En distintos países de la región: un sentimiento anti-pobre, anti-negro, anti-progresismo emerge al pasar en las charlas familiares, entre amigos, en periodistas que jamás imaginamos llegarían a tanto. ¿Cuándo pasó todo esto? Por Nicolás Viotti para Revista Anfibia
La
pobreza de la opulencia – óleo sobre lienzo – Jesús Calvo Muñoz
La derecha en la vida cotidiana: ¿Qué era
la corrección política?
Fuente: https://latinta.com.ar/2018/10/la-derecha-en-la-vida-cotidiana-que-era-la-correccion-politica/
La violencia simbólica y real que trae el triunfo de Bolsonaro tiene un
nuevo protagonismo cotidiano. No sabemos si crece, pero se hace pública sin
prejuicios en distintos países de la región: un sentimiento anti-pobre,
anti-negro, anti-progresismo emerge al pasar en las charlas familiares, entre
amigos, en periodistas que jamás imaginamos llegarían a tanto. ¿Cuándo pasó
todo esto?
Por Nicolás Viotti
para Revista Anfibia
Casi el 50% del electorado brasilero votó a Jair
Bolsonaro, un candidato inesperado en un orden político bombardeado por los
ruralistas, las elites empresariales, el fundamentalismo religioso y un sistema
de medios faccioso. El candidato,
que tiene muchísimas chances de llegar a la presidencia, representa los
intereses más oscuros para la democracia y la vida en común: xenófobo, racista
y homofóbico. Blande el “sentido común” como su arma más preciada y encarna la
imagen de las viejas derechas pero al ritmo del mensaje “pop” efectista, veloz
y contundente de las redes digitales. El hecho tal vez sea
incomparable con otras experiencias regionales. Visto de lejos, el gobierno de
centro-derecha de Mauricio Macri en Argentina parece casi una socialdemocracia
escandinava.
Una mirada más cercana debería reconocer que hay un
movimiento común. Una parte del electorado votó democráticamente mayorías
conservadoras institucionalmente legítimas que significan un movimiento
regresivo. Rígidas políticas de ajuste, endurecimiento del sistema represivo,
desprestigio a los derechos sociales y humanos deben medirse en grados e
intensidades desiguales. Desde hace tiempo se percibe en ambos países un clima
social que declina de ambos lados del trópico de modo diferente: un nuevo
espacio de enunciación pública neo-conservadora capilar que pide acción
represiva, persigue la protesta social y cuestiona las identidades de género.
En Brasil, lo hace en base a una cultura política conservadora arraigada en una
historia de desigualad y jerarquía, en Argentina en una cultura política más
plebeya y en un marco institucional liberal que por ahora tiene matices y
grados diversos.
¿Cómo llegamos a esto?
¿Siempre fuimos conservadores y no lo sabíamos? ¿De dónde viene esa sensación
de desorden y la necesidad de orden por el camino duro y desde arriba? ¿Cómo
una persona que hace poco tiempo defendía valores comunes puede defender, sin
ningún conflicto, una política autoritaria?
Las
interpretaciones habituales hacen hincapié en que esa deriva neoconservadora es
estrictamente un fenómeno del “campo político”. También que tiene que ver con
los medios de comunicación, por apoyo explícito u omisión. Ese argumento se
entronca en uno más amplio: el
crecimiento de las derechas es la contra-reacción a los llamados gobiernos
“progresistas” o, en sentido más amplio, a un movimiento de ampliación de
derechos de género, étnicos o minoritarios en general. En el caso
de Brasil, es ineludible la crisis de legitimidad de un sistema político
deteriorado por el impeachment a Dilma Rouseff, avalado por medios y el lobby
político. Algunos, los menos, atribuyen todo a un movimiento general de las
elites empresariales y el capitalismo globalizado y sus intereses de largo
plazo. Más allá de todo ello, es bueno insistir en este punto: ese giro fue
alcanzado en las urnas, en elecciones libres ¿Todo se resuelve en función de
las estrategias en el “campo político”?
Sin descuidar
ninguna de esas razones (todas en cierta medida parte del problema), nos parece
que hay algo más, mucho más sustancial y menos fácil de asir, que no está del
todo puesto en el debate: la vida cotidiana, las mediaciones situadas, la
subjetividad y los procesos de cambio cultural recientes. Tal vez para entender
la política haya que ir más allá de la política.
