El
neoliberalismo no es un “clima de época”, sino un modo de hacer sociedad
Por Pegues para Rosario/12
PEGUES:
Programa de Estudios sobre Gubernamentalidad y Estado). Fac. Ciencia Política y RRII/ UNR,
foucaultiate@gmail.com
La tradición
foucaultiana diría que hay una serie, la frankfurtiana que hay una
constelación. El caso es que no son episodios aislados: entre la caminata
sacrificial del niño que recorre 10 km diarios para ir a la escuela, pasando
por el heroísmo de las niñas obligadas a ser madres, hasta la decencia de los
que viven de la basura, lo que fluye y anuda no es un contexto, sino un ethos
particular. Porque el neoliberalismo no es un “clima de época”, sino un modo de
hacer sociedad. Un modo que nos empuja a convertirnos en individuos activos y
responsables, sometidos a la exigencia generalizada de esforzarnos y fortalecer
nuestra voluntad, sobreponernos a las adversidades y adaptarnos a los
incesantes cambios que impone el mercado, forjando un espíritu emprendedor. Un
modo que sostiene sus estándares de éxito y prosperidad como algoritmo, que
diferencia y jerarquiza qué vidas serán consideradas como “vivibles”, una
producción cuyo resto diferencial es la eyección serializada de vidas
imposibles de ser cifradas, vidas residuales y desechables.
La emoción con la que
se nos invita a percibir a un niño que logra terminar la escuela primaria tras
largas horas de caminata, la exaltación de la decencia que se busca inscribir
en aquel que come de la basura, no son más que maquinaciones de este ethos:
hacer visibles a la mirada gentrificada del burgos de clase media-baja, la vida
mórbida que encarna la fragilidad de los límites de vivir “al filo de la
navaja”. Vidas imposibles para las
cuadrículas del Estado, vidas que insisten en estar vivas en la única realidad
posible y, sin protestar, se sobreponen en esas situaciones; intemperies que
deberían estar cubiertas por el Estado, quedan arrojadas al plus de esfuerzo
personal que requiere el ethos. En otras palabras: son personas que se
sacrifican.
En este paisaje no
hay, strictu sensu, ruptura del lazo social, sino un tipo específico de ligazón
con el otro reducido a una otredad irreconocible; matrizado por las relaciones
de competencia y liberalismo de las subjetividades empresariales, cuya
prosperidad se sostiene bajo la amenaza viviente de caer en vidas no-vivibles.
A mediados del 1800,
la Asistencia Pública de la Capital Federal ya distinguía entre pobres de
solemnidad y pobres a secas, siendo el atributo central de los primeros
justamente la vergüenza: merecía asistencia no sólo quien no se revelaba contra
su condición de pobre, sino quien la vivía con culpa, con pudor. El autor de la
nota de Clarìn sugestivamente titulada “La decencia de los que buscan en la
basura” dice que siente “vergüenza ajena” y que no puede sostener la mirada
frente a lo que denomina, sin eufemismos, “el abominable hombre de la mugre”.
No siente empatía ni responsabilidad, ni siquiera compasión: el monstruo le da
vergüenza. Y en lo que parece ser un claro ejercicio de renegación de lo real,
bautiza con la mayor decencia a las vidas que comen de la basura, las que están
en situación de calle o las que vienen del inframundo.
Al
parecer, esta distinción entre buen y mal pobre, como lo demuestra la serie o
constelación referida al comienzo, no cesa de actualizarse. Sólo que hoy
aparece sobre un sustrato particular, en un presente regional y nacional que
dobla la apuesta por extinguir todo vestigio de disidencia y rebeldía. Algunes
autores han caracterizado nuestra contemporaneidad como “capitalismo de
desastre” (Naomi Klein) o de “depredación” (Saskia Sassen), para subrayar su
carácter aniquilador y expulsivo. Bertrand Ogilvie (1995) complejiza este
escenario señalando que dicho carácter expulsivo, junto a un fuerte componente
de crueldad, configura a su paso “poblaciones chatarra”, designación terrible
que ejemplifica las formas directas e indirectas de exterminio que consisten en
“librar a su suerte” a las poblaciones excedentes del mercado mundial. Y aquelles
que no quieran correr esa suerte, deberán desplegar su encanto sacrificial,
respaldades por quienes alientan y ensalzan esos sacrificios, colocándoles en
la repisa cual trofeos.
Las poblaciones
chatarras muestran, ponen en cuestión, la naturalidad del orden social normal,
en ese sentido producen una pregunta sobre lo que es deseable o no dentro de
una sociedad. Al mismo tiempo, estas formas de existencia monstruosa, rara e
inviables se tornan regulares, al punto de estar “familiarizado con la
miseria”, tal como expresa el conmovido autor de la nota. Georges Canguilhem y
Michel Foucault nos invitan a pensar “lo monstruoso” como aquello que se ubica
por fuera del par de opuestos normal/patológico, lo cual no es mórbido pero
tampoco es normal y, por lo tanto, su integración sólo es diferencial. En ese
sentido, “el abominable hombre del contenedor” no es igual a nosotres pero
tampoco es tan diferente, ya que nos empuja a pensar que podríamos haber tenido
“la desgracia de haber caído tan pero tan bajo” y habernos convertido en
monstruos.
