Para el progresista José Natanson Argentina está gobernada por una derecha neoliberal pero democrática y Venezuela por una Democradura, por una suerte de autoritarismo-caótico y ultracorrupto
Venezuela, esa herida
absurda
José
Natanson.. para Revista Sin Permiso
Fuente:
¿Qué es Venezuela? ¿Una democracia? ¿Una dictadura?
Hasta diciembre de 2017 Venezuela arrastraba una
serie de déficits institucionales y republicanos gigantescos. Sin embargo,
seguía celebrando elecciones razonablemente libres y competitivas, en las que
el gobierno no se privaba de inclinar la cancha mediante la descarada
utilización de todos los recursos estatales a su alcance pero en las que
existía presencia real de la oposición y cuyos resultados eran verificados por
instituciones como el Centro Carter y las Naciones Unidas. Si la democracia
puede definirse como un tipo de régimen en el que no sólo hay elecciones sino
que además no se sabe de antemano quién las va a ganar, si la democracia
comporta en definitiva un cierto grado de incertidumbre, Venezuela era todavía
una democracia; en el límite, pero democracia al fin (de hecho, al chavismo se
lo podía acusar de muchas cosas salvo de no realizar elecciones y de no
reconocer sus derrotas en los pocos casos en los que ocurrían, cosa que por
otra parte no hacía la oposición, acostumbrada a denunciar fraude cuando pierde
pero no cuando gana, y siempre con el mismo Consejo Nacional Electoral, las
mismas urnas electrónicas y el mismo tribunal).
Pero en los últimos años esto cambió. En diciembre
de 2015 la oposición triunfó inesperadamente en las elecciones para la Asamblea
Nacional. Consiguió una mayoría de dos tercios, suficiente para reformar la
Constitución y bloquear al gobierno, y anunció que su plan consistía en forzar
una salida anticipada de Nicolás Maduro. El chavismo, que había denunciado
irregularidades en la elección a pesar de que controló todo el proceso,
presentó una serie de impugnaciones. El Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), que
le responde, aceptó una, y ordenó, con argumentos dudosos, repetir la elección
en el estado de Amazonas y no juramentar a sus tres diputados. La oposición,
que de este modo perdía los dos tercios, se negó a acatar la sentencia. El TSJ,
ante un pedido del Ejecutivo, declaró a la Asamblea en desacato, y al poco
tiempo anunció que absorbía sus funciones, un autogolpe tan ostensible –y
aparentemente implementado sin el aval de Maduro- que al final tuvo que
retroceder.
Al impasse institucional provocado por el conflicto
de poderes se sumaron una serie de marchas y movilizaciones que entre abril y
julio de 2016 causaron más de 100 muertos. La represión del gobierno, según
cualquier parámetro que se utilice, fue feroz, tanto la oficial como la
paraoficial de los “colectivos” armados, pero también se registraron muertos
chavistas en manos de multitudes embravecidas que llegaron a quemar viva a una
persona.
La salida que encontró Maduro, más política que
democrática, fueron las elecciones para la Asamblea Constituyente anunciadas el
1 de mayo de 2017. Se realizaron bajo un curioso sistema
sectorial-representativo, no contemplado en la Constitución vigente, según el
cual una parte de los 564 constituyentes fueron elegidos por sector
(campesinos, obreros, discapacitados, empresarios, etc) y otra por municipios,
en un diseño tal que otorgaba al chavismo una ventaja indescontable: ganaba aun
perdiendo. La oposición no se presentó y las elecciones se concretaron, por
primera vez, sin veedores independientes. Según el Consejo Nacional Electoral,
la participación fue del 40 por ciento, aunque la empresa responsable de las
máquinas de votación objetó este dato. Pero lo central es que Maduro se negó a
convalidar los resultados en un plebiscito en el que la población se expidiera
por el Sí o por el No a la nueva Constitución, como había hecho Chávez en 1999.
Después, la Constituyente sencillamente se declaró “originaria” y, en lugar de
dedicarse a escribir una nueva Constitución, se instaló como una especie de
órgano suprapoder que absorbió las funciones de la Asamblea Legislativa.
