubiese permitido que a
nuestros dirigentes los uniera el espanto. Era imprescindible terminar con
la banda de salteadores que lideraba Macri, expulsar a esa suerte de fuerza de
ocupación, que habría de condenarnos, en cuatro años más, a ser un país
definitivamente inviable. En esas condiciones, era clara la necesidad –lo
dijimos en esos términos, sin embellecer las cosas y con toda honestidad– de no
objetar, desde nuestro lado, el empeño puesto en sumar a Massa, con la
condición de darle un rol subordinado, ya que sabemos que es un amigo de la
embajada de EEUU. Esta posición, que hubiésemos rechazado en otro contexto, se
justificaba –entendíamos entonces y no advertimos razones para cambiar de
opinión– por la debilidad del bloque propio y el grado de dislocación de las
fuerzas populares, afectadas por la zigzagueante trayectoria del sector
mayoritario del movimiento nacional en las últimas décadas, que, si bien nos
dio, luego del 2001, a Néstor y Cristina, también fue responsable de la década
menemista. Y, en el primer caso, aunque siempre juzgamos al ciclo kirchnerista
como lo mejor que tuvimos después de la muerte del General Perón, no es posible
ignorar que el triunfo de Macri, en el 2015, y varias de las rupturas
habidas en el campo nacional, no fueron causados por un rayo que cayó del
cielo, sino la evidencia de los límites y contradicciones de su cúpula
superior.
En
realidad, la razón de fondo de que Cristina Kirchner subestimara las
consecuencias que sus decisiones más desdichadas iban a tener[1] –debilitar
de varios modos las bases electorales y la sustentación política del Frente
para la Victoria– se relaciona directamente con un fenómeno que el sistema de
partidos, no sólo el peronismo, tiende a negar. Nos referimos a la crisis
de la representación política. Ésta mostró el rostro en la crisis del 2001
(“que se vayan todos”) y no fue superada, al menos hasta hoy[2].
Los partidos tradicionales, incluido el peronismo, prefieren mirar para otro
lado antes que buscar los motivos por los cuales la identificación de sus bases
ha perdido vigor, por decirlo suavemente[3].
El kirchnerismo, en particular, creía ser el heredero del peronismo, en cuanto
a concitar el grado de adhesión de la clase obrera que había tenido el General
Perón; al menos, ése que aseguraba el voto de los trabajadores, en una
elección. No era así. La creencia era parte del triunfalismo reinante, en ese
ámbito, hasta el 2015[4],
y quizás explica la falta de conciencia de que no había margen para acumular
desatinos. En las actuales circunstancias, el dato es crucial. Los posibles
desaciertos de cualquiera de los integrantes del Frente de Todos y obviamente
del gobierno mismo, pueden ser fatales. En nuestro caso, lo que vale para todos
los que apoyamos al presidente desde la izquierda, por así decir, es
necesario recordar siempre esa lección, que la historia reitera[5]:
atacar a un gobierno nacional-popular al que acosa la oligarquía –somos
partidarios de ejercer la crítica sin ignorar ese dato central, que dicta una
posición de “apoyo independiente”– sólo favorece al bando imperialista. Ese
patrón de conducta sólo debe modificarse si los trabajadores y el pueblo tienen
una clara voluntad de avanzar (con los dirigentes a la cabeza o con la cabeza
de los dirigentes). En ese caso, es claro, nuestro deber es acompañar a las
mayorías, impulsar su lucha con inteligencia y firmeza. Pero no es ésa la
situación, hoy. En el actual momento, atacar al gobierno sólo puede beneficiar
al enemigo, tal como ocurrió en el 2015 con ciertas reticencias a
respaldar a Scioli.
Los
hechos hablan: el triunfo popular en las elecciones presidenciales de 2019 tuvo
un alcance menor al deseado. Siendo ése el punto de partida de la situación
actual y habiendo conservado pese a nuestra unidad el bloque oligárquico un
apoyo del 40%, tiene un poder parlamentario suficiente para trabar al gobierno;
conserva, es obvio, el poder económico, comunicacional y, en el presente, una
buena cuota de poder judicial. En consecuencia, éste es un gobierno débil,
política e institucionalmente. Como si todo esto fuese poco, a la insoportable
herencia de un vertiginoso endeudamiento, y destrucción del aparato productivo
y el nivel de consumo de las mayorías nacionales, se añadió la pandemia del
coronavirus, con sus exigencias sanitarias y proyección fatal sobre la
actividad económica, que estaba en recesión antes de la emergencia del
covid-19. En suma, se trata de un cuadro extremadamente difícil de enfrentar,
teniendo en cuenta, además, la clara disposición de los núcleos de poder
económico concentrado de forzar al gobierno a una capitulación o, si éste se
resistiera, a impedir su consolidación y provocar su fracaso. A nuestro
entender, esa conducta destituyente es casi unánime en el núcleo del poder
económico concentrado, contrariando la voluntad de generar acuerdos que ha sido
enunciada como modalidad del gobierno por parte del presidente.
El
desarrollo del enojo y sus sinrazones
Los
rasgos que impone al desarrollo de la acción y al tratamiento de los problemas
el liderazgo compartido que evidentemente impera dentro del Frente, aunque se
preserve la facultad de ser quien decide para la figura presidencial, parecen
desagradar a sectores de la militancia que esperaban ver menos cabildeos. Esta
circunstancia, en el marco de limitaciones a la expresión política, de la
ansiedad y los temores que acompañan a una situación inédita de nuestras vidas,
parece alimentar la desazón y el enojo en sectores minoritarios, pero activos y
conversadores, de la opinión pública nacional y popular. Sólo de ese modo
podemos entender que, luego de votar por Alberto Fernández, alguien pueda caer
en la cuenta de que el actual presidente es un moderado, algo que siempre
supimos sobre su personalidad política[6].
