La
estupidez contagiosa I
por
Rafael Núñez Florencio
«A
la estupidez, que no conoce límites, sólo cabe combatirla, por muy desigual que
resulte la lucha y mucha sea la pereza que nos venza»: esta es la primera frase
que se encontrará el lector en la contraportada de un librito de Ricardo Moreno
Castillo titulado Breve tratado sobre la estupidez humana (con prólogo de
Francesc de Carreras). Me ha salido escribir así, a bote pronto y con
familiaridad, un librito, aunque técnicamente tendría que haber dicho un
opúsculo (formato de bolsillo, letra grande y poco más de cien páginas de
texto), primorosamente editado, como es costumbre, por Fórcola en la colección
Singladuras. Podría ser perfectamente el texto de una buena conferencia, no ya
sólo por la extensión, sino por el propio tono del discurso, ameno y agudo,
pero nada petulante ni cansino. Puedo levantar acta de que se devora con
fruición en menos de una hora. En cuanto ejemplar físico, lo primero que atrae
del pequeño volumen es una elegante portada que reproduce parcialmente el
simbólico cuadro del Bosco Extracción de la piedra de la locura, que en los
créditos han sustituido, en consonancia con el tema tratado, por piedra de la
estupidez. ¡Ay, si fuera tan fácil erradicar el mal de la estupidez, si
sólo fuera menester una extracción de las características dibujadas por el
genial pintor holandés!
Fíjense
en una cosa: la ilustración de la portada y la frase con que empezaba este
comentario están en abierta confrontación. Me interesa destacarlo desde el
principio porque, como verán enseguida, constituye la base de mi discurso. ¡Ay ‒he
dicho‒,
si la estupidez se extirpara como un forúnculo o, incluso, como un tumor! Esto
comportaría como mínimo dos consecuencias: la primera, la más obvia, que la
estupidez podría detectarse objetivamente como cualquier enfermedad o dolencia
biológica; la segunda, y más importante, que la intervención quirúrgica abriría
las puertas a la curación, quizá no en todos los casos, pero sí en un
considerable número de ellos. Sobre lo primero ya nos advertía un filósofo,
Mauricio Ferraris, en una obra comentada en este mismo rincón, La imbecilidad es cosa seria: «los locos son pocos y, en
general, reconocibles. Los tontos son muchos y están bien mimetizados y
dispersos en el medio». Dicho de otra manera, hay tontos a los que se les ve
venir a la legua (el típico tonto del haba o tontolaba), pero estos son minoría
–siendo muchos, desde luego‒ y
relativamente poco peligrosos. El grueso de los estúpidos no son tan fáciles de
detectar por dos motivos: porque la estupidez adopta formas sibilinas (es
decir, que muchas veces, si no estamos atentos, no la descubrimos a tiempo) y,
sobre todo, lo que es más decisivo, que estos estúpidos, la especie que más
abunda, no tienen dedicación exclusiva, esto es, no lo son a tiempo completo.
Al contrario, pueden conducirse de modo inteligente en según qué casos y aspectos.
Luego volveremos a esta cuestión de la reversibilidad desde otro punto de
vista.
Déjenme
ahora que diga algo sobre la segunda consecuencia que enuncié antes: la de algo
así como una sanación de la imbecilidad tras una suerte de intervención desde
fuera. El equivalente a la metáfora de la operación podría ser una seria
advertencia, una amonestación, una sanción incluso. Pero como ya adelanté, y es
obvio, no hay nada de esto. Por el contrario, la estupidez, a lo que más se
parece desde el punto de vista biológico, es a un cáncer con metástasis.
Sajamos aquí... ¡y zas!, sale por este otro lado, o se reproduce en el mismo
sitio. No quiero dármelas de muy perspicaz. Confieso que no descubro con ello
nada nuevo, pues sólo transito la senda de la sabiduría popular que señala al
hombre como único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. El refrán,
en todo caso, peca de optimismo, porque en vez de dos debía decir cien, que se
aproxima mucho más a la realidad, como todos sabemos por experiencia. Ya que
estamos con las metáforas biológicas, habría que precisar más: la capacidad de
resistencia de la estupidez y su facilidad para reproducirse la asemejan más
que a ninguna otra cosa a los virus o, mejor dicho, a las enfermedades víricas.
