“Cuando la verdad es substituida por el silencio”, dijo una vez el poeta soviético disidente Yevtuschenko, “el silencio es un mentira”. Las semillas del fascismo del siglo XXI fueron sembradas, fertilizadas y regadas por la administración Obama y la elite liberal políticamente quebrada”. (John Pilger)
Obama, Trump y los
cerebros liberal-progresistas anegados en el formaldehído de las políticas de
identidad
John Pilger, nacido en 1939
en Australia, es uno de los más prestigiosos documentalistas y corresponsales
de guerra del mundo anglosajón. Particularmente renombrados son sus trabajos
sobre Vietnam, Birmania y Timor, además de los realizados sobre Camboya, como
Year Zero: The Silent Death of Cambodia y Cambodia: The Betrayal, para REVISTA
SIN PERMISO
Para el día de la
inauguración de la presidencia de Trump, miles de escritores estadounidenses se
aprestan a expresar su indignación. “Para sanarnos y avanzar”, escriben los Writers Resist (Los
escritores resisten), “queremos eludir el discurso político directo para
centrarnos inspiradamente en el futuro y en cómo nosotros, como escritores,
podemos ser una fuerza unificadora en la tarea de proteger la democracia”.
Y: “Urgimos a los
organizadores y oradores locales a evitar la mención de nombres de políticos
o servirse de un lenguaje ‘anti’ durante el acto del Writers Resist. Es
importante garantizar que las organizaciones sin ánimo de lucro, que tienen
prohibida la participación en campañas políticas, se sientan cómodas en el
patrocinio de este acto.”
Así pues, hay que
evitar la protesta real, que no está libre de impuestos.
Compárese esta
basura palabrera con las declaraciones del Congreso de Escritores
Norteamericanos celebrado en el Carnegie Hall de Nueva York en 1935 y, luego,
dos años más tarde, en 1937. Se trató de actos electrizantes, con escritores
que debatían cómo hacer frente a hechos ignominiosos que estaban aconteciendo
en Abisinia, China y España. Se leyeron telegramas de Thomas Mann, C. Day
Lewis, Upton Sinclair y Albert Einstein, en los que se reflejaba el miedo al
gran poder rampante y la convicción de que no era ya posible debatir de arte y
literatura no ya sin política, sino sin entrar en la acción política directa.
“Un escritor”,
declaraba la periodista Martha Gellhorn en el segundo congreso, “debe ser ahora
un hombre de acción… Un hombre que haya dedicado un año de su vida a las
huelgas del acero, o que haya estado un año en el desempleo, o que haya sufrido
los problemas del prejuicio racial, no ha perdido o desperdiciado su tiempo. Es
un hombre que ha llegado a conocer cuál es su sitio. Si has sobrevivido a eso,
lo que tendrás que decir luego no será otra cosa que la verdad, lo necesario y
real, y por eso será duradero”.
Esas palabras
resuenan ahora como un eco a través de la unción y violencia de la era Obama y
el silencio de quienes coadyuvaron a sus engaños.
Que la amenaza del
poder rapaz – rampante desde mucho antes del ascenso de Trump — ha sido bien
encajada por escritores, muchos de ellos privilegiados y celebrados, y por los
guardianes de las puertas de la crítica literaria y de la cultura (incluida la
cultura popular), es cosa fuera de discusión. No iba con ellos la imposibilidad
de escribir y promover literatura privada de política. No iba con ellos la
responsabilidad de hablar claro, ocupara quien ocupara la Casa Blanca.
Hoy, el falso
simbolismo lo es todo. La “identidad” lo es todo. En 2016, Hillary Clinton
estigmatizó a millones de votantes calificándolos como “panda de deplorables,
racistas, sexistas, homófonos, xenófobos, islamófobos, llamadle como queráis”.
Ese insulto lo pronunció en una marcha LGBT como parte de su cínica campaña
para atraerse a las minorías insultando a una mayoría blanca principalmente
obrera. Divide e impera, se llama eso; o política de las identidades, en la
cual raza y género, al tiempo que esconden la clase social, permiten librar la
guerra de clase. Trump lo comprendió a la perfección.
“Cuando la verdad
es substituida por el silencio”, dijo una vez el poeta soviético disidente
Yevtuschenko, “el silencio es un mentira”.