Puede que alguno, en el cuarto oscuro, creyera que iba ser, esta vez sí, un
chirolita de Cristina Kirchner. En ese caso, se comprende la decepción, aunque
no la compartimos. Hasta hoy, sólo vemos diferencias de estilo. Es claro
que, en nuestro caso, nunca hicimos propio el delirio aquél según el cual
alguna vez estuvimos en “la revolución kirchnerista”. Pero seamos serios: todos
supimos que el actual presidente fue candidato para posibilitar el frente
y tener chances de ganarle a Macri. Se intentó incorporar incluso a Lavagna,
Urtubey y Schiaretti, dando un lugar al peronismo neoliberal.
Nada
tiene de sorprendente, siendo así, que el presidente actual no sea un
revolucionario, un género que además casi ha desaparecido dentro del peronismo,
después de Perón.
Lo
decidió Cristina; fue un acierto y un acto patriótico, pero también un
reconocimiento de sus errores previos, que se remontan a la ruptura con
la CGT de Hugo Moyano y lo que siguió más tarde. Fue asumir, en los hechos, las
responsabilidades propias en la derrota ante Massa, en el 2013, los goles en
contra que facilitaron el triunfo fatal de Cambiemos, en el 2015 y su propio
fracaso, en los comicios del 2017, en territorio bonaerense. La realidad le
impuso no encabezar la fórmula y elegir un moderado para
presidirla. Más aún, precisó sumar al Frente Renovador y al mismo Massa.
Dijimos que se intentó incluir a Lavagna. Y no estaba mal, era necesario.
Al
recordar esto –aquella rectificación, ampliando las bases de sustentación política
hacia todo el espectro de los adversarios de Macri, que permitió el triunfo del
2019– no hacemos cuestión de lo que ayer aplaudimos: respondemos al
imperativo de preservar la memoria. “Con Unidad se van, con programa no
vuelven”, decía un volante de Patria y Pueblo; al llamar a votar por
el Frente de Todos, Iniciativa Política avalaba la incorporación de
Massa al Frente, con la única condición de que fuese una pieza más,
subordinada, del tablero; decíamos, sin disimulos, que si ése era el
precio de triunfar sobre Macri, había que incluir “a un amigo de la embajada de
EEUU”. Fuimos claros, ¿no sabían todo esto los que ahora se sorprenden de “la
moderación” o “la búsqueda de consensos”, que acaban de descubrir como rasgos
de personalidad de Alberto Fernández? ¿Acaso su conducta, después de
constituirse el Frente de Todos, no mejoró mucho lo que habíamos visto,
luego del conflicto con la Mesa de Enlace?
Es
más, salvo los jóvenes, por razones de edad, ¿cuántos de los protagonistas de
“la década ganada” resistirían el examen de su conducta en los 90?
¿cuántos de los que luego aplaudían al kirchnerismo habían votado a Fernando de
la Rúa, diciendo que era mejor que Duhalde? Por nuestra parte, tenemos el honor
de no haber caído en esas inconductas y valoramos habernos enfrentado al
riojano y haber votado en blanco (ni Duhalde, ni de la Rúa). Pero después de la
crisis del 2001, era realista reconocer que había que “barajar y dar de nuevo”,
para juzgar a los dirigentes en función de la conducta que cada cual asumía
tras el viraje nacional que impuso el caos, fielmente interpretado por Néstor
Kirchner.
Un
baño de realidad
Hasta
ahora, el balance del ciclo de Alberto Fernández, tal como señala Alfredo Zaiat[7],
muestra su apuesta a crear consensos; huye de la subordinación o el
enfrentamiento, en la relación con el stablishment. Al mismo tiempo, como dice
también ese economista, el poder económico no está dispuesto a ceder nada; no
negocia y, agregamos nosotros, pone en función la fuerza de que
dispone para subordinar al gobierno o llevarlo al fracaso, a
cualquier precio. Definir ese marco como “empate hegemónico” sirve para
graficar un estado de cosas. Pero no define la evolución y los resultados que
provisoriamente arroja el conflicto, ni señala los temas en torno a los cuales
se desarrolla la pelea, para que podamos juzgar lo hasta aquí logrado.
