Se
ha instalado de modo rotundo a la “sospecha” como tesis y argumento sobre
cuestiones políticas coyunturales. Cada editorialista, cada analista de los
medios, en particular los dominantes, suelen bifurcar sus exposiciones en
función de colocar sobre la mesa de debate subjetividades turbias que tienden
mucho más a deseos particulares que a dilemas tangibles. Algo dijimos al
respecto cuando desarrollamos la idea del imaginario. Dos elementos subyacen en
la cuestión y que le dan sustento a dicho formato:
En
primer lugar el desprecio sistemático (desde lo conceptual) que se tiene por el
error y en segunda instancia la enorme falacia que encierra considerar que toda
política que está en contra de nuestros intereses posee signos de corrupción.
Desde luego que ambos elementos no están incluidos dentro de los textos, a cara
lavada, de modo explícito, pero a poco de recorrer sus líneas vamos observando
la atmósfera sabuesa e inquisidora a la que intentan someternos.
En
el primero de los casos notamos que el error no forma parte del necesario
correlato que toda gestión administrativa encierra tal cual lo exhibe cualquier
actitud humana que en la vida corriente es dable de observar. El error es visto
con sospechosa intención y no como una posible instancia frente a una decisión
entre tantas de las que se toman dentro de un menú determinado. Error y fracaso
no son sinónimos, aunque se los suele presentar como tales a propósito de
aquella intencionalidad mencionada. Cuando se debatió y se aprobó la Ley de
Medios Audiovisuales muchos nos permitimos sostener que el proyecto era un
intento muy alentador para democratizar la palabra pero que al mismo tiempo era
un camino a perfeccionar y que dentro de ese camino nos íbamos a encontrar con
la necesidad de efectuar correcciones en la misma medida que nuevos dilemas
vieran la luz. Resulta de Perogrullo aclarar que todas las ciencias avanzan de
ese modo, y si lo hace la ciencia, cuántas razones existen para inquietarnos
ante un eventual correctivo a sobrellevar, el error humaniza y a ninguno de
estos analistas les interesa humanizar a la política. La falibilidad nunca es
rentable, aceptar que la perfección es una entelequia resulta poco menos que
descabellado para aquellos que prefieren recorrer los caminos de la sospecha.
Un error admite comprensión, encierra la inclusión de la buena fe como
estructura intelectual, presume y propone entendimiento, cuestiones humanistas
que ninguno de los editorialistas de los oligopolios están dispuesto a admitir
en función de su propia capacidad de suspicacia. Disociar la posibilidad del
error en el marco de las decisiones políticas tiene la cruel intención (notorio
acto de mala fe) de instalar que la perfección es posible, disyuntiva más
cercana al Hades que a la historia de la humanidad.
El
segundo tópico a observar es la recurrente simplificación intelectual que
tiende a teñir cualquier medida política no acorde con el ideario del
editorialista como un evento que encierra incisos de corrupción. Aquí la
sospecha, la conjetura, se presenta como argumento y no como lo que realmente
es: Una estructura crítica de carácter destructiva moldeada a las sombras de
intereses puntuales contrapuestos al camino tomado por el Ejecutivo. Recordar
los comentarios y análisis previos con relación a la estatización de los fondos
de pensión, a la asignación universal por hijo, a la modificación de la carta
orgánica del BCRA, a la nacionalización del 51% de YPF, a la tarjeta SUBE y hasta el mismo "Censo del miedo", entre decenas de
medidas que son ejemplificadoras y a la vez se nos presentan como cuestiones que
permiten ahorrar letras y renglones que provoquen lecturas redundantes.
De
modo que la sospecha como teoría, como estructura intelectual crítica, está
instalada a partir de la persistencia en la conceptualización de que la
política nada tiene de humano y en consecuencia el error no está incluido ni
como riesgo ni como posible eventualidad natural. Esta suerte de presión
conceptual se pretende volcar sin aduanas sobre las espaldas de los lectores, oyentes
y televidentes, que instalados delante los medios no tienen más opciones que
aceptar por repetición esas nefastas reglas de juego. No existe acto político
que sea motivado por la buena fe, se impone el discurso dominante, de modo que “el
son todos chorros” es vomitado casi instintivamente sin tolerar siquiera algún
tipo de argumento explicativo que detalle puntuales cuestiones a atender.
Justamente la responsabilidad política nada tiene que ver con la
responsabilidad penal, y esto, aunque parezca mentira, es necesario subrayarlo.
La responsabilidad política es una avenida de doble vía en donde mandatarios y
mandantes comprenden que el error y el acierto constituyen las caras de una
misma moneda, dilemas que se dirimen democráticamente en cada acto electoral.
Ser temerosos del error paraliza automáticamente al campo de las decisiones, y
por ende a la política, debido a que cualquier equivocación es sopesada
instintivamente bajo prismas demoníacos. Los que intentan imponer este modelo
son aquellos que desean paralizarnos instalando la idea de una sociedad en
donde el móvil inquisidor sea conducido discrecionalmente por los cancerberos
del poder real.
Cuando en política se sostiene y se afirma una hipótesis
falsa, esa sospecha deja de serlo para transformarse en calumnia o injuria, y
en el peor de los casos en una acusación fraudulenta. Las dictaduras suelen
juzgar sospechas, les encanta el ruido de la guillotina cuando cae sobre el
cuello de un supuesto, del por las dudas, de aquel que "en algo
andaba"... No es de extrañar que este simio fascista de Fernando Iglesias,
Diputado solo posible de entender en tanto la psicopatía inclusiva de la UCR Cambiemos,
vierta tan imbécil y perverso razonamiento. No existe nada peor para una sociedad democrática que aspira a vivir de manera civilizada y en paz que ese
permanente estado de sospecha, todos somos culpables y debemos demostrar lo
contrario debido a que pertenecemos a un grupo social y político determinado.
Ni siquiera la dictadura le dio rango institucional a la sospecha. A este mico
el traje de nazi le queda chico...
* Nota Editorial NDC
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