¿Qué pasa
con la trama de afectos y deseos donde se construyen las subjetividades? ¿Qué
ocurre en la repetición y en la creatividad del día a día? ¿En la cena el
domingo, en la parada del colectivo y en el taxi, en la calle cortada por un
piquete o por una manifestación feminista, en la ocupación territorial por un
movimiento indígena o en los vendedores ambulantes que “incomodan”?
Nos parece
que, para poder pensar la reacción, para intentar explicarla y no solo
describirla, es necesario pensar desde el llano. Nos animamos a decir que, sin un proceso de cambio en la vida cotidiana y
la subjetividad, los medios y la política no encontrarían eco y, por lo tanto,
no serían eficaces. El
problema de la eficacia social de una idea resulta clave, porque siempre hay
medios o políticos que enuncian ideas descabelladas, pero no siempre esas ideas
tienen legitimidad. La eficacia depende de condiciones cotidianas,
de un magma mucho más amplio de fondo que está encarnado en objetos, afectos y
deseos colectivos, incluso los más terribles.
Nos cuesta
pensar en esa dimensión del autoritarismo, preferimos des-responsabilizar a las
mayorías por algún tipo de inercia populista que cree que allí hay alguna
verdad inmutable. Pero el “pueblo” puede librarse o autodestruirse en la misma
semana. Una mirada alternativa
para entender el autoritarismo es indagar en los sistemas morales en acción, y
no remitirlos a causas externas como el “Estado”, el “sistema político” o los
“medios” y mucho menos a la “ideología” como explicaciones metafísicas. Al
fin y al cabo, las cadenas de afectos que conforman el mundo de los políticos y
los periodistas son las mismas que las de las mujeres y los hombres de a pie.
Es más, deberíamos entender mejor cómo se entretejen y se interpelan
mutuamente.
La violencia
simbólica y real tiene un nuevo protagonismo cotidiano. No sabemos si crece,
pero al menos se hace pública sin prejuicios: un sentimiento anti-pobre,
anti-negro, anti-progresismo emerge al pasar en las charlas familiares, entre
amigos, en periodistas que jamás imaginamos llegarían a tanto. ¿Qué les pasó?
Quien hace
20 años pensaba lo contrario, no pensaba “tan así” o se limitaba a hacer un
chiste tímido en contextos de mucha confianza, ahora explica convencido que el
“caos” se ha apoderado de nuestra vida y que necesitamos que las cosas
“cambien”. En simultáneo, se
consolidan los sistemas de control y de seguridad privada en un contexto de
sensación de amenaza permanente y son noticia ocasional los linchamientos, se
festeja públicamente la muerte fuera de la ley de los fuera de la ley y la
crónica policial abunda en femicidios, travesticidios y asesinatos a
homosexuales. La vida se privatiza y como contracara se afirman nuevos miedos
latentes o manifiestos.
Casos de
violencia espectacular inéditos por el nivel de involucramiento de zonas del
Estado son sintomáticos de ese clima. En Brasil existe una histórica violencia
rural y urbana de grupos parapoliciales que, amparados por la burocracia
policial, la política y buena parte de la opinión pública, amenazan a minorías
indígenas o a la población favelada, en su mayoría negra, en medio de una
guerra perdida contra las facciones del tráfico. Sin embargo, un momento clave
del nuevo clima tal vez haya sido el reciente asesinato a sangre fría de la
activista y política Marielle Franco. Ese hecho condensó en un crimen público
una sensibilidad, una sensación de límite que se venía sintiendo a partir de
las manifestaciones contra la “ideología de género”, impulsada tanto por el
conservadurismo secular como por algunos líderes evangélicos fundamentalistas,
y el rechazo a la enseñanza de historia política reciente en las escuelas
públicas organizada alrededor del movimiento Escola sem partido.
Hay hechos
significativos que nos emparentan. Rodeadas del encubrimiento estatal, la
sospechosa muerte de Santiago Maldonado en un contexto de represión
gubernamental y el asesinato por la fuerza pública del manifestante mapuche
Rafael Nahuel, son solo dos casos de un número público sobre violencia
gubernamental que ha crecido en los últimos años en Argentina. Al mismo tiempo,
un movimiento anti-política en las escuelas y contra la “ideología de género”
se hizo sentir, aunque más tímidamente que Brasil, como reacción a las tomas de
las escuelas frente al proyecto de reforma educativa y frente al
cuestionamiento de la Educación Sexual Integral (ESI).
