Fuente de Origen: Sitio El Tábano Economista
Link de origen: aquí
“¿Es lícito confundir la
prosperidad de una clase
con el bienestar de un país?”
Eduardo Galeano
Después
de varias décadas de hablar sobre el inminente colapso del estado de bienestar,
de haberlo minado de manera ordenada y sistemática para proclamar el triunfo de
la economía de mercado, desde la aparición de la pandemia nos encontramos en lo
que podríamos denominar el renacimiento del estado protector. Cada vez más
países están introduciendo medidas innovadoras, deshaciéndose de enmohecidas
políticas económicas. En otras palabras, se está haciendo lo que parecía
completamente imposible antes de la actual situación de emergencia.
Los
cambios radicales en el sistema de bienestar han estado históricamente
asociados a grandes crisis o eventos trascendentales como guerras,
revoluciones, hambrunas o epidemias. Si bien algunos simplemente abogan por una
respuesta temporal a esta emergencia, es muy poco probable que, una vez que la
crisis haya pasado, las cosas vuelvan a estar donde se hallaban. Para la
redefinición del estado de bienestar del siglo XXI se podría argumentar
que la pandemia está colaborando, profundizando el descontento con el sistema
existente y poniendo al descubierto sus debilidades.
Repensar
el estado de bienestar, o pasar a una “sociedad del bienestar”, es un tema
complejo, pero la historia muestra que los momentos como el que vivimos son los
que marcan los giros. Todos intuimos y vemos que el actual estado del bienestar
es una calamidad, no solo es mínimo, cruel, desvencijado, sino que parecería no
está a la altura de la economía posindustrial, sobre todo en respuesta a
ciertas interrogantes centrales en disputa, como el envejecimiento poblacional
en los países desarrollados, el cambio tecnológico y el mercado laboral, así
como la definición familiar, como veremos a continuación.
Al
parecer la sociedad posindustrial exige un reordenamiento esencial de las
prioridades del estado de bienestar, y con la pandemia más aún, por lo que para
reconsiderarlo necesitamos imaginemos un tipo de sociedad ideal en la
que esperamos vivir. La filósofa norteamericana Nancy Fraser entiende que unos
de los supuestos rectores de este tipo de organización y gestión estatal de
posguerra se basaba en que las personas estaban organizadas en hogares
encabezados por hombres, que vivían principalmente de su salario. “Según la imagen
ideal, al hombre cabeza de familia se le pagaría un “salario familiar”
suficiente para mantener a la esposa y la madre, que realizaban labores
domésticas sin salario”. Por supuesto, desde hace tiempo innumerables
sujetos no se ajustan a este patrón. Sin embargo, proporcionó un
importante paradigma social subyacente a la estructura de la mayoría de los
estados de bienestar de la era industrial.
Los
cambios en las familias han sido extraordinarios, las personas se casan cada
vez menos y se divorcian más. Un número creciente de mujeres, tanto
divorciadas como madres solteras, luchan por mantenerse a sí mismas y a sus
familias sin tener acceso al salario de un sostén de familia
masculino. Las normas de género son muy controvertidas: gracias en parte a
los movimientos de liberación LGTB, un número creciente de personas está
rechazando el modelo masculino de sostén de familia/ama de casa.
Pero
desde el punto de vista económico y del mercado laboral, hay una serie de
aspectos que van a converger a lo largo del texto y serán eje del debate. Uno
de ellos es que los salarios no alcanzan para que antiguos jefes de familia,
mujeres solteras, entre otros, puedan mantener el hogar. Los sueldos bajos, la
escasez de tiempo de ocio, potencializan los trabajos gig (empleos
eventuales), que se autoalimentan de las miserias salariales. La falta de un
salario digno en un empleo formal o informal de horario normal, como el cuidado
de niños o de ancianos, no permite tener tiempo para obtener otro empleo formal,
pero si uno informal y eventual, uno gig que compensa los magros
ingresos. Esto abona las actuales formas de contratación surgidas e impuestas
por las nuevas estructuras de negocio (Uber, Amazon Flex, entre otros). Pero,
además, como es eventual o no registrado, deja sin efecto la seguridad social
privada aportada por el empleo registrado.