No se trata de un
fenómeno norteamericano. Hace unos años, Terry Eagleton, entonces profesor de
literatura en la Universidad de Manchester, opinaba que “por vez primera en dos
siglos, no hay ningún poeta, dramaturgo o novelista británico eminente
dispuesto a cuestionar los fundamentos del modo de vida occidental”.
No hay un Shelley
que hable a favor de los pobres, ni un Blake que escriba a favor de sueños
utópicos; no hay un Byron que condene la corrupción de la clase dominante, ni
un Thomas Carlyle y un John Ruskin que desvelen el desastre moral del
capitalismo. William Morris, Oscar Wilde, HG
Wells o George Bernard Shaw no tienen hoy su equivalente. Harold Pinter fue
el último en levantar la voz. Entre las insistentes voces del actual feminismo
de consumo, ninguna se hace eco de Virginia Woolf, que tan bien describió “las
mañas para dominar a otros… por la vía someter, matar o adquirir tierra y
capital”.
Hay algo venal y
profundamente estúpido en esos escritores que se aventuran fuera de su mundo
mimado para abrazar una “causa”. En la sección de reseñas del Guardian del pasado 10 de diciembre había una
refitolera imagen de Barack Obama mirando al cielo y estas leyendas:
“Fascinante gracia” y “Adiós, jefe”
El servilismo
adulatorio discurría página tras página como una suerte de arroyuelo de
pestilente parloteo. “Ha sido una figura vulnerable en muchos sentidos… Pero la
gracia. La gracia integral: en las maneras y formas, en el argumento y el
intelecto, con humor y sobriedad… Es un brillante tributo a lo que ha sido y a
lo que puede volver a ser… Parece dispuesto a mantener el combate, y sigue
siendo un formidable campeón al que hay que conservar de nuestro lado… La
gracia… los casi irreales niveles de gracia…”.
He amalgamado estas
citas. Hay otras todavía más hagiográficas y carentes de moderación. El
apologista en jefe de Obama en The
Guardian, Gary Younge, siempre se ha cuidado de mitigar un poco las
loas. Su héroe “podría haber hecho más”: pero, ¡oh!, esas “soluciones calmadas,
mesuradas y consensuadas…”.
Pero nadie puede
superar al escritor norteamericano Ta-Nehisi Coates, el agraciado con una beca
para “genios” de 625.000 dólares otorgada por una fundación de izquierda
liberal. En un interminable ensayo para The
Atlantictitulado “Mi Presidente era Negro”, Coates aportó un nuevo
significado a la postración. El “capítulo” final, titulado “When You Left, You
Took All of Me With You” [Cuando te vayas, te me llevarás todo contigo] – un
paso de la canción de Marvin Gaye —, describe el espectáculo de un Obama
“saliendo de la limousine, más allá del miedo, sonriendo, saludando, desafiando
a la desesperanza, desafiando a la historia, desafiando a la gravedad”. La
Ascensión, nada menos.
Uno de los rasgos
persistentes de la vida política norteamericana es un extremismo cultista
rayano en el fascismo. Se expresó y reforzó durante los dos mandatos de Barack
Obama. “Yo creo en el excepcionalismo americano con todas y cada una de las
fibras de mi ser”, dijo Obama, quién llevó el pasatiempo militar favorito norteamericano
– los bombardeos y las escuadras de la muerte (“operaciones especiales”) — más
lejos que ningún otro presidente desde la Guerra Fría.
De acuerdo con la
investigación del Consejo de Relaciones Exteriores, sólo en 2016 Obama lanzó
26.171 bombas. Es decir, 72 cada día. Bombardeó a los más pobres de la
Tierra Afganistán, Libia, Yemen, Somalia, Siria, Irak, Pakistán.
Cada jueves – informa
el New York Times —,
él personalmente seleccionaba a quién había que asesinar con endemoniados
misiles lanzados con drones. Bodas, funerales o pastores de rebaños se
convirtieron en blancos de ataque, junto con quienes trataban de reunir las
partes de los cuerpos diseminadas por el “objetivo terrorista”. Un senador
Republicano, Lindsey Graham, estimaba – con aplauso — que los drones de Obama
habían matado a 4.700 personas. “A veces le das a gente inocente, y yo odio
eso”, dijo, “pero nos hemos cargado a miembros muy principales de al Quaeda”.