La informática ha dado un nuevo impulso al concepto de virus. Para completar el
panorama del mundo que vivimos, tendríamos que hablar de los tres grandes tipos
de virus de nuestro tiempo: los virus que nos hacen enfermar, los virus que
destruyen la información de nuestros ordenadores y el todopoderoso virus de la
estupidez. De los tres, este es el más letal por una sencilla razón: a los
otros, mal que bien, se les combate con medidas más o menos eficaces; para el
último no se ha descubierto remedio verdaderamente eficaz. Quienes me sigan de
modo habitual en este blog y también quizás aquellos que lo hagan de modo
esporádico, saben de mi interés por el tema de la estupidez, al que he dedicado
extensos artículos, bien aludiendo a ella en sentido estricto, de la mano del
maestro Carlo Cipolla (De la estupidez), bien atendiendo a algunas de sus variantes (Filosofía de la imbecilidad). Lo digo, más que nada, para
advertir que muchas de las omisiones que pudiera detectar el lector atento no
son tales, sino planteamientos que fueron expuestos en ocasiones anteriores y
que ahora trato de evitar para no repetirme. Lo que voy a hacer también en este
caso es ir de la mano de Ricardo Moreno, tomando algunas de sus sugerencias,
aunque eso sí, insertándolas en un contexto algo diferente al suyo. No
pretendo, como antes advertí, ser muy original. Me conformo con que reconozcan
exactitud o justeza en el panorama general que me dispongo a trazar. En fin,
para no darle más vueltas al asunto e ir directamente al grano, quiero
sintetizar las tres grandes razones que me llevan a interesarme/preocuparme por
la estupidez.
¡Estamos
rodeados! Es decir, no se trata de un mensaje de socorro tipo «¡Houston,
tenemos un problema!», sino de algo peor, mucho peor, incomparablemente peor.
Esta es la primera razón. Miren a su alrededor. Da igual que miren por la
ventana, hacia la calle, que miren en la cajatonta (ya el nombre lo
dice todo) o que se entretengan navegando por Internet. Da igual si hablamos
del ámbito familiar, de la esfera laboral, de los medios de comunicación o del
tinglado político. Si me llaman paranoico, ustedes tienen dos problemas, porque
aún no se han dado cuenta de la magnitud del combate. Recuerden la frase con
que abría esta reflexión: la estupidez no conoce límites. Decía Marx que la
lucha de clases era el motor de la historia. Estoy con Ricardo Moreno cuando
hace una enmienda a la totalidad: «El motor de la historia es la estupidez y
sus derivadas (la hipocresía, la intolerancia, el fanatismo, la ambición
desmedida...)» Con un agravante que él mismo consigna a continuación: «La
estupidez carece de leyes y de normas». Eso la hace mucho más peligrosa que la
maldad. La estupidez es mucho más difícil de combatir, porque es imprevisible.
Y, por si fuera poco, los inteligentes tienden a subestimar su potencial, como
ya denunciaba Cipolla. Es por ello muy importante grabarse como un principio
fundamental la llamada ley de Hanlon: no debe atribuirse a la maldad cualquier
comportamiento que pueda ser explicado por simple estupidez.
¿Somos
más tontos ahora que en el pasado? No, más bien al contrario. Bueno, me
explico, no es que seamos más inteligentes que, pongo por caso, hace un par de
siglos, sino que tenemos a nuestra disposición una serie de avances y recursos que
nos permiten contemplar la realidad desde una perspectiva ventajosa. ¡El
progreso existe! ¡Incluso desde una perspectiva moral! Moreno pone unos cuantos
ejemplos con los que no puedo estar más de acuerdo: hoy nadie mínimamente
cuerdo –ni siquiera la mayor parte de los locos‒
defiende que un hombre pueda esclavizar a otro, ni discute que hombres y
mujeres tenemos los mismos derechos, ni prefiere la magia o la superstición al
conocimiento científico. La paradoja es que este proceso de conquistas no sólo
no ha conseguido erradicar la estupidez inherente al ser humano, sino que, por
el contrario, la ha hecho más visible, y hasta yo diría más agobiante. La razón
es fácil de explicar: vivimos en una sociedad del bienestar y bajo un Estado
benefactor que nos ha simplificado la vida. Ahora la mayor parte de las
personas no trabajan duramente de sol a sol para caer rendidos al llegar a
casa. Disponemos de mucho más tiempo libre y una serie de recursos impensables
hasta hace bien poco. Al ensancharse la capacidad de acción del ser humano –y
dado que abunda más la estupidez que la inteligencia por motivos obvios‒,
las posibilidades de materializar ideas estúpidas se multiplican de modo
ilimitado. Si Talleyrand se refería a la cantidad de idioteces políticas que se
habían evitado por falta de presupuesto, el revés de la sentencia es la viva
imagen de nuestra sociedad: no hay organismo público que se resista a sufragar
las ideas más peregrinas. En conclusión, «la estupidez está más subvencionada
que nunca». La última de las tres razones a que antes aludía es el corolario
inevitable de las dos anteriores. Dado que, en mi opinión, es la principal, no
debe extrañar que antes la mencionara, y no sólo eso, sino que figure de forma
destacada en el frontispicio de estas líneas: sí, la estupidez se contagia.
