100 años de la Semana Trágica…. A esta fiesta quieren volver, este era el cotillón de la fiesta oligarca…
Centenario
de la Semana Trágica, cuando el rojo es negro, por Carlos Alberto Suárez, para
Revista Sin permiso
El centenario de la Semana Trágica ha
sido recordado por buenas notas periodísticas, citando relevantes
investigaciones históricas, que a lo largo de los años han dado cuenta de
aquellos brutales acontecimientos, que ensombrecieron a la sociedad en general
y a la historia de los trabajadores en particular.
Una primera conclusión de aquella
tragedia, que reproducía a una escala mayor la “semana roja”, de 1909 y la
huelga durante la celebración del primer Centenario de Mayo, fue la centralidad
en la República Argentina de la confrontación capital-trabajo en el desarrollo
económico, social y político durante el Siglo XX. La segunda constatación, que
también había impactado desde los inicios en el desarrollo capitalista del país
en el Siglo XIX, es la extrema vulnerabilidad de su economía con respecto a las
contingencias del mercado mundial. Estos factores mencionados, que, sumados a
la incapacidad de la clase dominante de prever y procesar, contribuyeron a la
imposibilidad de aquella República verdadera, como la definió Tulio Halperín
Donghi.
Temor latente
El entonces candidato a la presidencia,
Roque Sáenz Peña (1909), contestaba así a una carta del Gral. Franklin Rawson
donde se refería a la protesta social de aquellos días:
“Una revolución grande, profunda, ronca
bajo nuestros pies. Es preciso pues que venga de arriba, dirigida por el que
manda, para evitar que suba de abajo, en perfiles de anarquía”.
No se refería a la amenaza
revolucionaria de Hipólito Yrigoyen con quien negociaba amistosamente.
Sáenz Peña agregaba: “En cuanto a la tendencia que usted llama socialista,
la considero simplemente humanitaria y si la mejora del proletariado fuera el
único lema de su bandera debemos quitárselo y hacerlo nuestro. Siempre he
pensado y he dicho que el socialismo es un pleito que la sociedad moderna debe
apresurarse a transar para que las reivindicaciones del trabajo no se escriban
con la misma tinta que la Declaración de los Derechos. Yo propongo esas ideas
en defensa del orden social y para impedir que un día el derecho de los más
proteste del abuso de los menos. Como usted ve, mis ideas son conservadoras y
por eso reformamos nuestra legislación y sistematizamos el trabajo
protegiéndolo”.
Esta idea rondó siempre en la cabeza de
los más ilustrados representantes de la clase dirigente, que no fueron muchos.
En agosto de 1944, el entonces coronel Juan Domingo Perón (que había
participado como subteniente en la Semana Trágica), expresó en la Bolsa de
Comercio ideas muy similares:
“Lo que quiero es organizar
estatalmente a los trabajadores para que el Estado los dirija y les marque
rumbos, de esa manera se neutralizarán en su seno las corrientes ideológicas y
revolucionarias que pueden poner en peligro nuestra sociedad capitalista de
posguerra”.
El ciclo económico
Ya las turbulencias económicas europeas
de 1889 repercutieron con fuerza en Buenos Aires, al punto de catalizar la
crisis política que desató la Revolución del 90. Fracasado el intento
revolucionario, tras dos años depresivos, la economía argentina inició un ciclo
ininterrumpido de expansión económica que sólo se interrumpe con el comienzo de
la Gran Guerra de 1914.
En aquellos años de oro, todos los
indicadores mostraban prosperidad, entre otros una considerable demanda de
trabajo que en gran parte se sostenía con un incremento de la inmigración,
condiciones para un aumento del salario real. La guerra provocó un inmediato
freno a la economía.
En 1914 el PBI cayó 10.4 con respecto
al año precedente, también bajaron de golpe la inversión, la inmigración y la
participación de la industria en el conjunto del producto bruto. Por
consiguiente, los trabajadores sufrieron un prolongado período de penurias y
deterioro de sus condiciones de vida. Cuanto peor, peor. Una lección de la
crisis económica fue que se apagó la vigorosa lucha y protesta social que
acompañó los años de expansión.
El fin de la guerra reconfiguró el
capitalismo mundial, cambió la geografía económica y política, especialmente en
Europa, y dio lugar a un nuevo ciclo en la producción y el comercio mundial. La
noticia del hundimiento de los grandes imperios, y la Revolución Rusa que puso
fin a siglos de dominación de los zares, alentó las luchas sociales en todo el
planeta.
