Esteban Cruz
Hidalgo. Licenciado en
Economía y Máster Universitario en Investigación en Ciencias Sociales y
Jurídicas.
Fuente: Diario Público de España
¿Qué
implicaciones éticas, morales y políticas tiene una identidad concreta para
exigir un marco institucional particular que distorsione la igualdad de
oportunidades? ¿Hasta qué punto la libertad como capacidad queda limitada por
el poder que los demás tienen sobre uno?
La
tradición ética que se erige sobre los principios de justicia social y
progreso, integra brillantes mentes de diversas disciplinas como el economista
Amartya Sen, la filósofa Martha Nussbaum, o el historiador Eric Hobsbawm. Estos
autores, pueden enmarcarse dentro de la corriente política del republicanismo,
definido como el compromiso de los individuos con unas instituciones de las que
conscientemente forman parte, y de las que se sienten responsables para que
operen como instrumento de justicia en la sociedad, desmarcándose así del
nacionalismo.
Martha
Nussbaum advirtió de la distorsión de los objetivos de la izquierda que se
denomina nacionalista, que supedita a los individuos a determinadas esencias o
cualidades que transcienden a ellos mismos, con las siguientes palabras: “este
énfasis en el orgullo patriótico es moralmente peligroso y que, en última
instancia, subvierte alguno de los objetivos más dignos que el patriotismo
pretende alcanzar: por ejemplo, el de la unidad nacional en la lealtad a los ideales
morales de justicia e igualdad”(Los límites del patriotismo. Identidad,
pertenencia y “ciudadanía mundial”, 1999).
Si
bien, sería injusto e insolente tratar a todos los nacionalismos igual. Se debe
ser consciente de las diferentes realidades que habitan en los modernos
nacionalismos que proliferan en el seno de naciones desarrolladas, con los que
florecen en regiones cuya realidad social hacen de la reivindicación de
justicia y la igualdad su razón de ser. Este es el derecho de los pueblos a la
libre autodeterminación tal como es reflejado en la Carta Internacional de
Derechos Humanos. Esta cara de la identidad cultural en la acción política,
como manifestación de la situación de desventaja sufrida por grupos
minoritarios que reclaman poder vivir su cultura con los mismos derechos
sociales y políticos que el resto, es totalmente diferente de aquella que, a
través de un exceso de importancia a unos determinados factores culturales,
puede suponer una amenaza para las libertades individuales.
La
capacidad de lograr algo, la libertad efectiva de conseguirlo y no solo el
tener permiso para ello, es lo que se encuentra en el corazón del enfoque de
las capacidades de Amartya Sen, que vincula la calidad de vida y el bienestar
con la libertad. Según señala: “el funcionamiento es algo que se logra,
mientras que la capacidad es la facultad de lograr. Los funcionamientos están,
de alguna manera, más directamente relacionados con las condiciones de vida,
puesto que son diferentes aspectos de las mismas. Las capacidades, por el
contrario, son una noción referente a la libertad en un sentido positivo: qué
oportunidades reales se tienen en relación con la vida que uno podría llevar”
(Sobre ética y economía, 1989).
Para
explicar la libertad del sujeto de poder vivir de una u otra forma, de alcanzar
o decidirse por unos u otros objetivos, hay que considerar todo el repertorio
de funcionamientos a su alcance, los cuales dependen en última estancia del
marco institucional existente. Se trata pues, de que las personas tengan las
oportunidades de elegir la vida que ellos quieren llevar, sin limitarse a la
concepción de libertad tan insuficiente de quienes no se preocupan en absoluto
de si algunas personas disfrutan de las oportunidades o son sistemáticamente
privadas de ellas.
Pero,
¿Cómo pueden los nacionalismos restringir las oportunidades reales de los
individuos?
Atendiendo al marco institucional vigente, bajo dominio claramente neoliberal, las capacidades de la gran mayoría de la población dependen en buena parte de los servicios públicos a los que pueden acceder, como sanidad, educación, transporte e incluso vivienda. Con la imposición política de una restricción a los presupuestos públicos, la política fiscal queda condicionada a la capacidad de recaudar impuestos o de emitir deuda pública.