También en este caso la razón de ello puede explicarse de modo sencillo, con el
añadido de que es igualmente fácil de confirmar con la experiencia de cada
cual. Vivimos en una sociedad de farfolla y apariencia. La improvisación, la
novedad, la moda o la satisfacción inmediata cotizan mucho más que cualquiera
de sus opuestos, y no digamos ya si nos remitimos a valores clásicos, que hoy
calificaríamos directamente de obsoletos: esfuerzo, paciencia, madurez o
estudio. En realidad, en la llamada posmodernidad o sociedad líquida, más que
ideas, hay ocurrencias. Y entre estas últimas, la más rutilante es la que
triunfa. Sí, puede que sea sólo una victoria a corto plazo. ¿Y qué? Lo más
probable es que sea sustituida por otra del mismo calado, tan estúpida como
ella. Así se alimenta el sistema en todos sus aspectos: en la política, la
economía y hasta en la cultura. Echen un vistazo a cualquiera de los
indicadores. ¿Qué es lo que más vende? ¿Qué o quiénes consiguen el éxito? ¿Qué
ofrecen los medios de comunicación? ¿Qué gobernantes ganan las elecciones? Como
los humanos somos miméticos por definición, la copia de esas actitudes y
comportamientos se dispara hasta convertirse en el rasgo distintivo de la época
que vivimos. Evidentemente, todo ello opera sobre un sustrato que Moreno
enfatiza con razón y que ustedes, que no son nada tontos, ya habrán adivinado:
mientras la inteligencia es limitada, la estupidez no conoce fronteras. Hay en
esa afirmación un matiz que a mí me parece especialmente significativo:
mientras que nadie, ni siquiera el más sabio, está libre de cometer tonterías,
el estúpido puede serlo de modo integral las veinticuatro horas del día a lo
largo de toda su existencia. Concedamos que este extremo no constituya la norma,
pero, aun así, nadie puede cuestionar que es más fácil siempre comportarse de
un modo estúpido que inteligente. El atolondramiento, la imprevisión o la
simple ignorancia, materiales usuales de la imbecilidad, están al alcance de
cualquiera, mientras que la reflexión o el conocimiento son bastante más
difíciles de conseguir. Si han seguido los pasos descritos hasta ahora, no se
sorprenderán lo más mínimo si sostengo que la estupidez termina alimentándose a
sí misma en un círculo vicioso que es difícil, por no decir casi imposible, de
romper. En el libro se ponen múltiples ejemplos de esta dinámica. Mencionaré
tan solo uno, la del lenguaje inclusivo, políticamente correcto, que Moreno
desmonta con gracia y precisión. Y para mostrar la impostura de dicha moda,
llama la atención sobre el hecho de que no se aplique a los adjetivos
peyorativos: ningún líder político dice que deben ir a la cárcel los corruptos
y las corruptas, del mismo modo que cuando se dice que aquí no cabe un tonto
más, «nadie interpreta que a una tonta si se le podría hacer sitio si nos
apretásemos todos un poco». En una sociedad consumista que intenta seducirnos
mediante el halago, la imbecilidad no sólo se corrige, sino que se fomenta y se
jalea. Al fin y al cabo, se trata de eso, de fomentar la conducta irreflexiva
del consumidor. Es lo que se ha llamado infantilización de la sociedad, es
decir, universalización de la conducta tontuela. Hablamos de unas actitudes que
se extienden en todas las direcciones posibles. En la política, por ejemplo,
hemos terminado por asumir un principio letal para la democracia, como es que
no pueden ganarse las elecciones diciendo la verdad y sí, en cambio, haciendo
promesas imposibles, es decir, estúpidas. Por el contrario, la democratización
se ha entendido –interesadamente, claro‒
del modo más rastrero, como un igualitarismo a ultranza que comporta el repudio
a los mejores y la entronización de la ley del mínimo esfuerzo. Dice Moreno,
con toda la razón del mundo, que en el dilema igualdad/libertad, el estúpido siempre
optará por la primera, porque con la segunda no sabe qué hacer y, aunque lo
supiera, siempre se encontraría en desventaja con el inteligente que sabe sacar
más partido de ella. No hay tonto bueno, decía Unamuno. La frase choca con la
estimación popular, que distingue claramente tontería de maldad y que contiene
un debate muy interesante que no sería oportuno abrir aquí. Aunque a Moreno le
parece en principio demasiado categórica la cita unamuniana, desemboca
finalmente en una posición similar. Pero, desde mi punto de vista, mientras
resulta indiscutible que «la estupidez no es incompatible con la maldad», no