Procuremos hacer un resumen serio: 1) el gobierno ha triunfado en la
negociación de la deuda externa con los acreedores privados, contra la presión
y maniobras que los centros de poder extranjeros e internos llevaron a cabo
para ponerlo contra la pared durante la operación y, concluida con éxito esa
disputa, cabe prever un resultado similar –hasta hoy fallan las maniobras
enemigas, contra el país– respecto a los forcejeos con el FMI; 2) el mismo
balance cabe hacer respecto a las presiones dirigidas a provocar una
devaluación, con una finalidad especulativa y política, ya que iba a hundirnos,
económica y electoralmente. En esa lucha, no menor, también se advierte una
defensa exitosa del interés nacional, imposible de subestimar si se considera
la debilidad que le impuso “la herencia” y las dificultades adicionales que
trajo la pandemia, en un cuadro complicado del comercio exterior y con nulo
acompañamiento de los miembros del Mercosur; 3) paralelamente, no pueden
registrarse como una defección, hacia la base social, o como un signo de
irresolución y/o impericia en la lucha por afianzar su poder, las
decisiones tomadas para enfrentar la pandemia (incluyendo el conjunto de las
acciones económicas, cuyo fin fue respaldar a los trabajadores, los excluidos y
las empresas, para amortiguar los efectos del paro forzoso). No por azar los
medios hegemónicos, junto a la oposición feroz del macrismo, buscan a cualquier
precio desprestigiar al gobierno, “muera la gente que tenga que morir”; 4) pese
a las fastidiosas idas y vueltas, igual conclusión cabe sacar sobre la creación
del impuesto a las grandes fortunas; 5) de modo indudable, en un marco de
recesión y vacas flacas, el gobierno defendió a los sectores vulnerables,
afectando los intereses de las franjas pudientes: congeló los alquileres,
suspendió los desalojos; congeló tarifas de servicios públicos (las
concesionarias hablan de atrasos del 35%), estableció el carácter de servicios
públicos de las prestaciones de internet; devolvió la paritaria nacional de los
docentes, dejó abiertas todas las demás; impuso la doble indemnización por
despido, pese a las quejas de todas las patronales, contuvo la suba de la
desocupación con las ATP y a los sectores más desprotegidos con el IFE, hizo
que los jubilados con ingresos bajos obtuvieran aumentos superiores a la
inflación y el resto perdiera un 4% y logró (en la catástrofe económico-social
que se heredó del ciclo macrista éste es un dato mayor, de gran importancia
para la recuperación del consumo) que los salarios perdieran respecto de la
inflación mucho menos que en el resto de América latina.
Al
mismo tiempo, hay un dato clave, en el orden de lo político, imposible de
soslayar a la hora de trazar nuestra posición ante el gobierno: el poder
económico concentrado, sus medios de prensa, sus jueces cómplices y la derecha
oligárquica, no descansan un minuto en la lucha por obstruir su gestión y
afianzamiento. Pujan para impedir que las elecciones próximas fracturen o
debiliten a la oposición y, ampliando el poder del Frente de todos, liberen al
gobierno de la extorsión constante –imponiéndole zigzagueos que hieren la
confianza y afectan su prestigio. Es absurdo negar el
significado de esas conductas: ¿no sabemos acaso que si el actual gobierno
hubiese traicionado el mandato popular y no defendiese el interés general y las
potestades del Estado, los medios hegemónicos estarían hoy llenando de elogios
a Alberto Fernández, como lo hicieron con Menem? ¿no calibramos el odio y la
agresividad que exhiben sus escribas, las centrales del stablishment y la
oposición? Sólo un ultraizquierdista no ve esas cosas; si se trata de
militantes del campo nacional, es de esperar que la ansiedad y el enojo ante
las marchas y repliegues que impone la realidad al gobierno, que asume sus
límites, deben canalizarse hacia una acción política que fortalezca al campo
nacional-popular, sin hacer como el perro que se muerde la cola.
Algunas
variantes de “fuego amigo”
Sin
embargo, en cierta militancia, en lugar de ganar terreno el deseo de alterar
las relaciones de fuerza, generando acciones aptas para ganar a los sectores
indecisos y aislar al núcleo duro que sigue a Macri, crece el malhumor contra
nuestro gobierno, al que se juzga indeciso frente al poder económico,
llegando a plantear su supuesta capitulación. Como a nuestro entender se trata
sólo de ciertas franjas, no del grueso de aquéllos que votaron por el Frente de
Todos, es importante identificar a ese universo de “enojados” y analizar sus
argumentos.
El
primer grupo que vamos a mencionar está representado por ex funcionarios;
aspiraban a un cargo en esta gestión y no los llamaron. No tienen empacho,
ahora, en prestarse a los medios del poder hegemónico, cuestionar aspectos de
la actual gestión, descalificando a sus ministros y a determinadas medidas. Por
obvias razones, no son ellos el sector que nos interesa invitar a una
reflexión. La lógica del arribista no es parte del debate.
Nos
interesan, sí, muchos compatriotas honestamente afligidos por la suerte del
país, que sin duda desean ver triunfar al gobierno que han votado. Quieren que
se revierta el daño causado por el ciclo de Macri y se siga un camino nacional
y popular, apto para conquistar soberanía nacional y justicia social. En esa
franja, creemos identificar tres variantes fundamentales, cuya actitud crítica
no obedece a las mismas razones, por las diferencias ideológicas que los
separan y por el grado de compromiso previamente adquirido con tendencias
políticas cristalizadas por su filiación, sus referencias conceptuales y su perspectiva
actual. Aunque como es de esperar, existan entrecruzamientos y casos
“híbridos”, nuestra esquematización es imprescindible para hacer de nuestro
examen un aporte al debate sobre las preocupaciones que compartimos, que giran
alrededor del destino nacional, en este momento de la vida histórica.
La
primera tendencia que vamos a mencionar –dentro del campo de aquéllos con los
cuales es de nuestro interés desarrollar un debate– la conforman compañeros que
proponen “retornar a las fuentes del primer peronismo”, recrear el IAPI o
alguna institución que permita a la Nación una injerencia directa en el
comercio exterior, reconstituir la flota mercante estatal, y apostar, en
general, el Estado empresario. En el plano ideológico, una vertiente interna al
sector invoca a Perón y acompaña el planteo con denuncias que aluden a la
“desviación socialdemócrata”, que explicaría el eco que encuentra hoy, en el
seno del gobierno, la pequeño-burguesía que, identificada con el “progresismo”,
se hizo kirchnerista, sin digerir al peronismo de viejo cuño y sin dejar de
aborrecer al General Perón[8].