Como el fascismo de
los años 30, grandes mentiras servidas con precisión de metrónomo. Gracias a
unos medios de comunicación omnipresentes, a la descripción de los cuales
cuadran ahora las palabras del fiscal de Nuremberg: “Tras cada gran agresión,
con algunas excepciones oportunistas, iniciaban una campaña de prensa calculada
para debilitar a sus víctimas y preparar psicológicamente al pueblo alemán… En
el sistema de propaganda… la prensa diaria y la radio eran las armas más
importantes”.
Recuérdese la
catástrofe en Libia. En 2011, Obama dijo que el presidente libio Muammar
Gaddafi estaba planeando un “genocidio” contra su propio pueblo. “Sabemos… que
si esperamos un día más, Benghazi, una ciudad de las dimensiones de Charlotte,
podría sufrir una masacre que reverberaría por toda la región y mancharía la
consciencia del mundo”.
Era la consabida
mentira de las milicias islamistas abocadas a la derrota a manos de las fuerzas
gubernamentales libias. Se convirtió en la historia dilecta de los medios de
comunicación; y la OTAN – dirigida por Obama y Hillary Clinton — lanzó 9.700
“incursiones punitivas” contra Libia, de las cuales más de un tercio dirigidas
contra objetivos civiles. Se usaron cabezas de uranio; las ciudades de Misurata
y Sirte fueron arrasadas. La Cruz Roja encontró fosas comunes, y la Unicef
informó de que “el grueso [de los niños muertos] tenían menos de 10
años”.
Bajo Obama, los
EEUU extendieron las operaciones de “fuerzas especiales” a 138 países, el 70%
de la población mundial. El primer Presidente Afroamericano lanzó lo que
equivalía a una invasión a gran escala de África. Reminiscente del Gran Reparto
de África de fines del XIX, el Comando Africano de los EEUU (Africom) ha
construido una red de peticionarios y suplicantes entre los regímenes africanos
colaboracionistas, ávidos de sobornos y armas estadounidenses. La doctrina
“soldado a soldado” del Africom incrusta oficiales estadounidenses en cada
nivel de mando, desde el generalato al último cabo furriel. Sólo faltan los
salacots.
Es como si la
orgullosa historia de la liberación africana, de Patrice Lumumba a Nelson
Mandela, hubiera sido destinada al olvido por una nueva elite dominante negra,
cuya “misión histórica” – según advirtió Franz Fanon hace ya medio siglo — es
la promoción de “un capitalismo rampante aun si camuflado”.
Fue Obama quien, en
2011, anunció lo que ha terminado conociéndose como el “pivote de Asia”, por el
que casi dos tercios de las fuerzas navales estadounidenses fueron transferidas
al Pacífico asiático para “confrontar a China” (en palabras de su Secretario de
Defensa). No había amenaza china; la aventura era de todo punto innecesaria.
Era una provocación extrema para hacer feliz al Pentágono y a sus enloquecidos
logreros.
En 2014, la administración
Obama supervisó y financió un golpe dirigido por fascistas en Ucrania contra el
gobierno democráticamente elegido, amenazando a Rusia en la frontera occidental
por la que Hitler invadió en su día a la Unión Soviética con una pérdida de 27
millones de vidas. Fue Obama quien emplazó misiles que apuntaban a Rusia en la
Europa del Este, y fue el ganador del Premio Nóbel de la Paz quien incrementó
el gasto en cabezas nucleares a un nivel más alto que cualquier otra
administración desde la Guerra Fría (después de haber prometido en un emotivo
discurso en Praga “ayudar a librar al mundo del armamento nuclear”).
Obama, el “ius-constitucionalista”,
persiguió a más filtradores de información que cualquier otro presidente en la
historia, a pesar de que la Constitución estadounidense los protege
expresamente. Declaró culpable a Chelsea Manning antes del fin de un proceso
que era una farsa. Rechazó el perdón a Manning, que había sufrido años de
tratamiento inhumano que la ONU equipara a tortura. Dio alas a una persecución
judicial falsaria contra Julian Assange. Prometió cerrar el campo de
concentración de Guantánamo, y no lo hizo.
