Urgencia de la lectura, porque urge el combate






Por Perla Sneh Psicoanalista, escritora. Doctora en Ciencias Sociales (UBA); Investigadora del CEG (UNTREF)​, para La Tecl@ Eñe


La lectura es un problema nacional,  dice Martínez Estrada. Y agrega que la lectura, como problema, se elucida en combate, es decir, en la escritura (escribir es un modo de combatir y hay que escribir bien como hay que pelear bien).  Hay textos  que no pueden leerse sin miedo;  no salimos de ellos igual que cuando entramos, es decir, toda confrontación con algo que, al tocar nuestra existencia, la transforma.  Ese miedo será el articulador  que requieren las terribles sombras que retornan y asedian como cifra de lo que encarna como lecturas en ésta, nuestra lengua, nuestro problema. Si en este problema la angustia es brújula, no lo es como refinado decorado existencial ni como mórbido acoso del afecto al intelecto, sino como la oscura pero innegable certeza de vernos implicados aún si no sabemos decir en qué. Y si la angustia es política que conviene a nuestras lecturas, es porque hay textos que no acallan sus combates. Puede que se trate de esa batalla celestial de la que habla Marechal, nombre no azaroso aquí, es decir, en una escena de la historia como la nuestra, que carga con el teatro de operaciones que nos legó nuestra más autóctona crueldad: en las letrinas de algún chupadero, colgaban las hojas de Adán Buenosayres como único recurso de higiene.
La conjunción de los textos con la destrucción de los cuerpos no supone, entonces, meros desagravios o penitencias públicas, sino volver a la lectura como forma de lucha política, para volver a hablar, de nuevo, de las oscuras –y no tanto- formas de aquello que, por falta de recursos, llamamos el mal, con o sin mayúsculas. 

Hablar de lecturas, es hablar de un combate; arduo y trabajoso, porque siempre hay un punto donde hay que repetirlo todo de nuevo, empezar desde cero, confrontar los lugares comunes. Y para leer hay que situarse. En esa urgencia de lectura, nos situamos en la lentitud: 

Filólogo –escribe Nietszche en el prólogo de 1886 a Aurora–- quiere decir maestro de la lectura lenta, y el que lo es acaba por escribir también lentamente. No sólo el hábito, sino también el gusto --un gusto malicioso, acaso-- me llevan ahora por ese camino. No escribir más que aquello que pueda desesperar a los hombres apresurados. La filología es un arte venerable, que pide ante todo a sus admiradores que se mantengan retirados; tomarse tiempo, volverse silenciosos y pausados; un arte de orfebrería, un oficio de orífice de la palabra, un arte que pide trabajo sutil y delicado, y en que nada se consigue sin aplicarse con lentitud.
En esa lentitud, un lector (contrafigura del trepador, dice Viñas, el que no logra “hacer la América”), puede encontrarse con otro, compartir una felicidad quizás secreta, pero no para formar algún partido de lectores o el club de las iluminados, sino para perderse hasta que alguna otra lectura los reúna. Porque no pocas veces los lectores se encuentran en su soledad; entonces se reconocen y se sientan cerca, pero ese reconocimiento no se mide en el vaivén de las taquillas dominicales ni en el abismal anonimato de los “foros”, apenas en una afinidad quizás no del todo electiva pero tampoco impuesta, vislumbrada en la alegría del relámpago que ilumina el párrafo en común. Un poco a contramano, un poco fuera de lugar cada lector en su  soledad, en su anacronismo, pero no sin los otros: posición singular y vacilante de la lectura como fuerza política.
Lectura sin pertenencias: solitaria fuerza, poco apta para pancartas, hecha de voces incomprensibles para los gurúes de la comunicación, voces bajas de una lectura que vacila ante los micrófonos, que desbarata los consensos.  Fuerza que nos reclama pensar qué decimos cuando decimos “nosotros”: Habría que hablar de Jauretche, pero vamos a hablar de Borges, dice Piglia con serenidad y una pizca de ironía.

Hablamos de lectura, entonces, como búsqueda de nuevos modos de decir una historia perdida en la historia, una memoria desdeñada en la memoria, el breve párrafo que trastoque la sentencia inapelable de un adjetivo feroz, la contundencia de un verbo asesino. Leer -pequeño homenaje a Camus- como modo de extranjería, como modo de otorgar a la angustia el valor de un pensamiento.

Hablamos de echar a rodar palabras en irremediable soledad en medio de una lengua en estado de vértigo, lectura como recalcitrante demora que no se rinde a las urgencias de la especialización ni a la idolatría de la comunicación. Leer –dice Zelarrayaán, también poeta- para buscar nuestras palabras; leer para respirar mejor, aun los que fumamos. Leer en benjaminiano desorden para reconstruir nuestra lengua lastimada es hacer de la lectura una turbulenta política de la memoria.

Viktor Klemperer cuenta que gustaba leer confiando en los vientos y sin una verdadera dirección. Pero sin dirección no es sin esperanza (que no es lo mismo que ilusión). Esperanza: algo de un pesimismo abierto a la historia, desesperada esperanza de una lectura sin rumbo pero no sin el módico anhelo de –dice Perlongher, otro poeta- mantener la lucidez en medio de un torbellino y navegar sobre aguas erizadas.

Agrego, para quienes dudan de la urgencia de la lectura:  
El año es 1922. El lugar, una estación de ferrocarril soviética. Marina Tzvetáieva espera un tren que la llevará al exilio. Un hombre del régimen se le acerca. La conoce, ha cantado sus canciones, ha leído sus versos. Le dice en voz baja: Habrá un chekista en su vagón. Cuide su lengua

Sea este texto un pequeño homenaje a quien se prefirió lector a delator. Pero también, un llamado a ser cuidadosos. Hay palabras que pueden  mandarnos a la hoguera.

Existir es leer, dice un gran lector argentino. La lectura, entonces, como sitio del poema, la lengua, la ética, la política. Es decir, la vida. Y vivir, lo dice Mastronardi y yo le creo, es un vocablo que nunca se usa en sentido figurado.


Fuente:
http://lateclaene.wixsite.com/la-tecla-ene/-sneh-perla







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