está tan claro que «el mal siempre es estúpido» y «la estupidez casi siempre es
malvada». La identificación absoluta de mal y estupidez sólo se sostiene desde
el intelectualismo moral clásico, de raíz socrática («nadie hace mal a
sabiendas»), pero lo cierto es que nuestro tiempo ha abierto tanto el abanico
de la estupidez que da para tontos de todos los colores. Lo que pasa es que
Moreno pone el énfasis en el tonto militante, ese que siente la llamada más o
menos sincera por salvar a la humanidad o, simplemente, al cachito de humanidad
que tiene al lado: sus conciudadanos. En realidad, la mayor parte de su
discurso viene a ser un alegato (en defensa propia) contra este espécimen que
adopta las más diversas formas: líder carismático, dirigente providencial,
nacionalista, terrorista, ecologista, feminista. No trata de meterlos a todos
en el mismo saco, porque no todos hacen las mismas barbaridades, pero tampoco
trata de ocultar el basamento que comparten: una aspiración redentora que al
final, por su estupidez, termina dejando el mundo peor de lo que estaba. Y es
que a la postre, la filosofía de Ricardo Moreno, que comparto plenamente, no
viene a ser otra cosa que una pequeña exégesis del famoso apotegma de Pascal:
todas las desgracias del hombre proceden de una sola cosa, su incapacidad para
quedarse tranquilo en una habitación. El estúpido es el primero que es incapaz,
por una sencilla razón: se aburre. Las consecuencias pueden ser tremendas: para
salvarse a sí mismo, el idiota busca la coartada de salvar al mundo y, cuanto
más idiota, más proclive es a emplear métodos expeditivos, incluyendo el
asesinato de sus semejantes. No es menos malo quien mata por una idea que quien
mata por cinco euros. Pero tampoco es más listo. Es verdad que la inmensa
mayoría de los estúpidos no llega tan lejos. Se acomodan en su reducto de
narcisismo e ignorancia, en un solipsismo infantil que antes era privativo de
los menores y hoy se extiende hasta quienes llegan a centenarios. No en balde
se ha dicho que vivimos en una sociedad de perpetua minoría de edad, que es
como decir alelados. Como los niños, los ciudadanos del Estado del bienestar
nos creemos con todos los derechos. Y, también como los niños, descubrimos a
cada paso mediterráneos sin reparar, dada nuestra ignorancia, en que no hay
tontería, por gorda que sea, que no haya sido dicha antes. Descrita la
situación, déjenme que vuelva al principio, porque ahora se entenderá mejor la
magnitud de la batalla: la lucha contra la estupidez es agotadora, pero, sobre
todo, muy desigual. La estupidez, como se dijo, es ilimitada, pero, lo que es
más importante, suele ser también refractaria a los recursos de la
racionalidad. En el libro se recuerda la justa advertencia de Mark Twain: «Nunca
discutas con un estúpido. Te hará descender a su nivel y ahí te gana por
experiencia». Con todo, el humorista norteamericano se queda corto, porque el
estúpido no sólo gana, sino que te contagia. Recuerden: la estupidez es como la
gripe. Ninguno estamos a salvo.
La
estupidez es contagiosa II (Política)
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Supongo
o, mejor dicho, estoy seguro de que se darían cuenta de mis esfuerzos por no
entrar en el terreno directamente político al desarrollar algunos de los
temas que contiene el Breve tratado sobre la estupidez humana, que
comenté el otro día. Y eso que a su autor, Ricardo Moreno Castillo, le anima
un claro propósito de esa índole, unas veces implícito y otras, las más, bien
explícito. En gran medida porque considera –creo que con toda la razón del
mundo‒
que la mayor parte de la estupidez del mundo en que vivimos procede de toda
esa serie de cantamañanas que han reflexionado dos segundos y han decidido
que el mundo está mal hecho y ellos son los llamados a enderezarlo. Moreno
pone múltiples ejemplos de tales especímenes: así, esos ecologistas radicales
que hablan de hacer justicia a la Madre Tierra o que, reconvertidos al
animalismo, hablan del derecho de una especie a ser salvaguardada, sin
reparar en que el derecho es una herramienta creada por el hombre que sólo
tiene sentido en la sociedad humana. Por otro lado, la conjunción del
pedagogismo moderno con el feminismo provoca vaharadas tóxicas, como esas
cruzadas para eliminar de la escuela a todos los autores «machistas»,
empezando, por ejemplo, con Platón y Aristóteles.