El problema de los “ultraperonistas”, llamémoslos así, ya que se trata de
doctrinarios abstractos que nada dicen sobre el peronismo real, qué medios
usarán para ganar hegemonía e imponer su programa; en suma, cómo evitar que lo
suyo sea algo más que pura nostalgia. Esa carencia de proyecto, que los condena
a la impotencia, tiene a su vez dos manifestaciones: 1) el impulso a expulsar a
los sectores “progresistas”, sin reparar que se puede debatir con ellos pero
apreciar su viraje al campo nacional, que fortalece nuestro bloque. No es
aceptable pensar que es mejor arrojarlos al bloque oligárquico, para
preservar una “pureza” que huele a secta; 2) El peligro se corrobora, cuando
aquél desdén a la lucha por construir sólidas mayorías, se expresa realizando
una falsa asociación entre el nacionalismo en lo económico y la adscripción al
catolicismo: Establecer caprichosamente un nexo irreal entre una política
patriótica y el catolicismo tradicionalista, sirve para rechazar las demandas
propias del “progresismo” y las feministas (se aborrece el IVE, las píldoras
anticonceptivas, la igualdad de género y el matrimonio igualitario) contrarios
a los cánones de “la nación católica”. En este punto, podría decirse, sin
exageración alguna, que antes que en el peronismo abrevan en las fuentes del
“nacionalismo” sin pueblo de 1943, que ya era senil en aquellos tiempos y es
hoy una pieza de museo[9].
Adoptarlo como ideología nos transformaría en secta.
En
otro momento, hemos dejado en claro que defender el derecho al divorcio, al
aborto legal y las demás reivindicaciones del feminismo, en nuestro caso, no
modifica la defensa de la unidad nacional para liberar a la Argentina, con
todos los patriotas, sean o no creyentes. No quebrar el campo nacional es
prioritario: la contradicción mayor es patria o colonia, sin atender credos y
respetándolos a todos. Con esa conducta, como patrón, es lícito exigir a los
fieles religiosos la misma actitud: bloquear toda maniobra que busque
enfrentarnos, usando para ese fin algunas contradicciones secundarias de
carácter ideológico y religioso.
No
es posible estimar el peso de la corriente señalada, pero creemos que –entre
las minorías críticas[10]a
la actual gestión– el sector más ruidoso y más escuchado, ya que “los ansiosos”
son multitud (debo ese término a un amigo), está formado por compañeros y
compañeras que aún son fieles a Cristina Fernández, a quién le atribuyen una
“voluntad transformadora” que no resiste el menor análisis. Tal vez
psicológicamente se sienten seguros, contenidos por su figura maternal-fuerte.
Añoran su estilo; las exposiciones “magistrales” provocaban su admiración, al
mismo tiempo y por las mismas razones que no conmovían al pueblo llano, como sí
ocurría con las arengas vibrantes pero sencillas de Perón y Evita, que sus
abuelos universitarios rechazaban por “demagógicas”. No atendían razones, a la
hora de analizar las consecuencias ruinosas del liderazgo verticalista;
sugerían “profundizar”, a la ligera y sin precisión, la gestión de gobierno. En
resumidas cuentas, aplaudían todo en el gobierno de “la Jefa”; justificaban
incluso groseros errores, como la ruptura con la CGT de Hugo Moyano y la
obcecación de mantener el Impuesto a “las Ganancias” de la clase obrera, o el
rechazo al proyecto de modificar la Ley de Entidades Financieras[11].
Los más cultivados, lectores de Forster y aun de Laclau, atribuían la
postergación de medidas de fondo a “las relaciones de fuerzas”, que desaconsejaban
dar un paso en falso.
Esta
cuestión, esgrimida en momentos de éxito electoral y mayorías parlamentarias,
es hoy curiosamente ignorada, precisamente en circunstancias de suma debilidad.
El único problema que impide avanzar, coinciden en declamar, imperiosos, tanto
Navarro como Hebe de Bonafini (que se hacen eco de una impaciencia muy
extendida, en las tribus k), es el carácter de Alberto Fernández, que “a
todo el mundo quiere decir que sí”. En ese clima impaciente e irreflexivo, es
natural que apareciera un provocador ansioso de hacerse fama, denigrando al
presidente, del que ha compuesto una imagen vestida con las líneas cruzadas de
la bandera inglesa[12].
Ahora
bien, dejando al costado tonterías y excentricidades, nada tenemos contra el
ejercicio de la crítica, aun en el caso de aquéllos que fueron aplaudidores
acríticos de Cristina Kirchner. Menos todavía contra todo planteo
dirigido a recuperar soberanía nacional, imponer sanciones al poder económico
concentrado, defender con firmeza el interés general de los argentinos, su
alimentación, su salud y sus reivindicaciones, la vigencia de la justicia y,
particularmente, todo lo relacionado con reparar los daños del ciclo anterior,
sin olvidar la necesidad de transformar al país hasta el punto necesario para
garantizar que no vuelvan nunca más. No está demás que recordemos nuestra
pertenencia a la Izquierda Nacional, que se ha caracterizado por señalar que la
caída del General Perón en 1955 se debió, en última instancia, a que no se
expropiaron las grandes estancias de la pampa húmeda y el poder oligárquico
estaba intacto, aunque se los hubiera privado, durante un periodo, del poder
estatal. En el caso del kirchnerismo, señalamos las limitaciones fundamentales
de su planteo, reñido con la necesidad del Estado empresario, y en ese sentido
lamentamos su adscripción a las fórmulas desarrollistas, razón por la cual, en
la larga década que le tocó gobernar demoró siete años en estatizar YPF y
necesitó comprobar que los delincuentes españoles estaban vaciándola para
recuperar Aerolíneas, mientras otras empresas privatizadas por Menem seguían en
manos del capital privado. Como el lector puede ver, nada podríamos objetar a
la tentativa de impulsar una política de recuperación que, por el contrario,
siempre hemos postulado, como camino necesario para liberar a la patria.