En
Argentina, la intensidad de ese autoritarismo es mucho menor. Las razones
deberían buscarse en sistemas políticos con desiguales niveles de
institucionalización, tradiciones diferentes en relación con los derechos
humanos y, tal vez de fondo, culturas políticas dispares en relación con el
principio de igualdad.
¿Quién puede
hacer oídos sordos a las consignas “con mis hijos no” para rechazar la
aplicación de una ley federal de educación sexual que lleva principios básicos
de sociabilidad y convivencia democrática o “amenaza mapuche”, con un
desconocimiento brutal sobre historia, derechos étnico-territoriales y condiciones
socio-culturales de vida de los colectivos mapuches realmente existentes? Claro
que también hay enormes diferencias. En Brasil escrachan a Judith Butler,
acaban de silbar a Roger Waters por criticar a Bolsonaro y declararse
anti-fascista y el ruralismo sojero amenaza las fronteras del territorio
indígena, ya no a punta de pistola sino con drones y AK47.
La reacción silenciosa
El deterioro
institucional, la desigualdad, la violencia cotidiana, el crimen organizado y
desorganizado, la corrupción, los conflictos de intereses no resueltos son
procesos de larga escala en la región. Por alguna razón, la salida o el cambio
de esa condición no sigue mayoritariamente el camino de la reflexión compleja y
los derechos, sino la del “pánico moral” que hace pasar la parte por el todo y
que reduce la vida a una opción binaria entre el bien y lo demoníaco, el orden
y el caos. Sin embargo, uno podría suponer que vulnerabilidad hubo siempre y
violencia también y no siempre la hipótesis de la salida fue la del pánico moral.
¿Qué paso en las últimas décadas que hizo que esos valores, que sin duda
convivieron muchas veces con otros no autoritarios, se pongan en acción,
colonicen el discurso y la práctica cotidiana, política, mediática a un nivel
explícito novedoso?
Pensar el
autoritarismo implica atender muy especialmente a los sistemas morales en
acción, sus formas de imaginar, desear y producir relaciones sociales en sus
propios términos y no remitirlos a causas externas como el “Estado”, el
“sistema político” o los “medios”. Este camino no es algo nuevo, la reflexión
de las ciencias sociales argentinas y brasileras sobre el autoritarismo tuvo un
momento álgido durante las dictaduras de la década de 1970. ¿Cómo se pudo
apoyar un golpe?
Las
respuestas que fueron hacia la cultura autoritaria y que tuvieron la
sensibilidad de pensarlas desde la vida cotidiana no fueron muchas. La antropología
brasilera posee varios ejemplos de un esfuerzo por pensar localmente grandes
procesos que no encajaban y no encajan en el modelo del autoritarismo
tradicional con que muchas veces se ve a América Latina. Todo lo contrario,
esos trabajos mostraban y muestran que el autoritarismo era y es moderno a su
manera, heredero de formas culturales dadas, pero también de transformaciones y
de coyunturas socio-políticas muy específicas. Fueron algunos trabajos de
Guillermo O´donell, influenciados en parte por la antropología hecha en Brasil,
los que ocuparon ese lugar en Argentina. Como lo recordó hace poco su hija, la
antropóloga brasilera Julia O´donell, durante la dictadura argentina esos
trabajos analizaron los modos de
autoritarismo cotidiano en la experiencia concreta en Buenos Aires, no solo
como un efecto de una lógica estatal, sino como un proceso capilar vivido en el
día a día. Sería bueno volver a revisar esos trabajos, pero leerlos a la luz de
las transformaciones recientes de las sociedades argentina y brasilera.