Como
las personas tienen diferentes circunstancias y situaciones, que inciden en sus
capacidades, unas necesitaran mayores recursos que otras para lograr las mismas
oportunidades. De no tomar en consideración tales disparidades, hay quienes se
verán empujados a tomar decisiones en un cuadro de posibilidades muy
restringido, diseñado por las decisiones de otras personas que han tenido un
abanico de opciones más amplio. Evidentemente, el horizonte que se abre no es
ilimitado, pero sí que se puede hacer mucho por ampliarlo y salvar ciertas
circunstancias perniciosas, y la mejor herramienta para ello es el gasto
público.
Esta forma de proceder es lo que denominamos justicia social, la creación de un
marco institucional que atenúe las desiguales condiciones y situaciones en las
que los individuos, de manera arbitraria, nos vemos abocados en alguna etapa de
nuestras vidas.
Centrándonos
en los territorios, existen factores naturales e históricos que afectan a su
desarrollo, tales como guerras, recursos, condiciones ambientales, etc. Pese a
todo, no hay nada que las instituciones no puedan compensar, mediante las
herramientas adecuadas, revirtiendo una dinámica histórica adversa. El progreso
no tiene nada de natural, y bien gestionado, tiende a la integración de la
humanidad mediante un proceso de convergencia que, no sin obstáculos o
resistencias, tiende a equiparar las condiciones de vida y oportunidades, tanto
de clase como territoriales. Tal dinámica lleva a la alteración de las
relaciones de poder, alertando a quienes ven peligrar su posición dominante y
desencadenando reacciones por su parte. Tal proceder es algo que, de una forma
u otra, ha caracterizado la evolución de la civilización.
En
el caso que nos ocupa, un proceso de convergencia regional modificaría la
situación de ciertos grupos de poder. Modificaría su posición frente a la
negociación y localización de todo tipo de inversiones, tanto privadas como
públicas, así como el manejo de otras tareas relacionadas con los asuntos
públicos. Una distribución más beneficiosa del presupuesto total significaría
un mayor espacio fiscal para gastar, blindándose mediante la reafirmación de
los valores nacionales, y promoviendo artificios de diferenciación con respecto
al resto de la sociedad, fundamentalmente históricos, que ocupan un lugar
importante en todos los sistemas conocidos de educación pública. Hobsbawm
denunció tales maniobras apuntando que la historia es: “la materia prima que se
transforma en propaganda y mitología […] Las cosechas que cultivamos en
nuestros campos pueden acabar convertidas en alguna versión del opio del
pueblo” (Sobre la historia, 1998). A su vez, la convergencia con el resto de
regiones sería obstaculizada, pues no se estaría distribuyendo el presupuesto
en función de criterios de justicia social, sino por la jerarquía de una
determinada identidad, quedando las oportunidades que se den en el resto de
territorios, sometidas a sus relaciones.
La
consecuencia inevitable del desarrollo desigual sería una balanza comercial
positiva de la región desarrollada, por su dedicación a actividades de mayor
valor añadido, a consecuencia del resto. En cuanto el mecanismo de encaje de
tal superávit comercial dentro de los balances, que son las transferencias
interregionales, no obedezca a criterios contables, la propia producción de la
región más desarrollada se verá afectada, pues no el resto de regiones no
tendrán los recursos para absorber sus excesos de capacidad productiva,
aumentando el desempleo interior y disminuyendo la riqueza total.
En
fin, aún por mucho que sean interiorizadas como suyas por las masas las
estrategias nacionalistas, éstas no sirven más que para mantener una posición
de poder respecto a otros, en perjuicio del bienestar del conjunto. La
izquierda no puede arroparse con propaganda nacionalista y abandonar el
discurso de la igualdad de oportunidades, aceptando una natural disparidad de
capacidades, cayendo en el fragoroso debate de los sentimientos y las
identidades. La bandera de los progresistas no debe ser otra que la justicia
social, que represente a todas y a todos aún seamos muy diferentes,
independientemente de cómo nos sintamos. Una sociedad plural no necesita
fronteras, sino integración y convivencia en un marco institucional común que
nos permita desarrollar nuestras capacidades, sin resquebrajar la libertad
individual, que se ve afectada en cuanto las decisiones se toman en función de
determinados aspectos que transcienden a las personas. ¿O es que pretendemos
cambiar jerarquías de clase por identitarias? Los progresistas deben dar un
paso al frente y romper con este sinsentido.
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