Sin embargo, las noticias por sí mismas
no son detonantes de conflictos sociales. Cuando el mejor clima del comercio
mundial se hizo sentir en las orillas del Plata, retornó la demanda de empleos
y se restableció la corriente migratoria. Sin embargo, los precios de los
productos básicos del consumo de las familias obreras, alimentos y vestuario,
tomaron impulso. O sea, lo que entonces se conocía como carestía de la vida,
fue un tema de agitación de anarquistas, anarcosindicalistas y socialistas que
procuraban organizar al proletariado, no sólo en Buenos Aires, sino en los
principales núcleos urbanos del país, tanto en las industrias como en los
servicios.
El registro de las luchas muestra un
nuevo impulso en reclamos y movilizaciones a partir del final de 1917. Por
ejemplo, en Tafí Viejo, Tucumán (a unos 1.200 km de Buenos Aires) se ubicaba
uno de los mayores talleres ferroviarios de América Latina, donde trabajaban
5.000 obreros. A fines de septiembre de ese año comienza una huelga por aumento
de salarios y mejoras en las condiciones laborales. Rápidamente el conflicto se
extiende a Rosario, San Cristóbal, Cruz de Eje, Añatuya, Laguna Paiva, es decir
en los importantes núcleos de concentración de la actividad ferroviaria.
Rápidamente el gobierno moviliza al Ejército y a sus formaciones parapoliciales
dispuestas a realizar todos los trabajos sucios, que toman nombres diversos
hasta a unificarse bajo el título de La Liga Patriótica.
La represión de Tafí Viejo dejó un
saldo de varios muertos y heridos. Un joven aprendiz, Baltasar Baca, que se
había iniciado desde niño en los talleres, es trasladado como represalia por su
activismo a San Cristóbal (Santa Fe). Poco tiempo después es ejecutado por
miembros de la Liga Patriótica (Juan Carlos Cena, 2009). En esos mismos
días, en Mendoza, el Ejército ametralló una pacífica manifestación de
ferroviarios, dejando muertos y heridos. Hasta los años 1960 del Siglo pasado,
en cada aniversario de la masacre, el guardabarrera de turno cortaba el
tránsito, durante algunos minutos, en el paso a nivel de una céntrica avenida,
el lugar donde habían sido abatidos los obreros.
De modo que la Semana Trágica de enero
de 1919 se inscribe en un amplio proceso de agitación social, que abarca a la
mayoría de los sectores de industriales, de los servicios (principalmente
ferroviarios y del transporte urbano y marítimo), maestros, trabajadores
postales, hasta un intento de huelga de la policía rosarina, en diciembre de
1918. Según registro oficial, en 1918 se contabilizaron 200 huelgas y 370 en
2019.
El 7 de enero los dueños de los
talleres Vasena, emplazados en el barrio San Cristóbal de Buenos Aires (hoy
Plaza Martín Fierro), pretenden romper la huelga que se había iniciado a fines
del año anterior en reclamo de mayores salarios y una jornada de 8 horas de
trabajo. La represión policial deja 4 obreros muertos y unos 30 heridos. La
indignación y el dolor alimentan la protesta. Comenzó así la Semana Trágica que
se profundiza cuando una multitudinaria manifestación acompaña a los caídos
hasta el cementerio de Chacarita y allí, sin mediar advertencia alguna, el
Ejército ametralla sin piedad a los trabajadores. Se declara una huelga general
que se extiende a localidades del interior del país, Rosario, Mar del Plata,
entre otras, y con repercusiones hasta en Montevideo. El general Luis
Dellepiane al mando de unos 1.800 efectivos será el responsable de la
represión. Además, entrega armas y alienta la formación de las bandas de
“amigos del orden”. Los detractores de la huelga y defensores de la postura
oficial no pudieron demostrar nunca el “terror rojo”. Las cifras son elocuentes
entre 700 a 1300 muertos (esta última cifra fue informada por la embajada de
Estados Unidos), de 4.000 a 5.000 heridos civiles; del otro lado, tres muertos
en las fuerzas represivas, un cabo, un soldado y un bombero. No hay noticias de
que algún oficial haya sido herido.
El peligro rojo
La referencia a la Revolución de
Octubre de 1917 es ineludible en todas las investigaciones y artículos sobre la
Semana Trágica. Imposible desconocer que el acontecimiento conmovió la vida
social, política y cultural de la época, reconfiguró tácticas y estrategias
políticas en la izquierda y el movimiento sindical y desató un pánico inédito
entre los sectores dominantes. Ese miedo alentó asimismo una violencia
“preventiva” inusitada, que se repitió en los años inmediatos posteriores.