El
rediseño de la arquitectura del bienestar obliga, en principio, a redefinir la
familia y amalgamar la seguridad social privada con la pública, como mínimo. La
creación de puestos de trabajo que mantengan a una familia, una preocupación
antes de la pandemia, fue profundizada por la llegada del Covid-19, agravando
la tendencia a la instabilidad laboral. Y, frente a esto, se han estimulado
diferentes iniciativas de compensación salarial, como el ingreso universal, que
en la mayoría de los casos invocan al Estado para nivelar ingresos, sin
participar o regular el mercado laboral, manteniendo el valor de mercado de los
empleos eventuales.
Nuevamente,
se presenta la fragilidad del empleo, la pobreza de su remuneración y la
intervención estatal. Es aquí donde aparece el ingreso universal como mecanismo
de protección de la gig economy, materia central de la disputa. Aquí
comienza a resaltar la estigmatización de los pobres y la intervención del
Estado en lo que antes del Covid-19, y con virulencia, fogueaba la derecha con
la “tesis de la perversidad” del economista Albert O. Hirschman,
basado en la economía clásica y de moral cristiana.
Según
Hirschman el Estado, “contrariamente a la aparente realidad de ofrecer ayuda
financiera a los ‘pobres’, lo que hace es un acto caritativo de asistencia, y
tales intervenciones en realidad socavaron el orden natural de las cosas, corrompieron
a las personas que tomaron tal ayuda y perdieron la capacidad de practicar la
autodisciplina y ejercer la responsabilidad personal“. Uno de los supuestos que
subyacen a esta tesis es que el término orden natural de las cosas implica que
la intervención del gobierno (un “acto caritativo”, aparentemente benévolo)
necesariamente interrumpe una forma de funcionamiento denominada ordinaria, es
decir, una sociedad en la que el mercado determina los resultados del bienestar
y el Estado no juega ningún papel o es mínimo.
La
tesis de la perversidad supone que quienes necesitan asistencia social están en
esa posición debido a una falta de “autodisciplina”, quien quiera esforzarse y
trabajar más saldrá adelante, aunque antes de la pandemia el trabajo era
insuficiente. Esta patología, sin embargo, no se adscribe de forma
indiscriminada, está profundamente dividida por género o por raza en algunos
lugares. Para la mayoría, la imagen del Estado benefactor es una mujer
pobre para Latinoamérica, afroamericana en otros lugares, pero siempre
promiscua e indisciplinada, con un cigarrillo en la boca, un bebé en la cadera
y muchos otros niños desnutridos a sus pies.
En
el discurso contemporáneo, la tesis de la perversidad está emparentada o
utilizada mitológicamente con el “sueño americano”, a manera de afirmar la
autosuficiencia, por un lado, y una profunda sospecha del fracaso individual
percibido, por el otro. La forma de olvidar la asistencia social y las
políticas del bienestar es sencilla: que la personas vuelvan a trabajar, y así
salir de la pobreza y la asistencia del Estado, aun en medio de la pandemia.
Hay dos argumentos cuestionables en juego aquí. Primero, afirmar que hay
empleo, una sospecha falsa e infundada, y que los indecentes o eventuales
empleos que se ofrecen podrían sacar a las personas de la pobreza y la
necesidad de asistencia social. En segundo lugar, se sugiere que regresar
a cualquier trabajo, con cualquier salario, es para beneficio del trabajador,
más que una forma de asegurar que el Estado no intervenga y que la clase
trabajadora sostenga una economía que beneficie a la élite corporativa.
En
un artículo publicado en 1943 con el título de Aspectos
políticos del pleno empleo, el economista Michael Kalecki planteaba que el
problema o los desafíos que tendría que enfrentarse el Estado en el futuro no
serían económicos, sino políticos. “Si la gente puede vivir sin necesidad
de aceptar cualquier puesto con el salario que sea, el poder derivado de
la potestad de despedir –el mayor poder que tiene un patrón– disminuye
considerablemente” (Luces
y sombras del Ingreso básico universal).
Kalecki
remarca en su texto la resistencia de los líderes empresariales a la
intervención estatal, ya sea por ingresos o generando empleo público. Lo
primordial es que no vaya por fuera del mercado, porque destruye la disciplina
que ha impuesto con el circuito empleo-subsistencia-asistencia privada contra
desempleo-hambre-fracaso-ayuda pública. La idea de la disciplina se basan en
que la pérdida del trabajo implica hambre y pobreza. Y esa imagen estimula al
capital, incluso en plena pandemia, con sus consecuencias.