¿Y
qué decir de esos mal llamados intelectuales (subvencionados, claro, como los
anteriores) que proponen un Diccionario español-andaluz o una Gramática
del lenguaje no sexista? Sin contar los botarates que queman la Constitución,
actividad bastante más sencilla que argumentar una alternativa viable, y no
digamos ya que escribir otra mejor. Poniéndose un pelín más serio, sostiene
el autor que si «tuviéramos presentes los estragos que ha causado el
nacionalismo nadie reiría las gracias a los nacionalistas», o si tuviéramos
una auténtica «memoria histórica, sabríamos cuántas situaciones políticas que
parecían sólidas y estables se fueron al garete de la noche a la mañana por
culpa de unos pocos descerebrados». Son todos ellos tontos por dos grandes
motivos: uno, porque no son conscientes de sus propias limitaciones; el
segundo, por su ignorancia en su más amplio sentido, es decir, porque creen,
en su adanismo, que el mundo poco más o menos ha empezado con ellos.
Desconocen la historia, el pasado y los errores que nos han llevado hasta
aquí y que se supone deberíamos evitar en adelante. Por no saber, ignoran
hasta que las tonterías que se les ocurren ya se les han ocurrido antes que a
ellos a otros muchos, con resultados igual de desastrosos a los que sucederán
cuando ellos las repitan.
En La tiranía de los imbéciles, Carlos Prallong
adopta una perspectiva diferente, pero claramente complementaria. Su enfoque
no es ya, como el anterior, predominantemente político, sino que es político
de modo exclusivo. De hecho, su libro puede leerse como un alegato o incluso
un panfleto contra la corrección política al uso, entendida como la apoteosis
de la imbecilidad. Ahora es, pues, ya el momento para canalizar sin
cortapisas la reflexión sobre la estupidez en este ámbito. De hecho, es el
único posible a partir de la constatación que adopta Prallong como premisa o
punto de partida: en esta sociedad, «a usted se le considera imbécil». En
principio, no estamos diciendo que lo sea o no. La cuestión es otra: se nos
trata como a imbéciles. ¿Nos damos cuenta de ello y hasta qué punto es así?
Prallong no está muy seguro. Al contrario, reconoce desde el arranque de su
libro que «la particularidad más característica» de esta tiranía es que «el
propio tirano no es consciente de su condición».
Pero
vayamos por partes. El uso del concepto de tiranía puede resultar ambiguo en
este contexto. Al hablar de la tiranía de los imbéciles puede entenderse que
se califica de este modo, es decir, como imbéciles, a quienes ejercen el
poder. La verdad es que, observando a algunos, no sé si muchos, de los
dirigentes del actual escenario internacional, nadie podría descartar en
principio esta opción. Seguro que usted y yo nos sentimos más que tentados de
calificar de imbéciles a algunos de los más prominentes políticos del mundo
contemporáneo. Pero no es ese el sentido primordial que guía a nuestro autor.
La segunda opción podría asimilar el concepto de imbéciles a los gobernados:
unos listillos (los de arriba) nos gobiernan como a imbéciles, a pesar de que
estamos en democracia, o quizá paradójicamente por eso mismo. Creyendo vivir
en un mundo de libertades, estamos teledirigidos. Esta acepción de la tiranía
de la imbecilidad se aproxima bastante a lo que el libro mantiene, pero no es
todavía del todo exacta. «En realidad –escribe Prallong‒,
se trata de algo infinitamente superior», pues «incluso la clase política que
padecemos no es causa sino consecuencia del verdadero problema». En
definitiva, tan imbécil es el que gobierna como el gobernado. Como vivimos en
una democracia, a medio o largo plazo, se produce una confluencia entre el
poder y los ciudadanos. Por decirlo en términos rotundos: imbéciles somos
todos, no tanto porque en el fondo lo seamos realmente, sino en cuanto que
estamos impelidos a comportarnos como tales. De ahí que se hable de tiranía.
Y «la tiranía de los imbéciles somos nosotros» (p. 210).