La Reforma Universitaria de 1918,
asimismo, constituyó uno de los cimbronazos de Octubre en un clima creado por
la conquista del sufragio universal y secreto que llevó al radicalismo al
gobierno.
Sin embargo, esa posible convulsión
volaba más alto en el imaginario social de las patronales y de la Iglesia que
en la realidad.
Monseñor de Andrea había impulsado
desde principios del Siglo los círculos de obreros católicos, que inicialmente
tenían como objetivo disputar el campo sindical con anarquistas y socialistas y
más tarde algunos fueron a formar parte de los grupos de rompehuelgas, cuando
no en las bandas paramilitares.
La Asociación del Trabajo, fundada en
los primeros meses de 1918, fue también una respuesta patronal al nuevo tiempo.
Un brillante intelectual, que ganó sus primeras medallas en la defensa del
Arzobispado de Córdoba enfrentando a los estudiantes reformistas, el jurista
Atilio Dell´Oro Maini, fue secretario de la Asociación y jugó un papel
destacado en el asesoramiento de la empresa de Pedro Vasena, el huevo de la
serpiente de la Semana Trágica. Recuerda Halperín Donghi que los objetivos de
la Asociación del Trabajo eran “muy variados y complejos, pero basta una hojeada a
los Boletines de Servicios que publicaría a partir de febrero de 1920 para
advertir que era prioritario entre todos ellos el de ofrecer custodia armada y
trabajadores temporarios a empresas cuyo personal se encontraba en huelga”.
Si bien Yrigoyen tuvo el propósito de
negociar y mediar en cada uno de los conflictos y huelgas que se desataron
durante su gestión, al final dejó hacer al Ejército – peor aún - a la Liga
Patriótica. Un paladín del pensamiento nacional-católico, Manuel Gálvez,
así lo resumió: “la consecuencia más importante del obrerismo de
Yrigoyen – por tanto, de su obra práctica como de su simple actitud ante el proletario
– es el haber contenido la revolución social”.
Magnificar el hecho, ya sea un
conflicto social o político, para justificar una respuesta aplastante se
reitera a lo largo de toda la década, una versión prematura y desprolija de lo
que más tarde sería la Doctrina de la Seguridad Nacional. Las huelgas de la
Patagonia, otra gran tragedia obrera, en 1921, la masacre de La Forestal, en el
norte santafesino, también en ese mismo año, la represión en Avellaneda y otros
conflictos de menor envergadura, lo corroboran.
Pogromo y terror blanco
“Un pequeño esfuerzo y habremos
terminado dando severa lección inolvidable a los elementos disolventes de la
nacionalidad argentina”, exhorta el jefe de Policía, según el diario La Prensa del 12
de enero.
El Ejército patrulla la ciudad,
secundado por grupos civiles. Este “cepillado” de los barrios incluye la
destrucción de locales sindicales y de centros de actividades sociales y
culturales de los inmigrantes, detenciones masivas, vejaciones de mujeres y niñas
y centenares de detenidos. Paradójicamente en los barrios judíos se transformó
en los mismos pogromos, de los que habían escapado en sus lugares de origen
para venir a la Argentina como la tierra prometida, según desgarradores
testimonios de esos días. Los judíos eran la tercera comunidad entre los
extranjeros, después de italianos y españoles y catalanes (que en esos días
para los grupos de choque eran también sinónimo de anarquistas).
El nacional catolicismo propagó de
manera sistemática el fantasma de la conspiración haciendo blanco en los
judíos, particularmente los que llegaron de la Europa oriental, que fueron
bautizados “rusos”, que luego de la Revolución
pasaron a ser sinónimos de ácratas o maximalistas.
El nacional-clericalismo consolidó su
triste protagonismo durante esa época, que había comenzado como batalla
ideológica y cultural en una cruzada en defensa de los valores que definían
como nacionales que enfrentaba la “amenaza” de las ideas “disolventes” de los
inmigrantes. Una coherencia en el pensamiento y la acción nacionalista clerical
que viajó a lo largo del Siglo XX en Argentina. Manuel Carlés fue la
figura emblemática, que inspiró el tránsito de la palabra a la acción. Escribió
con sangre los valores que pretendía restaurar. Obtuvo todo el apoyo oficial,
fue designado por Yrigoyen interventor en Salta, luego tuvo protagonismo en la
intervención de San Juan en 1923, participó en la represión de la huelga de los
maestros mendocinos y para sus postulados doctrinarios gozó de una tribuna privilegiada:
fue profesor del Colegio Militar y de la Escuela Superior de Guerra, donde se
formaron centenares de altos oficiales de las Fuerzas Armadas.
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