Sintiéndose fortalecido, Maduro convocó para el 15
de octubre de 2017 a elecciones regionales (gobernadores), que venía
posponiendo desde hacía un año sin más argumentos institucionales que la
posibilidad de una derrota. La oposición presentó candidatos, los comicios se
realizaron normalmente y el chavismo… arrasó (contra todo pronóstico, se impuso
en 18 de los 23 estados e incluso derrotó a figuras opositoras como Henri
Falcón en Lara y al sucesor de Henrique Capriles en Miranda). La oposición
denunció fraude, aunque nunca pudo exhibir las famosas papeletas que lo demostraban.
La correlación de fuerzas había cambiado. El
gobierno, que antes había postergado las elecciones regionales, esta vez
decidió adelantar las presidenciales. Aduciendo que el Consejo Nacional
Electoral había impuesto una serie de restricciones infranqueables, como la
necesidad de revalidar nuevamente las boletas de todos los partidos y la
prohibición a la Mesa de Unidad Democrática, histórica denominación del
anti-chavismo, a utilizar ese nombre, una parte de la oposición decidió no
presentarse. Pero un sector, liderado por Falcón, sí se presentó, y fue
ampliamente derrotado. La participación fue baja. El 10 de enero, Maduro juró
nuevamente como presidente.
Así, con una Asamblea Legislativa legalmente
constituida pero desprovista de funciones reales, una Asamblea Constituyente
manifiestamente ilegal y un presidente dañado en su legitimidad de
origen, llegamos a la situación actual. La insólita decisión de Juan Guaidó de
declararse “presidente encargado” y la aún más insólita decisión de Estados Unidos
y buena parte de los países latinoamericanos de “reconocerlo” agudizan la
tensión y profundizan la polarización. Pero, ¿hasta dónde llega realmente la
mano siniestra del imperio? En realidad, salvo que decida una invasión armada
desde el Caribe o desde Colombia, lo que crearía un Vietnam a la enésima
difícil de imaginar bajo una administración Trump que se acaba de retirar de
Siria, la capacidad de injerencia de Washington se limita a las sanciones
financieras y el apoyo a la oposición. Por eso, más allá de las intenciones, el
efecto es limitado: Venezuela no es una isla, no se la puede bloquear como a
Cuba, y sobrevive básicamente de sus menguadas exportaciones de petróleo, un
bien que siempre encuentra quien lo compre (incluyendo sobre todo a Estados Unidos,
el principal comprador de crudo venezolano). La injerencia existe, pero resulta
insuficiente para derrocar al chavismo.
La explicación del drama venezolano es
fundamentalmente local: una economía dislocada (un millón por ciento de
inflación el año pasado), un deterioro social dramático (62 por ciento de
pobreza según el índice que elaboran las universidades), la tasa de homicidios
más alta de América Latina (89 cada cien mil habitantes) y una sociedad en
descomposición (unos dos millones de emigrantes en dos años, incluyendo a
prácticamente toda la clase media). Pese a ello, Maduro ha logrado sostenerse
en el poder, básicamente por tres motivos. El primero es el control vertical de
la Fuerza Armada Bolivariana, que no es un “aliado” del gobierno sino parte
esencial del dispositivo de poder. El segundo son los restos de legitimidad que
aún conserva como resultado de los formidables avances sociales conseguidos
durante los gobiernos de Chávez y el rechazo que genera la oposición política
en los sectores populares, lo que explica que “los pobres no bajen de los
cerros”. Este apoyo social relativo se completa con la desordenada e
ineficiente pero enorme red de provisión de alimentos básicos instrumentada a
través del Carnet de la Patria y el hecho de que, como resultado de la
hiperinflación más que por una decisión deliberada de política económica, buena
parte de los servicios públicos –luz, metro, internet- son prácticamente
gratuitos. El tercer aspecto que explica la sobrevida es el respaldo
geopolítico de grandes potencias como Rusia y China y de poderes emergentes
como Irán y Turquía, que ofrecieron asistencia financiera, energética y militar
en los momentos más críticos y demostraron que el gobierno no está totalmente
aislado, aunque al costo de una deuda monstruosa y la hipoteca de buena parte
de la riqueza minera e hidrocarburífera del país.