Puestas
así las cosas, me permitirán que vuelva a la idea motriz de esta reflexión:
la estupidez es contagiosa. En La tiranía de los imbéciles no se
llega a hacer en ningún momento explícito este planteamiento, pero es obvio
que está en la base de todo. Prallong suministra una serie de poderosas
razones que permiten entender muy bien esa capacidad de contagio y que, en el
fondo, se resumen en una sola: es mucho más fácil y cómodo ser estúpido que
su contrario. Yo no sé si la vida es en sí misma complicada o, como dicen
otros, somos nosotros, los seres humanos, quienes nos la complicamos. Al
final, es lo mismo, o casi. Lo cierto es que, como ha estado martilleándonos
la filosofía desde el período grecorromano y luego en la etapa reciente, con
Heidegger y Sartre, la libertad puede ser un don, un privilegio, pero también
una carga difícil de asumir. El imbécil renuncia con gusto a la libertad con
tal de que lo liberen de la responsabilidad subsiguiente. Muerto el perro, se
acabó la rabia. El imbécil delega en los demás, en la sociedad, en el Estado.
Así se libera de la culpa. La culpa, como habrán oído muchas veces, es
siempre de los otros o externa a él: es culpa de la educación recibida, de la
familia disfuncional, de las malas influencias, del entorno degradado, de
consejos erróneos, de presiones abusivas o hasta de pulsiones irreprimibles.
La
reglamentación es el seguro de vida del imbécil. El estúpido exige normas
para todo. Así no tiene que plantearse nada. Sólo tiene que cumplirlas. Si
algo sale mal, que a él no le reclamen: se limitó a cumplir la norma. En todo
caso, será él quien reclamará si la norma no ha dado el resultado apetecido.
Por eso en la sociedad actual hay reglas y pautas para todo, hasta para las
cosas más obvias. Y de la misma manera que se nos indica a cada paso lo que
debemos hacer, se elaboran listas cada vez más pormenorizadas de lo que nos
está vedado. A menudo, todo ello, tanto lo autorizado como lo prohibido, en
el campo de la más pura obviedad, pues no se apela tanto al raciocinio como
al mero cumplimiento. En los paneles electrónicos de las carreteras españolas
es frecuente ver en pleno verano advertencias acerca del riesgo de provocar
fuego si se tiran colillas encendidas. Debe de haber mucha gente que no es
consciente de ello y, por tanto, a todos se nos mide por el mismo rasero, es
decir, se nos trata como imbéciles o, en el mejor de los casos, como menores
de edad. Rizando el rizo, y dado que la advertencia no debe ser suficiente,
se nos amenaza con sanciones: «Tirar colillas, cuatro puntos». No es que nos
den cuatro puntos por tirar colillas, como ha redactado incorrectamente el
imbécil de turno, sino que nos quitan cuatro puntos del carné de conducir si
nos pillan tirándolas. Así que la autoridad supone que usted se cuidará muy
mucho de tirar colillas, no porque pueda provocar un incendio pavoroso con
destrucción a mansalva y desgracias personales (y hasta víctimas mortales),
sino porque ¡van a quitarle cuatro puntos de su preciado carné!
En
alguna ocasión anterior he mencionado esas advertencias absurdas que parecen
sacadas de un sketch de Tip y Coll o de un monólogo de Gila y que,
en todo caso, deberían figurar en el cuadro de honor de un renovadoCeltiberia
Show de Luis Carandell, sólo que ampliado al planeta en su conjunto,
porque en este asunto de la estupidez no hay fronteras: nunca fue más cierto
que en todas partes cuecen habas. La competencia para llegar a ser el más
tonto es feroz. A algunos les pasa como a un conocido intelectual español –no
diré el nombre por caridad‒ que se
agarró un cabreo monumental porque quedó segundo en un concurso acerca de la
mayor estupidez del año. Consideraba el sujeto en cuestión que alguien le
birló injustamente el premio. Pero, volviendo a lo que antes decía acerca de
indicaciones insensatas, tengo recopiladas algunas perlas. Así, un cartel en
una zona de picnic diciendo «No haga fuego, puede quemarse». Una indicación
al borde de una piscina: «No intente respirar debajo del agua» y otra
distinta que advierte: «No se tire a la piscina sin agua». «Este balcón no es
un trampolín» (esto debe ser para los descerebrados del balconing). Un
letrero en un paso de peatones: «Mire antes de cruzar». Un anuncio muy
descriptivo: «Hay hielo frío». Un cartel sobre las vías férreas: «¡Cuidado!
Puede pillarle un tren». Quien redactó esta prohibición no quería dejar
ningún cabo suelto: «Prohibido el paso. Si no sabe leer, pregunte antes». En
una reserva de animales salvajes: «No salga del vehículo. Puede ser atacado
por las fieras» y, aun así, hay gente que sale y, en efecto, ¡qué curioso!,
resulta atacada por las fieras.