¿Qué
cuestionamos a los críticos de Alberto Fernández y, particularmente, al enfoque
que plantea el progresismo de “izquierda”?
En
primer lugar, el desconocimiento de que lo fundamental es fortalecer el campo
nacional, lo que implica advertir que el gobierno actual fue y sigue siendo lo
que hemos construido, frente a la tentativa del stablishment de imponer un
segundo gobierno de Macri u otro personero del bloque oligárquico. En
consecuencia, toda nuestra acción –el pronombre nuestra designa aquí a lo que
podemos llamar la izquierda del Frente de Todos, en sentido amplio– debe
orientarse en función de ampliar las bases de
sustentación del campo nacional y la unidad del bloque, sin pretender quebrarlo
o desalentar el respaldo a la actual gestión,
desacreditándola mientras la necesitamos, como debiera ser claro
si se advierte que su relevo, en el momento actual, daría el poder al bloque
oligárquico. Eso no excluye una posición crítica, que es necesaria para
dejar en claro que nuestro programa responde mejor a las exigencias de la
realidad, si estamos en lucha por liberar a la patria. Pero esta
tarea requiere de nuestra parte, si queremos conquistar al pueblo argentino,
demostrar que sabemos defender cada palmo de terreno ganado, ampliar el apoyo
al bloque nacional, aislar al enemigo, despojarlo de un respaldo que en las
elecciones presidenciales fue muy considerable, evidenciando lamentablemente
los éxitos logrados en la batalla cultural por el bloque oligárquico, lo
que constituye una prueba de las limitaciones y las incoherencias que nuestros
liderazgos han tenido, sin las cuáles –cuesta asumirlo, pero deben hacerlo
todos los patriotas– Macri no habría triunfado y no conservaría su base actual.
En
segundo lugar, cuestionamos la frivolidad de una buena parte de la campaña que
pretende desacreditar al presidente, cotejando su “moderación” contra la supuesta
“combatividad” del ciclo kirchnerista. Esta presunción no resiste el menor
análisis, si se recuerda que pasaron casi cinco años antes de la
estatización de los fondos jubilatorios y nueve para expropiar el 51% de las
acciones de YPF, las mayores medidas de todo el periodo. Hemos sostenido
siempre que “la década ganada” fue lo mejor que tuvo el país, después de la
muerte del General Perón. Pero no es menos cierto que el actual gobierno está
frente a una situación más difícil que aquélla, después del daño causado Macri,
la emergencia de la pandemia y la hostilidad de la oposición, mucho más feroz
que la que tuvo Néstor; que a eso se añade un poder parlamentario débil, lo
que requiere, para superarse, un contundente triunfo en las próximas
elecciones.
En
una palabra: no debe sustituirse la reflexión y el cálculo político en un
momento tan difícil por la impulsividad y los arranques típicos del
“progresismo”, que es incapaz de mirarse en el espejo y recorrer
autocríticamente su propia historia, siempre guiado por las impresiones y el
deseo, reiterando un infantilismo ya senil. Hebe de Bonafini no trepida en
hablar del “presidente del sí”, con la misma liviandad con que festejó
públicamente el acto terrorista contra las Torres Gemelas. Guillermo Moreno habla
en TN de la “desviación socialdemócrata”, pocos días antes de tratar a Menem de
“gran compañero”. La inimputable Sandra Russo también tira al blanco contra
Alberto Fernández, sin dejar de enorgullecerse de su alfonsinismo juvenil y sin
haber revisado su estúpida teoría de que el kirchnerismo era “la superación del
peronismo”[13].
Y así, cunden los dispuestos a desacreditar al presidente, sin que se les
ocurra pensar quién será el beneficiario de sus “pasajes al acto”. Todos
ofician “la interpretación de Cristina”, como si la actual presidente, cuando
habla o calla, pudiera ser una mala interprete de su propia voluntad y posición
táctica.
Ahora
bien, si ignoramos los datos de la actual la coyuntura, destacando entre ellos
el nivel de conciencia y el estado de ánimo de las grandes mayorías (que sólo
nos dieron en las últimas elecciones una exigua mayoría); si hacemos caso
omiso de cuáles son sus preocupaciones del momento; si nos parece inútil
sopesar la fuerza y cohesión del campo propio, por un lado, y el bloque
oligárquico, por otro; si nos desentendemos del tema de si existe o no
una conducción y un movimiento capaz de brindar al país (seriamente, es obvio)
una alternativa superadora a la que ofrece, hoy, el Frente de Todos; si para
librar una lucha por la emancipación nacional no es necesario,
previamente, haber ganado a la mayoría del país; en una palabra, si ignoramos
el estado en que está hoy el movimiento nacional y sólo nos interesan nuestros
deseos y nuestra ansiedad –su sagrada persona, alfa y omega de la (in) conducta
típica del pequeño burgués con “cultura política”– sigamos practicando “el tiro
al pichón”, pase lo que pase. Dicho de un modo más amable, si el único
elemento que tomamos en cuenta es si un reclamo “es justo”, dado que “la razón”
sería nuestra hay que sostenerlo, nada más. Para un apóstol, siempre el
dilema se plantea así, aunque lleve al martirio. Pero ésas no son
las reglas de la política, en general; no lo son, menos aún, para una política
revolucionaria. Para esta última, el mismo problema ha de tener una
respuesta si se plantea en el curso de un alza de masas y otra distinta cuando
el contexto en que aparece es “normal” o predomina la parálisis en el campo
popular[14].