En este marco, la única salida posible es una
negociación entre ambos bandos, algo que en algún momento parecía posible y hoy
está descartada. En un contexto de polarización tal que el ganador se lleva
todo, una de las mayores dificultades es la cuestión de inmunidad de los
funcionarios chavistas en caso de su salida del gobierno. Como la oposición
tiene un ánimo mortal de revancha, el chavismo sospecha con razón que dejar el
gobierno no implicaría un paso pacífico a la oposición parlamentaria sino la
cadena perpetua o el exilio; sienten, en suma, que no se juega el poder sino la
vida.
Volvamos a la pregunta del comienzo. Venezuela no
es una dictadura en sentido estricto. No es un régimen estalinista ni un
sistema de partido único: no hay violaciones masivas a los derechos humanos
(aunque sí focalizadas y una política de “zona liberada” para el accionar de
los grupos paraestatales en los barrios). La libertad de expresión persistente,
aunque limitada sobre todo en los medios digitales, a los que no llega el brazo
del gobierno. Maduro no es un autócrata y la sociedad puede expresarse
electoralmente, con los problemas que señalamos. Al mismo tiempo, en Venezuela
hay una evidente proscripción de opositores y una creciente cantidad de presos
polítcos: si en Brasil Lula no pudo presentarse a las últimas elecciones, en
Venezuela las principales figuras opositoras se encuentran exiliadas (Manuel
Rosales), inhabilitadas (Henrique Capriles, Corina Machado) o presas (Leopoldo
López). Si en Argentina Milagro Sala es una presa política se la mire por donde
se la mire, en Venezuela hay decenas de presos políticos, algunos de ellos
encarcelados simplemente por organizar movilizaciones pacíficas y la mayoría
detenidos en condiciones inhumanas en la prisión que regentean los servicios de
inteligencia. El militarismo es, ya desde tiempos de Chávez, uno de los rasgos
del régimen. Y finalmente, como se vio en estos días, la represión en las calles
alcanza una ferocidad que no se ve en ningún otro país de América Latina salvo
en Nicaragua (no deja de resultar llamativo el silencio de la izquierda
latinoamericana al respecto).
Como ningún otro país de la región, Venezuela es
una democradura, una especie de autoritarismo-caótico y ultracorrupto, un
régimen híbrido que combina elementos democráticos y autoritarios y que va
mutando de acuerdo al contexto internacional, los precios del petróleo, el
ánimo del gobierno y la correlación de fuerzas con la oposición.
José
Natanson y su particular lectura de la democracia Argentina:
Bueno. leer a este muchacho es un ejercicio de paciencia, no exenta de fastidio por nunca estar seguro de si es o se hace..... se supone que es un tipo informado y formado, entonces sus "análisis" no pueden venir de un limbo, una nube y, menos que menos, asumir una especie de "neutralidad" farsesca.
ResponderEliminarAsí el chavismo es una apariencia de democracia que gana elecciones PEEEERRROOOO.... es "descarado" haciendo uso del estado (si a vos te van a pedir permiso, pajarón) y la oposición, pobrecito coro de vírgenes y ángeles que no acierta y tampoco responde a los titiriteros del tío sam, no, nunca, jamás, los atentados y pedir invasión es de nerviosos, nomás.... Milagro Sala, condenada por un huevo que no tiró es tan presa política como el "democrático" leopoldo lópez, con apenas algún muertito en su curriculum y sin querer justificar las eventuales burradas venezolanas no puede no ver las fichas que se juegan ahí, el carácter de esa crisis que será "humanitaria pero es de diseño y no precisamente de Maduro.... la verdad, una tomadura de pelo, le iría mejor si fuera un conserva asumido y no esta parodia de progre vergonzante.
y todo lo dice desde la tribuna de izquierda latinoamericana Revista Sin Permiso...
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