Las fuerzas de izquierda españolas deban girar sus ojos hacia la otra orilla del Atlántico, no para verla con miradas condescendientes, sino para desde la humildad, aprender. Prof. Augusto Zamora R. para Diario Público de España
EL PUEBLO UNIDO. Augusto
Zamora R. Profesor de Relaciones
Internacionales
Desde
que fue compuesta, en 1975, para la lucha contra la dictadura militar de Chile,
la canción del grupo chileno Quilapayún, pasó a convertirse en el himno
oficioso de las luchas populares de las izquierdas latinoamericanas y también
de España. Es conocida la grabación tomada a los presidentes de Ecuador,
Venezuela, Bolivia, Honduras y Nicaragua cantando, como si estudiantes de los
70 fueran, la canción de Quilapayún, en medio de un mar enfervorizado de
personas que celebraban la victoria de Rafael Correa.
Ha sido
la capacidad de los dirigentes de las fuerzas progresistas latinoamericanas de
forjar unidades, lo que ha hecho posible el milagro de derrotar electoralmente
a la derecha y ganar, una vez sí y otra también, a los búnkeres políticos
tradicionales. No fue camino fácil. En los años del fuego, en la
clandestinidad, la represión y la guerra, las ideologías podían más que las
realidades. Allende fue, en la era moderna, el primero en crear un consenso
entre las disímiles –y opuestas- fuerzas de izquierda chilenas, para forjar una
alianza que pasaría, heroica y trágicamente, a la historia latinoamericana como
la Unidad Popular. Una alianza de fuerzas de izquierda, progresistas y
populares para ganar el gobierno –que se ganó en 1970-, ya que no el poder, que
es una cosa más taimada e implacable, como demostró el golpe militar del 11 de
septiembre de 1973.
No
habría que esperar mucho tiempo para que otro movimiento guiado por la
conciencia de unidad tomara el gobierno y -entonces sí- también el poder. En
julio de 1979, seis años, dos meses y dieciséis días después del sangriento
derrocamiento del presidente constitucional Salvador Allende, una insurrección
nacional, promovida por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN),
derrotaba y destruía hasta los cimientos una dictadura de cuarenta años. El
sandinismo había logrado aquella hazaña gracias a que, primero, supo
reunificar, en febrero de 1979, a las tres fracciones en que se había dividido.
Luego, a que fue capaz de reunir a amplios y dispersos sectores antisomocistas
en un Frente Patriótico Nacional, que juntaba desde socialcristianos
progresistas hasta comunistas archi-radicales. La revolución sandinista empezó
a resquebrajarse con la asunción de políticas sectarias, que llevaron a la
disolución paulatina de la unidad progresista. Al final, el FSLN se quedó solo
y su soledad estaría en la raíz de la traumática derrota electoral de 1990.
En 1989,
el “caracazo” despertó la inquietud de un oficial enviado, junto a decenas más,
a reprimir a la población hambrienta. Hugo Chávez tuvo la inmensa virtud de ser
capaz de reunir en un único movimiento a las diseminadas fuerzas sociales
venezolanas, hasta constituir el Partido Socialista Unido de Venezuela. Luego,
en Brasil, Bolivia, Ecuador, Uruguay, El Salvador, la fórmula de unidad
determinaría el triunfo electoral –y las victorias posteriores- de las
coaliciones populares.
Las
fuerzas de la unidad no se han quedado intramuros. Los gobiernos progresistas
latinoamericanos impulsan, con más voluntad que nunca, la unidad regional, de
la que nació la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC),
primer organismo regional sin la presencia sulfurosa de EEUU. El hecho es
histórico y ha tenido resultados prometedores para la integración regional. Uno
de ellos, poco recogido en los medios de prensa, es que esa ola de triunfos
electorales de las coaliciones populares y el reforzamiento general de los
sistemas democráticos, ha convertido a Latinoamérica en la única región en paz
del mundo y donde los países resuelven pacíficamente sus controversias por vías
diplomáticas o jurisdiccionales, como se constata en el anuario de la Corte
Internacional de Justicia.
Los
procesos de convergencia no han sido, ni son, ni serán, procesos fáciles. La
forja de alianzas requiere capacidad de renunciar a lo que, en última
instancia, no dejan de ser cuestiones tácticas o adjetivas vis-a-vis los objetivos estratégicos
y esenciales. El primero de ellos es arrancar las mayores cuotas posibles de
gobierno a las fuerzas tradicionales y conservadoras, con siglos acumulados
detentando poder y gobierno.