Dijimos
al inicio del escrito que eliminar la desigualdad, una parte central del nuevo
estado del bienestar, es central, junto con la idea de equiparar, de quitar
poder, como lo afirmaba Kalecki, con múltiples iniciativas estatales. En su
libro El gran nivelador, Walter Scheidel redujo los componentes
niveladores de la desigualdad a lo largo de la historia a los «cuatro jinetes»
de la violencia: guerra, revolución, colapso de los Estados y grandes
epidemias. Tomaremos solo una ínfima parte de las epidemias para exhibir que la
forma de proceder de los dueños del poder no resulta distinta frente a la peste
negra, durante la posguerra, como indica Kalecki, o ante la Covid-19.
¿Cómo
reducen la desigualdad las epidemias? Actuando como “obstáculos positivos”, tal
como los definía el reverendo Thomas Malthus en su Ensayo sobre el
principio de la población, de 1798. De forma muy general, el pensamiento
maltusiano se basa en la premisa de que, a largo plazo, la población tiende a
crecer con más rapidez que los recursos. Según las estimaciones del Papa
Clemente VI, en el año 1.351 se habían muerto unas 23 millones de personas con
la peste negra, entre un 30 y 45% de la población, lo que provocó que los
cambios más profundos en la esfera económica se reflejaran en el mercado
laboral.
Al
parecer Europa cayó en una especie de trampa malthusiana, la peste redujo
espectacularmente la población pero la infraestructura física quedo intacta. El
ratio tierra/mano de obra se desordenó. Los terratenientes salieron a pedir a
los pocos trabajadores que volvieran a sus tareas, pero la escasez de mano de
obra les dio el empujón para exigir jornales mucho más elevados si querían que
regresaran al trabajo.
Los
empresarios no tardaron en presionar a las autoridades para que frenaran el
creciente coste de la mano de obra. Transcurrido menos de un año desde la
llegada de la peste negra a Inglaterra, en junio de 1349, la corona aprobó
la Ordenanza de Trabajadores:
“Dado
que gran parte de la población, y en especial los trabajadores y empleados
(«sirvientes»), ha muerto en esta pestilencia, mucha gente, en vista de las
necesidades de los señores y la escasez de empleados, se niega a trabajar a
menos que les paguen un salario excesivo… Hemos ordenado que todo hombre o
mujer de nuestro reino de Inglaterra, libre o no, que sea físicamente apto y
por debajo de sesenta años de edad, que no viva del comercio o ejerza una
artesanía en particular, que no posea tierras propias que deba trabajar y que
no trabaje para otros, esté obligado, si se le ofrece un empleo en consonancia
con su estatus, a aceptar dicho empleo, y solo les serán abonadas las cuotas,
pagos o salarios que eran habituales en la zona del país donde trabajan en el
vigésimo año de nuestro reino u otro salario apropiado de hace cinco o seis
años… Nadie debe abonar o prometer salarios o pagos superiores a los definidos
anteriormente so pena de pagar a quien se sienta perjudicado por ello el doble
de lo que pagó o prometió… Los artesanos y trabajadores no deben recibir por
sus servicios y artesanías más dinero del que habrían recibido en el susodicho
año vigésimo u otro año apropiado allá donde estén trabajando; y si alguien
recibe más, que sea encarcelado (El Gran Nivelador; Walter Scheidel, p
345).
Al
parecer, el efecto de esas ordenanzas fue modesto. Solo dos años después, otro
decreto, el Estatuto de Trabajadores de 1351, se quejaba del incremento de
los salarios. Las fuerzas del mercado, en este caso, pudieron con las presiones
de los dueños de la tierra. El problema actual es que las fuerzas del mercado
son de los dueños del poder. Los ciudadanos tendremos que enfrentar nuevos
modelos de medicina, de envejecimiento, de familia y laborales, para que el
Estado equilibre el poder. La alta tasa de mortalidad entre las personas
con coronavirus por complicaciones asociadas a diversas enfermedades crónicas
arroja dudas sobre la efectividad del enfoque para aumentar la esperanza de
vida que prevaleció a fines del siglo XX.
Los
estudios muestran que el estilo de vida también contribuye significativamente a
la salud de una persona a través de la nutrición, la actividad física, el
sueño, los niveles de estrés, etc. Pero el tema más importante y destacado que
ha dejado al descubierto la pandemia es el costo social de la desigualdad, por
lo que el nuevo estado de bienestar debe apuntar a una sociedad más justa.
*Alejandro Marcó del Pont. Licenciado en Economía UNLP. Autor y Editor del sitio El Tábano Economista
Comentarios
Publicar un comentario