Si los trabajadores y el pueblo estuviesen en la calle buscando ahondar en un
sentido antioligárquico y antiimperialista la gestión que preside Alberto
Fernández, no daríamos la misma respuesta que en el momento actual, signado por
la débil identidad política de las mayorías populares, la confusión y las
conductas hasta cierto punto suicidas que hemos presenciado en estos años en
ciertas franjas no privilegiadas del pueblo argentino. Todo lo cual, lejos de
ser un fenómeno del momento, lleva más de dos décadas[15] y
conforma un cuadro sin el cual la derrota del 2015 no podría haberse
consumado.
El
problema de la Hidrovía
Uno
de los temas que más se ha usado para cuestionar al gobierno es su presunta
resistencia a recuperar el manejo estatal de la hidrovía. No subestimamos la
importancia de la cuestión. Sin embargo, creemos que presentar la
nacionalización de las tareas de dragado y los peajes como un cambio clave en el
comercio exterior y la restauración de la soberanía, sería plantear con
imprecisión el asunto, como ha señalado Juan Carlos Smith, titular del
sindicato de dragado y balizamiento. En primer lugar, la ausencia estatal no se
limita a este aspecto, subordinado, de un problema mayor, que incluye la
privatización del sistema de puertos y la falta de pesajes de la carga naviera,
que no se hace. Por otra parte, el río es el medio por el cual sangra la
riqueza nacional, pero ¿quiénes son los autores del delito? Las cerealeras,
pulpos que monopolizan el comercio de granos, tras la desaparición del IAPI.
Alguien podría decir “por algo se empieza”, pero no vemos un planteo claro,
sino un reclamo fundamentalista confuso, con mezquindades de “patrioterismo”
hacia países hermanos –Uruguay y Paraguay. Al mismo tiempo, se oculta o
ignora que la pérdida de soberanía y el saqueo del país tiene otros
capítulos más importantes, a saber: rigen aún dos leyes impuestas por Martínez
de Hoz, con el Proceso, nunca modificadas en el ciclo democrático posterior al
83: de Inversiones Extranjeras y de Entidades Financieras. En ese marco,
agravado en los 90, el comercio minorista pasó a manos del capital extranjero
(Carrefour, Disco, Walmart, Easy, etc.) y fueron transferidas grandes empresas
originalmente argentinas. Los ferrocarriles, la Flota Mercante del Estado, los
Astilleros, el complejo industrial que conformó el IAME y en 1954 tenía un
plantel de diez mil empleados, fabricando aviones, tractores, automóviles y
motocicletas diseñados aquí; ENTEL, la producción y distribución de energía
eléctrica, Agua y Energía, entre otros bienes, fueron destruidos, o
privatizados, en la larga noche que comenzó en setiembre de 1955. En el curso
de la decadencia se verifica una sucesión de dolorosos cambios del universo
económico-social argentino. Entre otras cosas, fue diezmada la industria y la
clase trabajadora; se redujo la influencia del movimiento obrero en nuestra
política; creció, de un modo jamás visto, la marginalidad social; se empobrecieron
las clases medias; los comerciantes del país fueron arrinconados en las orillas
del sistema; se hizo crónica la pobreza y apareció la indigencia en crecientes
franjas de población y, demostrando que los “de adentro” no siempre perdían, un
núcleo minoritario acaparó la riqueza; la fuga de capitales se tornó crónica,
mientras los economistas del poder se esforzaban en convencernos que falta un
clima que favorezca su arraigo y debemos reducir nuestra apetencia desmedida,
para crear un ambiente “que impulse la inversión”.
Consecuentemente,
la ausencia estatal en el manejo de la Hidrovía –debemos recuperarla, sin
alimentar mitos– es “sólo” un capítulo del drama mayor, la desaparición del
Estado como actor de peso en el comercio exterior; tal como ocurre en la
megaminería, con normas que permiten que los pulpos internacionales se limiten
a declaran qué están exportando. No negamos, desde luego, el avance que
representaría controlar lo que envían fuera del país, pero el problema de fondo
es el sistema. Algo similar puede decirse del mecanismo usado por las
automotrices, que fugan divisas en el intercambio intrafirma, usando el recurso
de subfacturar lo que exportan a sus centrales y sobrefacturar lo que reciben
de ellas, mientras el Estado mira para otro lado.