Lo específico y
deleznable de nuestro tiempo es que, frente a la interpelación que suscita ese
monstruo, el sujeto neoliberal no recurre a una intervención organizada sino
que lo considera un imposible, renuncia a la solidaridad con las escenas que lo
inquietan día a día. Su individualismo lo lleva a “apretar los labios, lamentar
la situación y seguir de largo”. Aquello que lo incomoda se le representa como
inmodificable, produciendo un repliegue sobre sí, que lo impulsa a permanecer
en sus propios asuntos. Se comprende que la pantalla de celular aparezca como
salvadora.
En La nueva lucha de clases (2016),
Slavoj Zizek reproduce una extensa cita de Oscar Wilde: “En el hombre resulta
mucho más fácil suscitar emociones que inteligencia (…) Los hombres se
encuentran rodeados de una horrenda pobreza, de una atroz fealdad y de una
repulsiva miseria. Es inevitable que se dejen conmover por todo eso. En
consecuencia, no es de extrañar que los hombres, con unas intenciones
admirables pero erróneas, se dediquen muy seriamente, y también muy
sentimentalmente, a la tarea de remediar los males que ven a su alrededor
[pero] sus remedios forman parte integrante de la enfermedad. Por ejemplo,
intentan solventar el problema de la pobreza manteniendo vivos a los pobres; o
si no, divirtiendo a los pobres. Pero esto no es ninguna solución: tan sólo
sirve para agravar el problema. El único objetivo justo ha de ser construir la
sociedad sobre una base tal que la pobreza sea imposible”.
La
moraleja que podemos extraer de esta provocación de Wilde es fácil de enunciar
y difícil de encarnar: no sólo no basta con el altruismo, la conmiseración, la
lástima, sino que esos mismos gestos contribuyen a consolidar y fijar la
situación que se supone pretenden denunciar. Es decir, no se trata de que
seamos más sensibles, más conmovibles, o de que nos pongamos en el lugar del
otre, sino de que nos afectemos en un proyecto colectivo que nos mueva hacia
una otra sociedad, un otro mundo donde “la pobreza sea imposible”. En
definitiva: la salida no es humanista, sino política.
¿Sabrá el avergonzado autor de la nota que ese ser
abominable, ese monstruo que busca alimento para él y su familia entre los
desechos, entre alimentos descompuestos y caca de perro (porque ¡ay sí, somos
civilizades, levantamos la caca de nuestras mascotas!), entre vidrios, latas,
papel higiénico, telgopor, agujas, fósforos, algodón (excepto, eso sí, cuando
reciclamos y se lo ponemos más fácil); sabrá que esa persona, y miles más, y
cada vez más, salen todos los días a revolver la basura con el sólo propósito
de subsistir; no por decencia sino por desesperación? ¿De qué huye el autor al
refugiarse en la decencia? ¿Cuál sería el reverso de la decencia? ¿La
delincuencia, la mala vida? Tal parece que sí, que bien podrían ser el
“extorsivo cuidacoches” o “el que se desprende de un balcón en Barrio Norte”.
Sepa que eso debería producirle a usted y a toda la
sociedad de la que formamos parte (lamentamos darle esta noticia: los monstruos
también viven en esta sociedad), rabia en lugar de vergüenza. Debería
provocarnos una rabia profunda, dolorosa, corrosiva, que nos empujara a hacer
bastante más que elogiar la “decencia” de seres humanos que día tras día tienen
que meterse hasta el cuello en un contenedor lleno de residuos para sobrevivir.
No hay nada de altruista ni de romántico en
esa imagen. ¿Cuál es la poesía que encierra la miseria? Como nos recuerda
Judith Butler, una de las formas contemporáneas de ejercicio de la violencia es
la producción de rostros que des-humanizan, de imágenes que, al pretender
mostrarnos ese “lado oscuro de la vida” (en este caso, la miseria absoluta) con
el supuesto objetivo de sensibilizarnos, en realidad des-humaniza aquello que
muestra: ya no es un ser humano arrojado a la inanición, es un ser abominable,
un monstruo.
Si
a ese otro, que me produce vergüenza, al que llamo monstruo, puedo atribuirle,
a su vez, “decencia”, es debido a su sumisión, no a su pobreza. Me resulta
horrendo, me repele, no quiero que se me acerque, me asusta, me da asco, pero
valoro su decoro, esto es, que haga-eso-que-hace (hundirse en la basura) en
silencio, sin molestar, sin quejarse, incluso con ahínco. Que tenga el pudor,
el buen gusto, de hacerse invisible.
Porque en cuanto lo veo me interpela. Me golpea fuerte en
el medio de la cara y me obliga a ver, a saber, a recordar, a constatar, que
hay personas a mi alrededor que tienen hambre y que comen mierda. Y eso tiene
bastante más que ver con la injusticia y la desigualdad que con la decencia.
Por
Pegues para Rosario/12.
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