Secundando el
desastre en relaciones públicas que fue George W. Bush, Obama, el delicado
operador de Chicago vía Harvard, se apuntó a restaurar lo que llama “liderazgo”
a escala planetaria. La decisión del comité del Premio Nóbel fue parte de eso:
el tipo de empalagoso racismo inverso que beatificó al hombre por la sola razón
de que resultaba atractivo para las sensibilidades liberal-progresistas y,
huelga decirlo, para el poder norteamericano, ya que no para los niños
acribillados en los países empobrecidos, la mayoría musulmanes.
Tal es el
“Atractivo de Obama”. No difiere mucho del silbido canino: inaudible para la
mayoría, irresistible para los sumidos en el encantamiento y la imbecilidad, y
particularmente para los “cerebros liberal-progresistas anegados en el
formaldehído de las políticas de identidad”, como dejó dicho Luciana Bohne.
“Cuando Obama entra en la sala”, requebró George Clooney, “quieres seguirle a
algún lado, a cualquier lado”.
William I.
Robinson, profesor en la Universidad de California, y miembro uno de los grupos
de pensamiento estratégico incontaminados que han mantenido su independencia
durante los años de silbidos caninos posteriores al 11S, escribía esta semana:
“Puede que el
Presidente Barack Obama… haya contribuido más que nadie a asegurar la victoria
de Trump. Aun cuando la elección de Trump ha disparado una rápida expansión de
las corrientes fascistas en la sociedad civil estadounidense, una deriva
fascista del sistema político está lejos de resultar inevitable… Pero el
contraataque precisa de claridad en el diagnóstico de cómo llegamos al borde de
este peligroso precipicio. Las semillas del fascismo del siglo XXI fueron
sembradas, fertilizadas y regadas por la administración Obama y la elite
liberal políticamente quebrada”.
Robinson señala que
“tanto en su variante del siglo XX como en la incipiente variante del siglo
XXI, el fascismo es, sobre todo, una respuesta a profundas crisis estructurales
del capitalismo, como las de los años 30 y la que empezó con la fusión
financiera de 2008… Hay una línea casi directa que va de Obama a Trump… La
negativa de la elite liberal a enfrentarse a la rapacidad del capital transnacional
y su recurso a las políticas de identidad sirvió para eclipsar el lenguaje de
las clases trabajadoras y populares… empujando a los obreros blancos a una
“identidad” de nacionalismo blanco y ayudando a los neofascistas a
organizarlos”.
El lecho de siembra
es la República de Weimar de Obama, un paisaje de pobreza endémica, política
militarizada y cárceles bárbaras: la consecuencia de un extremismo de “mercado”
que, bajo su presidencia, impulsó la transferencia de 14 billones de dólares de
dinero público a empresas criminales de Wall Street.
Tal vez su mayor
legado sea la cooptación y la desorientación de cualquier oposición real. La
engañosa “revolución” de Bernie Sanders queda al margen. La propaganda es su
triunfo.
Las mentiras sobre
Rusia – en cuyas elecciones los EEUU han intervenido sin embozo — han
convertido en un hazmerreír al grueso de los periodistas autoproclamados
importantes del mundo. En el país que goza constitucionalmente de la prensa más
libre del mundo, el periodismo libre subsiste sólo por honrosas excepciones.
La obsesión con
Trump es una tapadera para mucha de la sedicente “izquierda liberal”: como una
proclamación de decencia política. No son de “izquierda”, ni siquiera
particularmente “liberales”. Buena parte de la agresión norteamericana al resto
de la humanidad ha venido de administraciones Demócratas autoproclamadas
liberal-progresistas: como la de Obama. El abanico político norteamericano va
del mítico centro hasta la derecha lunática. La “izquierda” son renegados sin
techo, a los que Martha Gellhorn describió en su día como “una fraternidad tan
rara como de todo punto admirable”. Excluidos quienes confunden política con
autofijación umbicular.
Me pregunto si,
mientras “se sanan” y “avanzan”, los portavoces de Writers Resisty otros
antitrumpistas reflexionan sobre eso. O más al caso: ¿cuándo surgirá un genuino
movimiento político de oposición? Airado, elocuente, todos para uno y uno para
todos. Mientras la política real no regrese a las vidas de las gentes, el
enemigo no es Trump, somos nosotros.
Fuente: Revista Sin
Permiso
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