¿Por qué a
alguien se le ocurre querer “cambiar” por la vía rápida del autoritarismo? Es
cierto que la mayoría de los electores de Bolsonaro no son fascistas
convencidos, ni todo el que se opone a los cortes de ruta o la enseñanza de la
educación sexual en las escuelas es un lector de Goebbels. Los matices, los
grados y las superficies de esa sensibilidad hacen toda la diferencia. Eso no
nos impide detectar una lógica latente que sobrevuela la posibilidad de un
orden binario y a la necesidad de un resultado rápido y contundente. “Nos están
matando”, gritaba una mujer en una marcha por la inseguridad. “Están matando la
vida”, decía otro en una de las marchas contra la legalización del aborto. En
ambos gritos no hay historia, no
hay complejidad, no hay pluralidad, hay un otro que es una amenaza, como
el pequeño ratero molido a golpes o el travesti de provincia degollado en la
ruta, el mapuche-chileno, la femi-nazi, el piqueterocorta-rutas o el
político-corrupto.
Tal vez cada
uno de esos actos no es una reacción automática anti-derechos sociales,
anti-derechos de género, anti-progresismo. Lo es en un nivel evidente, pero sus
causas no se explican por una metafísica ideológica conservadora históricamente
opuesta a la emancipación y la libertad y un juego de acciones y reacciones.
Con describir el sentimiento anti- progresismo, anti-igualdad de género,
antifeminismo, anti-pobres, anti-negros no decimos mucho: eso es un hecho, un
dato. Las preguntas que podríamos hacernos son: ¿Por qué ahora? ¿Por qué en esta
cantidad e intensidad? ¿Por qué en personas que no son fascistas convencidos?
¿Por qué en personas que hace pocos años podrían haber apoyado causas
contrarias?
La economía moral del autoritarismo
Las escenas
del neo-autoritarismo cotidiano son ritualizaciones de un modo muy
contemporáneo de sentirse ofendido. Son parte de una relación moral situada,
heredera de la historia reciente y de sus modos de subjetivación.
El anti-progresismo
es resultado de un enojo, es gente enfurecida, que se siente herida,
traicionada. Es consecuencia de algo más primario que todavía hay que explicar:
el individualismo contemporáneo, que es tan heredero de viejas tradiciones
liberales como de procesos de intensificación promovidos en las últimas
décadas. Quien se ve ofendido, se siente vulnerado y reacciona pidiendo orden.
Esa es una de las versiones de la moral individualista que supimos conseguir en
la promoción de una cultura del consumo, hija de un proceso más amplio que el
de los gobiernos “progresistas”.
Al mismo
tiempo, esa moral es heredera de los nuevos hedonismos y nuevas formas de
cuidado de uno mismo. Tal vez el
individualismo ganado a costa de políticas de desarrollo y consumo interno sea
un monstruo de dos cabezas. Por un lado, sembramos la autonomía que
moviliza reclamos como el empoderamiento femenino en el espacio público. Por
otro, el que consolida una moral del derecho propio y que se siente ofendida
por promesas incumplidas de autonomía y empoderamiento por el estancamiento
económico, la corrupción y la inseguridad cotidiana.
Podríamos
suponer que siempre hubo crisis, corrupción y violencia, pero no siempre se
contrapuso a subjetividades fraguadas por el individualismo de mercado
cultivado en las últimas décadas. El neoliberalismo no es el imperio romano al
que podemos resistir como la aldea gala de Asterix. El neoliberalismo es una
intensidad de la que todos somos parte, que pulsa y se distribuye
diferencialmente entre y a través de todos nosotros. El neoliberalismo podría
ser pensado como una relación moral.
Inspirado en
los trabajos de la antropología clásica, el historiador británico Eduard Palmer
Thompson acuñó el término “economía moral”. Con él subrayaba que las personas
actúan y desean en función de procesos de regulación del sistema de valores en
el que viven. Si un grupo de gente
se moviliza en una acción colectiva no es solo para alcanzar determinados
resultados o por una metafísica ideológica que lo guía sino porque se sienten
ofendidos, vulnerados, estafados en el intercambio de valores al que están
acostumbrados. Si se da bien común y se recibe individualismo, se
vive con la misma injusticia que si damos oro y nos devuelven carbón. El
ejemplo de Thomson suele usarse para pensar movimientos sociales simpáticos a
nuestra buena conciencia. ¿Pero qué pasaría si lo usamos para pensar algo que
no nos cae tan simpático? ¿Por qué no pensar qué pasa si se da individualismo y
se recibe bien común? ¿Por qué no asumir que el bien común, sobre todo cuando
no tiene resultados en el corto plazo, no es un valor compartido con todos?