Les
prometo que no estoy inventándome nada. Ustedes mismos, en más de una
ocasión, habrán tenido que rellenar un formulario de entrada en un país
extranjero, contestando que no tienen intención de matar al presidente de ese
país ni llevan consigo, junto al equipaje de mano, pistolas, fusiles,
granadas y otros explosivos. Y todo ello con la mayor seriedad, por supuesto.
Les contaré una mínima anécdota personal. Al realizar los trámites para
viajar a Israel, un funcionario de ese país me preguntó, antes de sellarme el
visado, mi opinión sobre los judíos. Me salió la vena humorística y le
contesté que sería mejor pedir un café con leche y un pincho de tortilla y
ponernos cómodos, porque la entrevista iba para largo. Enseguida me di cuenta
por su mirada de pocos amigos de que lo del humor judío era un tópico
bastante infundado.
Es
verdad que el turista clásico de grupo organizado, el que pretende conocer
siete países distintos en una semana, el de «si hoy es martes, esto es
Bélgica», ha constituido desde siempre el epítome de la estupidez. Parecía
difícil superar esa estampa de señor de mediana edad con gorrito rojo, camisa
floreada, pantalones cortos y sandalias con calcetines blancos. Pero otro de
los problemas de la estupidez, amén del citado contagio, es su crecimiento
exponencial: no hay situación estúpida, por excepcional que se repute, que no
sea susceptible de acrecentarse en todos los sentidos posibles. Mientras
redacto estas líneas, reparo en una noticia de la prensa de hoy mismo. Un
titular que dice con absoluta seriedad: «Muerte por selfie: 259 fallecidos en los últimos años
buscando la foto ideal». Fíjense: no uno, ni dos ni tres
descerebrados, ni una docena, ni veinte locos, sino ¡doscientos cincuenta y
nueve entre 2011 y 2017! Una cifra, además, que no alcanza a reflejar la
totalidad del fenómeno, porque, como el mismo artículo subraya, «el número
real de decesos puede ser mucho mayor», dado que muchos accidentes de ese
tipo se encubren piadosamente como imprecisas «imprudencias» y, además, junto
con los muertos, habría que contabilizar los múltiples heridos y
descalabrados al caer por barrancos, precipicios, acantilados o por otros
accidentes naturales buscando inmortalizar sus rostros en el encuadre
perfecto.
El
problema es que estas constataciones acerca de la amplitud del fenómeno de la
estupidez pueden convertirse, según el punto de vista que se adopte, en una
enmienda a la totalidad a las tesis de Carlos Prallong. A ver si me explico.
Su ensayo, La tiranía de los imbéciles, es una crítica a la situación
actual, entendida como una dictablanda de la estupidez. Bajo la
apariencia de sociedad libre («Hablar de sociedad libre ya es de por sí
bastante contradictorio», p. 164) se esconde, en realidad, el yugo de la
corrección política que cada vez limita más nuestras posibilidades y nos
aboca por las buenas o por las malas a hacer lo que se debe hacer.
En cualquier caso, nuestro margen de maniobra real para pensar y decidir por
nosotros mismos se estrecha cada vez más. Dije antes, siguiendo al autor, que
se nos trata como estúpidos y ahora añado que eso, a corto o largo plazo, nos
convierte realmente en estúpidos. Acuérdense de aquello de que anda como un
pato, nada como un pato, vuela como un pato. No le dé más vueltas: ¡es un
pato! De este modo, lo que en principio podía ser objetable, la tiranía de
los imbéciles, se convierte en necesidad. No hay alternativa: una sociedad de
imbéciles necesita ese dogal. La prueba es que se multiplican las normas para
satisfacer las demandas del ciudadano imbécil. Terminaremos poniendo carteles
al borde de los precipicios diciendo «Cuidado. No se haga selfies aquí
o terminará espachurrado doscientos metros más abajo». Y si queda un
precipicio sin señalizar y alguien se resbala, los familiares demandarán a
las autoridades por no poner un cartel advirtiendo del peligro.
Abocados
a una perpetua minoría de edad, impelidos a cumplir normas obtusas, tutelados
por un Estado omnipresente, como un padre posesivo, el ciudadano del Estado
del bienestar cada vez delega más en otros. Como quien va al médico y lo
único que debe hacer al salir de la consulta es cumplir a rajatabla la
prescripción. Pero, así las cosas, la crítica de Prallong corre el riesgo,
como he dicho antes, de quedar minada en su propia base. Me temo que yo soy
mucho más pesimista que el autor del libro. ¿De qué nos quejamos? ¿De que se
nos trate como imbéciles? Pero, ¿acaso no lo somos? Acuérdense de lo que
decía antes: la estupidez es contagiosa y se multiplica exponencialmente.
