La izquierda social-liberal ha muerto,... los “progresistas” occidentales han acabado en una ingravidez conceptual y una ausencia de inquietud asombrosas.
Por Raphaël Glucksmann, ensayista y realizador de documentales francés, para
Revista Sin Permiso
Era joven, guapo,
carismático. Hablaba a las masas, apremiaba a las élites, encontraba con una
facilidad desconcertante las palabras, las entonaciones, los gestos que
François Hollande buscaba desesperadamente. El futuro era él. Pero nada se hizo
de ello. La ola de desafío que desborda a las democracias occidentales en
trance de envejecer se lo ha llevado como a los demás. El garboso Matteo Renzi
ha sido barrido en un día. No salvará a la izquierda social-liberal
europea. Nada la salvará, por otra parte, pues ya está muerta.
Los sondeos
lisonjeros de otra estrella “progresista”, Emmanuel Macron, no cambiarán nada
de esto. La crisis política, ideológica, filosófica del social-liberalismo
sobrepasa las cuestiones de “casting”. Revela – paradoja terrible para una
izquierda llamada “moderna” – una profunda inadecuación a la época. La
“modernidad” de ayer se ha vuelto anticuada. ¿Qué ha pasado?
Volvamos a la
década de 1990. El muro de Berlín acaba de caer. Se proclama el fin de la
Historia. La mundialización del mercado, de la democracia, de la cultura
occidental constituye el horizonte irrebasable del género humano. Los
“progresistas” celebran su triunfo. En una extraña mezcla de ingenuidad y
arrogancia concluyen que su bienestar personal hará la felicidad de todos. Los
que se obstinan en no comprender la marcha del mundo son “paletos” o
“retrasados”, una especie en vías de desaparición. Puesto que todo marcha, no
hay necesidad de grandes preguntas, de grandes luchas, de grandes proyectos. En
la hora del “laisser-faire”, del dejar hacer y dejar pasar, los poderes
públicos se ofrecen a los gestores y a los comunicadores. Goldman Sachs y Euro
RSCG [hoy Havas Worldwide, multinacional publicitaria] dirigen el baile. La
realización personal sirve de filosofía política.
Un momento resume
la época. Estamos en diciembre de 1998, una cumbre de la Unión Europea reúne a
la flor y nata del reformismo continental: Gerhard Schröder, Lionel Jospin,
Tony Blair, Massimo D´Alema muestran un aire feliz en la foto de familia.
Ningún “reac”[cionario] o “populista” que venga a inquietar sus ágapes, un
crecimiento económico sostenido que permite la audacia: se reúnen todas las
condiciones para dotar por fin a la Unión de un gobierno representativo frente
al Banco Central, de crear una defensa europea, de llevar a cabo un proyecto
ecológico ambicioso. O casi. “El 90% de nuestras discusiones se consagró a la
cuestión de las tiendas “duty-free”” lamentará a posteriori Massimo D´Alema.
Ahí se encuentran los orígenes de la debacle, en Viena, en las sonrisas vacuas
de la Europa rosa.
Durante más de
veinte años, los “progresistas” occidentales han acabado en una ingravidez
conceptual y una ausencia de inquietud asombrosas. Su mundo era el único mundo
deseable y posible. Así, hoy, cuando la crisis financiera, el paro masivo, los
atentados yijadistas, el maremoto nacional-putinista hacen explotar su burbuja,
ellos no comprenden. Cuando la Historia llama de nuevo a la puerta, con su boca
y su aliento pútrido, se quedan estupefactos en el descansillo, impotentes y
mudos. Esto no debía, esto no podía llegar a pasar. Y sin embargo, pasa. Por
doquier, al mismo tiempo.
Las ideas, los
lemas, los partidos que hemos apoyado, lanzado, sostenido se han convertido en
inaudibles. Nosotros – que creemos todavía en el proyecto europeo, en el
cosmopolitismo republicano, en la sociedad abierta – nos sentimos estremecidos.
Nuestros principios y nuestras palabras le provocan urticaria a un número
creciente de conciudadanos nuestros. ¿Cómo creer, en efecto, en los vuelos
líricos sobre el “vivir juntos” enunciados por aquellos que durante tanto
tiempo han vivido separados?
¿Cómo defender una
Europa cuyo principal argumento de venta es un estribillo gastado sobre el
riesgo de volver a los años 30? ¿Cómo puede creer en la mundialización un
parado de Picardía, él que no ha hecho un Erasmus y nunca ha estado tan aislado
como en la hora del hombre global y de las redes planetarias?
Nos movemos en un
campo de ruinas ideológico, social y político. Culpar a nuestros adversarios reaccionarios,
soberanistas, nacionalistas o xenófobos de nuestros propios fracasos delata un
narcisismo pasado de moda. Para combatirlos eficazmente, no bastarán
videoclips, conciertos o encantamientos morales. Hay que empezar reconociendo
que durante demasiado tiempo, en nuestro propio discurso, la emancipación
individual ha suplantado al horizonte colectivo en el que el multiculturalismo
más perezoso ha reemplazado el relato por escribir y el proyecto que llevar
juntos.
El
social-liberalismo no era más que la renuncia a transformar un mundo que nos
convenía perfectamente. Es hora de volver a poner lo común en el centro de
nuestras preocupaciones. O el cesarismo se lo llevará. Por doquier.
Los tiempos duros
no se acomodan a un pensamiento débil. El espíritu “cool” ya no tiene derecho
de entrada cuando el invierno está ahí. Estamos en el año cero del progresismo
europeo. Todo está por reinventar.
Hay algo peor que ello; los “progresistas” occidentales han terminado apoyando como Felipe González (convertido en un verdadero empleado de la CIA) el golpe a la revolución bolivariana; o al cuento del punto fijo (esa pantomima demoliberal para que la agujada fuera inclinándose eternamente entre liberalismo y socialdemocracia.
ResponderEliminarHoy que el primero se asienta concretamente en el neoliberalismo y la segunda se ofrece de comparsa lavada de la misma, solo queda el denominado despectivamente populismo para nosotros en el cono sur.