Nuestra
perspectiva
Es
inconcebible, lo entiendan o no las elites “de izquierda” (un “ultra” k, lo
asuma o no, razona igual que Nicolás del Caño), llevar una lucha por la
liberación nacional sin ganar antes al pueblo argentino, que votó
mayoritariamente por Cambiemos, en el 2017, y rectificó ese voto, de un modo
parcial, en el 2019. Es nuestra presunción, basada en la experiencia de los
últimos años, que el peronismo actual puede llevar a cabo una política
nacional, pero es improbable que se proponga hacer una política de
liberación nacional. Esa perspectiva lo supera claramente: no está en el
horizonte de su aparato político y sus cuadros de conducción; tampoco la espera
hoy nuestro pueblo, sumido en la pérdida de identidad política y una
amarga desesperanza, que apenas cede cuando se trata de sostener el poder
adquisitivo del salario y proteger conquistas de vieja data. Para salir del
marasmo es necesario reconstruir el movimiento nacional, algo que implica
actualizarlo doctrinariamente y democratizar su vida, para dar cauce al
protagonismo popular y enviar al museo los modos verticalistas de conducción
política. Es inconcebible, sin un avance en tal sentido, crear las condiciones
necesarias para superar los límites y derrotas que ha sufrido el frente nacional
y el pueblo argentino en las últimas décadas.
Ese
horizonte, claro está, no puede alcanzarse sin una transición, cuyo punto de
partida, como es de suponer, pasa por la defensa del nivel alcanzada, por
precario que sea. Un retroceso, en este momento –si en las próximas elecciones
no se modifica la relación de fuerzas establecida en los comicios del 2019, ese
mantenimiento del statu quo será paralizante y prologará el paso atrás y la
derrota del gobierno– no sólo afectará el futuro político de Alberto Fernández,
sino la suerte del movimiento popular. Por el contrario, la consolidación del
triunfo electoral, obtener un firme respaldo político y una contundente mayoría
parlamentaria, no sólo impulsará, clara y decididamente, la
orientación nacional-popular del gobierno, sino que también fortalecerá a su
ala izquierda, mal que le pese al ultraizquierdismo. Y, lo que obviamente es
más importante, infundirá expectativas al pueblo argentino y la clase
trabajadora. Si, como es posible, el triunfo electoral está acompañado de una
recuperación de la actividad económica, la ocupación, y los salarios, las
grandes mayorías podrán plantearse objetivos más ambiciosos que la conservación
del empleo y la subsistencia diaria.
Alguien
podría objetar este planteo, diciendo que una estabilización semejante no
impulsará la radicalización de las masas, sino su conformismo. Se trata, como
la experiencia prueba –vimos a un ministro del General Onganía sorprenderse de
que el Cordobazo tuviese como impulsores a “los obreros mejor pagados del
país”– de un argumento falaz. Pero cabe aclarar que, aunque fuese correcto,
ningún patriota puede desear que su pueblo sufra, ya que “la letra con sangre
entra”. Por otra parte, es nuestra la convicción de que el mayor déficit, en
claridad política, no está abajo, sino arriba; antes que en el pueblo, en la
militancia y sus conductores. Es preciso admitir nuestro retraso y luchar
desde ya para construir una fuerza esclarecida y disciplinada, con cuadros
capaces de facilitar canales de expresión a las mayorías, fragmentadas hoy, en
el yunque de “la grieta”, que favorece únicamente a las minorías
antinacionales. Debemos unir al pueblo argentino, expresar a cada uno de los
sectores oprimidos –los trabajadores y excluidos, las clases medias pobres, los
pequeños productores y comerciantes arrinconados por el capital extranjero, que
los usa como peones y les arrebata el mercado, los técnicos y científicos,
todos los que padecen la opresión imperialista que coloniza al país– disolver
las contradicciones en el seno del pueblo, que son secundarias y usadas para
dispersarnos, fortalecer la unidad, aislar al enemigo y disputar la hegemonía
al poder oligárquico. Estas consideraciones, por alejadas que parezcan en vista
de la actual coyuntura argentina, nos brindan las claves para establecer la
conducta que debemos seguir en este momento, si queremos fortalecer al campo
nacional, y, dentro del mismo, a las tendencias interesadas en
profundizar el cauce abierto en octubre del 2019, con la derrota de Macri. En
esa batalla se forjarán las condiciones y la militancia política,
ideológica y políticamente formada que, combinando audacia con realismo crudo,
revierta el retroceso que padece el país desde la caída de Perón en 1955 y
encabece la lucha por liberar a la patria definitivamente. No es posible saber
de antemano cuándo podremos llevar a la sala de cirugía a la Argentina
oligárquica, pero sí afirmar que los impulsivos y ansiosos nunca serán la gente
indicada para encarar una operación tan delicada y riesgosa para el destino
colectivo.
[1] No
podemos analizar aquí cada uno de los errores y dislates suicidas que se fueron
acumulando desde el conflicto con la Mesa de Enlace, caso en el cual no se
advirtió la necesidad de tratar de distinto modo al pequeño y mediano
productor, respecto a las retenciones, para aislar al núcleo oligárquico y
privarlo de una base de masas, hasta el fatal paso que significó romper con la
CGT de Hugo Moyano y (quizá para castigar a la clase obrera), sostener con
obcecación el Impuesto a las Ganancias al salario, que terminó dando a Macri
votos obreros en el 2015. El juicio y las advertencias sobre las consecuencias
que podrían tener esas decisiones, que hicimos oportunamente, puede consultarse
en el sitio aurelioarganaraz.com: “El conflicto gobierno-CGT y el rol político
de la clase obrera” (2012), “El Impuesto a las Ganancias y las desventuras del
aplaudidor” (2013) y “Los orígenes de la grieta” (2019).
[2]Nuestra
visión del asunto puede verse en “Los orígenes de la grieta” (2019) y “Los
gurúes, los medios, las identidades políticas y la autocrítica del movimiento
popular” (2017).