La
indignación moral por “mantener vagos”, “dilapidar el presupuesto”, la
“corrupción” o el “totalitarismo de género” tal vez pueda entenderse indagando
más en esa subjetividad
centrada en el esfuerzo, la propiedad de uno mismo y la apología anti-intelectual
del “sentido común”. Esa misma ofensa es lo que podría
explicar, en sus versiones más extremas, la intolerancia y la deshumanización
del otro. Incluso, es lo que podría explicar su eco en las élites políticas y
las “esferas” estatales, que no son un reflejo sino la continuación encarnada
de esa nueva sensibilidad. En ese modelo de la subjetividad cerrado sobre sí
mismo, no entra la diversidad, no hay espacio para la multiplicidad ni el
pluralismo, sino una verdad contundente e incuestionada.
En lugar de explicar
el autoritarismo emergente como un efecto de las elites políticas o los medios,
sería bueno indagar en las mediaciones que conectan estas subjetividades con
aquellos espacios y entenderlos en conjunto. Deberíamos desconfiar tanto de la
culpa del electorado como de su manipulación. Relativismo epistemológico, sin
embargo, no es relativismo moral. Todo lo contrario. Por el bien de todos nosotros es
cada vez más necesario el relativismo epistemológico, el pensamiento lento,
descentrado y en el llano que pueda pensar el neo-autoritarismo como un clima
de época que llegó para quedarse. Si hubiese una
antropología de las nuevas derechas, imaginamos que podría ir por ese camino:
revalorizando nuevas formas de desear y producir relaciones sociales; no necesariamente
las que nos agraden, sino las que parece que van a marcar el ritmo de los
próximos años.
* Por Nicolás Viotti para Revista
Anfibia
Excelente artículo !!!!
ResponderEliminarEconomía moral iracunda por la constatacion del tandem formal antitetico que la articula (individualismo y bien comun ).
Y ya que hablamos de "economias simbolicas", no olvidemos la molicie del alienado que aconseja la síntesis urgente y la evasión de toda complejidad.
Muy interesante centrar en lo interrelacional de proximidad. Además, si se asume el bien común como orientador...las relaciones cercanas deben mutar dramáticamente bajo la inevitable luz de la lucha de clases y la reflexión sobre la propiedad, es claro.
Y esta es una sociedad que con muy poca distancia temporal se quebró 3 veces a finales de siglo: la Dictadura, la temprana crisis ocupacional de mediados de los 90 y el estallido del 2001.
De estas experiencias bruscas sobrevivieron individuos mutilados y temerosos de lo gregario, altamente traumatizados y carentes de recursos intelectivos para recrear una economía moral coherente.
Coinciden estos sujetos en tiempo con la prédica empresaria de lo individual autosuficiente ("Í & Co": el individuo precarizado resulta su propia empresa ofrecida en joint venture al empleador provisorio sin obligacion moral de contrapartes).
Se suman asimismo los efectos tardíos de Reaganismo cultural que aconsejaba atrincherarse en la familia nuclear desistiendo de hacer uso del espacio público, lugar por antonomasia del caos y la otredad.
Es esta gente desestructurada y muy rota la que recibe sorprendida la irrupción del Kirchnerismo que se convierte en fenómeno al activar las demandas subyacentes de esos "otros" decididos por el valor de lo gregario.
Creo que, deliberada o aleatoriamente, el Kirchnerismo interpelo en sus relaciones de proximidad a las personas al delatar por la vía de sustantivas contenciones estatales (salud, alimentación, escolaridad, consumo), los vínculos contradictorios entre las dos clases más cercanas entre si. Tal visión resultó demasiado atemorizante porque implicaba, si o si, una necesaria revisión y mutacion de los afectos y lealtades entre ambas clases.
Lo que hizo de diferente el Macrismo y otros sucedáneos americanos fue traer , desde las bambalinas al escenario, a aquella tercera clase siempre condicionante que la iba de fantasmatica y mostró, por fin, su gigantesca sombra medieval, lo que alteró el carácter de las alianzas. Porque, reducidos todos a individuos solitarios , nadie quiere enfrentarse con el matón del barrio, claro.
Muy buen artículo, Gustavo, de lo más original leído hasta ahora. Se agradece su difusión
Saludo a cordialisimos.
Como siempre, Claudia, tus comentarios y participaciones son análisis que merecen un mejor y mayor auditorio, y no este limitado y modesto blog. Besos y gracias
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