Individualmente considerados, no somos más estúpidos que hace un siglo, pero
desde el punto de vista colectivo hemos construido una sociedad que es el
colmo de la estupidez: nunca en la historia de la humanidad ha habido tantas
normas, tanto control, tanta manipulación. Los Steven Pinker de turno resaltarán
el lado positivo, como la disminución de la violencia o la mejora de los
estándares de vida, y no seré yo quien me obceque en negar los efectos
saludables. Pero, en términos globales, esa conquista social se ha logrado
primando la igualdad sobre la libertad. Y, como ya dijimos antes, en el
conflicto entre una y otra, el imbécil lo tendrá claro: siempre optará por la
primera sobre la segunda. Al clavo que sobresale, martillazo.
Cuando
se dicen o escriben estas cosas, hay que dejar claro enseguida que uno no
está en contra de la igualdad. Pero de la igualdad de partida, de la igualdad
de oportunidades para todos, no de la igualdad de llegada y a golpe de
decreto. Cita Prallong a Jean Daniel: «La igualdad sin libertad lleva a la
uniformidad y a la tiranía» (p. 153). El imbécil entiende la igualdad como
igualdad de principio a fin. Cuando encuentra diferencias, habla de
discriminación, y eso le parece intolerable. Si alguien destaca con su
esfuerzo o su inteligencia, hablará de elitismo y eso le resulta más
intolerable todavía. Al imbécil no le basta con que el Estado garantice un
mínimo común de formación, cultura e iniciativas para todos. Necesita la
prohibición de todo lo que destaque o sobresalga. Por poner un caso
emblemático, la adopción de esos principios por la pedagogía moderna ha
llevado al desastre actual de la enseñanza, y de ahí vienen buena parte de
los males. A los niños no puede satisfacérseles su sed de lectura a los
cuatro o cinco años, sino hasta la edad en que los pedabobos dictaminan.
Por descontado, cualquier premio a la excelencia está proscrito por
discriminatorio. El sobresaliente es una afrenta intolerable en esta
nivelación por lo bajo. Por la ley del mínimo esfuerzo, claro.
A
estas alturas, debe resultar diáfano que la democracia moderna es el reino
del imbécil. El paraíso de los derechos con el mínimo peaje de deberes. A
escala psicológica, como ya dijimos, el sistema democrático libera en buena
medida al imbécil de la pesada carga de la responsabilidad individual. El
estúpido está a sus anchas en ese caldo de cultivo de gregarismo, conformidad
y sumisión. ¿Dónde va Vicente? ¡Donde va la gente! En palabras de Prallong,
el imbécil camufla «su incapacidad para decidir, su desconocimiento de lo que
quiere, tras expresiones como “lo que se lleva”, “lo último”, “lo más”...
Incluso ha conseguido que la expresión “todo el mundo” sea entendida como un
indicador positivo» (p. 69). No es extraño, por ello, que el estúpido intente
diluir su perfil en un colectivo, porque inserto en él se siente más fuerte.
Y si ese colectivo logra articular su identidad (?) y sus demandas en tono
victimista, tendrá ya coartada para los objetivos más peregrinos. Las
minorías y colectivos que consiguen presentarse como discriminados exigirán
una reparación. Y si ya no están marginados, apelarán a los sufrimientos de
sus antepasados, con el fin de cobrar ahora los réditos. La mentalidad
victimista –que no suele coincidir con la víctima real‒
exigirá compensaciones y desagravios. Y el amparo del Estado por supuestas
ofensas. Nunca como antes la sociedad ha dado muestras de tener la piel tan
sensible, no ya para determinadas acciones, sino simplemente para acoger
algunos vocablos. La dictadura de lo políticamente correcto ha llevado al
lenguaje en el ámbito público a la estupidez más desembozada.
Termina
Prallong su libro, como era previsible, con un llamamiento al valor, a la
acción y la inteligencia para evitar lo peor, «la resignación determinista».
Propugna que nos hagamos «merecedores de algo mejor que la tiranía de los
imbéciles». Comprendo y comparto el requerimiento, aunque, por un lado, me
parece una batalla muy desigual y, por otro, me tienta la pereza. No
obstante, admito que algo habrá que hacer, pues, ciertamente, lamentarse sin
más sería una muestra indudable de estupidez. Al fin y al cabo, también esto
mismo que estamos haciendo ‒yo
escribiendo y usted leyendo‒ es un
pequeño paso para liberarnos de esa tiranía.
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Fuente:
RDL - Revista de Libros
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