[3] Cierta
militancia prefiere adjudicarla al rechazo hacia “la política” fomentada por la
prensa oligárquica y la derecha. Es cómodo olvidar que desde 1983 hasta las
crisis del 2001, los antiguos partidos populares traicionaban el mandato
popular para obedecer las órdenes del FMI y el poder imperialista.
[4] Podría
decirse que sobrevivió a las derrotas del 2009 y el 2013, desoyendo esos
mensajes.
[5]Luego
de la muerte del General Parón, al hacer del gobierno de Isabel Martínez “el
enemigo principal”, las organizaciones armadas de la izquierda peronista y la
ultraizquierda cipaya, que no podían derribarla y tomar el poder,
facilitaron la tarea del gorilismo entreguista y terrorista de las FFAA,
unificándolas “en la lucha antisubversiva”, con lo cual actuaron como parteras
de Videla.
[6] A
nuestro modo de ver, si hemos visto algo distinto a lo que era de esperar,
vistos sus antecedentes, es que “la mano de seda” a que suelen referirse
algunos observadores no está reñida con cierta firmeza, en la defensa de sus
ideas, tan moderadas como afines a lo que ya hemos visto en la “década ganada”.
[7] En
Página 12 Alfredo Zaiat cita la declaración de CFK al anunciar la fórmula
presidencial elegida por ella misma, donde explica sus razones. Dada la
relación con el debate, la transcribimos con un subrayado de lo que viene a
cuento: “Esta fórmula que proponemos estoy convencida que es la que mejor
expresa lo que en este momento en la Argentina se necesita para convocar a los
más amplios sectores sociales y políticos y económicos también, no solo para
ganar una elección, sino para gobernar“. En una palabra, la vicepresidente
también quería buscar “consensos”, eludir “la grieta”.
[8] El
peronismo se caracteriza por no zanjar jamás sus conflictos internos, que se
prolongan en el tiempo y acumulan sin resolverse. Un caso muy notorio y grave,
en ese sentido, se refiere a los enfrentamientos entre “ortodoxos” y Montoneros
de la década del 70, que prologaron la caída de Isabel Perón y el arribo del
Proceso. Recientemente, para objetar la presencia de un hombre de Massa, Meoni,
en la secretaría de Transporte, un usuario de facebook reiteró la denuncia
montonera a Perón, “qué pasa, General, que está lleno de gorilas el gobierno
popular”. Este ex (¿?) montonero k no aprendió nada en medio siglo.
[9] El
nacionalismo oligárquico no superó la prueba de 1955, cuando el conflicto entre
Perón y la Iglesia los llevó a militar en la “revolución libertadora”. Ese
“nacionalismo”, católico preconciliar, tras reconciliarse y retomar su función
ideológica retardataria dentro del peronismo, ha eludido siempre el análisis de
las raíces histórico-sociales del conflicto con la Iglesia de 1955, como la
suerte del clericalismo sin pueblo de 1943. En realidad, lo nacional tiene en
ellos un lugar adjetivo, subordinado al clericalismo. No advierten, o se
desinteresan, por esa razón, de las consecuencias políticas y electorales que
su obcecación sectaria ocasionaría de imponerse a las fuerzas nacionales,
favoreciendo a la oligarquía.
[10] No
usamos el término “minorías” para descalificar a nadie: tenemos la impresión de
que las grandes masas, por un lado, y el aparato político del peronismo, por el
otro, no comparte esas preocupaciones.
[11]Ninguno
de los que atacan por “tibio y conciliador” al actual presidente levantó la voz
por la falta de voluntad de los gobiernos kirchneristas para modificar la Ley
de Inversiones Extranjeras, clave de bóveda del régimen establecido por
Martínez de Hoz, durante el Proceso.
[12] En
la década del 60, Milciades Peña llegó a la conclusión de que Perón había sido
“un agente inglés”. Su imitador actual es más vulgar y menos imaginativo que
aquel precursor.
[13] Evidentemente,
para Sandra Russo el estilo enérgico de CFK vale más que el IAPI, la
nacionalización de los ferrocarriles, la elevación social de la clase obrera y
los derechos políticos y laborales de la mujer.
[14] En
mi experiencia personal puedo registrar un caso en el movimiento estudiantil
cordobés. En las vísperas del Cordobazo, la movilización universitaria
transformó en inservibles (y en una rémora) los centros de estudiantes e impuso
formas de democracia directa, con Cuerpos de Delegados (modo de los Soviet de
la Revolución Rusa) que recibían mandato de las asambleas de curso.
Pasada la euforia, los ultraizquierdistas transformaron estas organizaciones en
una farsa, al instrumentar formalmente cuerpos ya vaciados: los estudiantes
habían vuelto “a la normalidad”, al interiorizar los límites que tenía el
movimiento y los ultras “dirigían” un tren fantasmal, al que le imponían las
consignas más disparatadas. Había, pues, que reconstruir lo Centros, con sus
direcciones elegidas para periodos de un año, las representaciones indirectas
de la democracia burguesa.
[15] Prevalece
entre la militancia y mucho más en los aparatos de los partidos, un rechazo a
reconocer que la crisis de la representatividad (“que se vayan todos”) no fue
superada, hasta hoy.
*Aurelio Argañaraz. Analista Geopolítico. Córdoba
En líneas generales coincido con el diagnóstico político y me parece muy detallado y puntilloso. Se ensucia algo cuando trata de menoscabar a compañeros y compañeras que con matices no solo defendieron siempre al modelo nacional y popular sino que además pagaron las consecuencias por ello. Por caso la Señora. Sandra Russo.. Saludos
ResponderEliminar