Quien no
entienda esta regla de hierro de la política sabe poco de política. Como bien
decía el -posiblemente-, último político renacentista de Europa, Giulio
Andreotti, “el poder desgasta sobre todo al que no lo tiene”. La izquierda ha
solido desgastarse en cainitas luchas despiadadas, para solaz y disfrute de la
derecha. Parte fundamental del patrimonio de las izquierdas nacionales y
mundiales ha sido dilapidado en guerras sectarias (“yo soy dueño de la verdad,
tú, un traidor”) sirviendo en bandeja de plata el gobierno, el poder, las
tarjetas de créditos y hasta los mariscos a la derecha.
Cuando
las izquierdas son capaces de entrar en procesos de maduración política,
entienden que los adversarios reales no son sus hermanos ideológicos, sino esa
casta que cobra coimas, trafica con los dineros públicos, tiene cuentas en paraísos
fiscales y vende sin sonrojo las riquezas y recursos del país a voraces poderes
extranjeros. Cuando demuestran a los ciudadanos que son capaces de crear
consensos, las izquierdas multiplican exponencialmente sus posibilidades de ser
y de hacer política en mayúscula.
Maceradas
las divergencias, es posible crear consensos y programas claros que fijen los
objetivos a favor de los desfavorecidos y excluidos, asumiendo así, de forma
inteligente y práctica, las responsabilidades adquiridas con los sectores
olvidados. En ese escenario, sus potencialidades electorales se multiplican y
consolidan, permitiéndoles alcanzar el gobierno, no ya de manera residual, sino
como fuerzas políticas consolidadas a las que no es posible ningunear. Alcanzar
cuotas amplias de gobierno hace posible poner en marcha y ejecutar procesos de
cambio desde los cuales es viable arrancar –es el verbo preciso- cuotas
cada vez mayores de poder a los búnkeres nacional-derechistas. Y, por fin,
devolver a los excluidos los derechos económicos, sociales y culturales que les
han sido arrebatados: sus derechos a salud, educación, trabajo, vivienda,
cultura, dignidad…
La
historia es una suma de momentos efímeros, como las glorias. Quien hoy tiene
noventa, mañana tendrá diez o tendrá nada. Hay quienes, por no entender, no
logran ser siquiera chispas; otros, entendiendo el momento, logran darle
eternidad a lo efímero. La lucha por el respeto objetivo y real de los derechos
humanos ha sido larga, dura, difícil y llena de retrocesos, como los que se
viven ahora. Pero ahora hay una posibilidad cierta de cambiar la situación y
las posibilidades del cambio dependerán de la madurez con que actúen las
organizaciones y fuerzas políticas y sociales, de izquierda y progresistas.
Puede
que sea este el momento en que las fuerzas de izquierda españolas deban girar
sus ojos hacia la otra orilla del Atlántico, no para verla con miradas
condescendientes, sino para, desde la humildad, aprender. Con miradas que
asuman las reglas básicas que han permitido reelegirse a Evo Morales con el 61%
de votos, ganar unas duras elecciones a Dilma Rousef y, con casi total
seguridad, posibilitar un nuevo triunfo al Frente Amplio uruguayo.
Podríamos
pensar, entonces, en que no sería remota la posibilidad de ver a un presidente
de gobierno español cantando (herejía entre las herejías para los hijos de la
OTAN), con unos cuantos presidentes latinoamericanos, la canción de Quilapayún,
de que el pueblo unido jamás será vencido. Porque, efectivamente, los pueblos
que saben construir y mantener la unidad son invencibles. Dar la talla no es
fácil, pero ese es el reto actual de la izquierda política y social española,
que vuelve a moverse entre el ser de la realidad y la nada de los ascetas, con
el riesgo de terminar como en el Simón del Desierto, del irreverente maestro Luis Buñuel,
al pie de la columna, disputando sobre hipóstasis, anástasis y apocatástasis.
¿Podrán generar un Leandro N. Alem? Porque si no empiezan por el principio....
ResponderEliminarEn Europa existe un prejuicio negativo: El Líder. Cosa que se hace extensivo a la izquierda. Yo creo que allí radica un tema complejo. La ausencia de líderes por esa negatividad que tiene el concepto hace de lo dificultoso de una construcción popular.
ResponderEliminarEsto es para destacar:
ResponderEliminar"la única región en paz del mundo y donde los países resuelven pacíficamente sus controversias por vías diplomáticas o jurisdiccionales"
Hay algo que nos falta, y que todos los grandes pueblos del mundo han tenido, una idealización propia y personal. Una mitología ancestral que argumenta su escencia y a la que recurren para autoinsuflarse motivación y unidad. La tienen los chinos, los japoneses, los británicos, los europeos. Especialmente en Argentina parecemos huerfanos de misticismo y cultura. Nuestros jóvenes se acercan con el anhelo de ser "adoptados" al fogón de la cultura anglosajona, toman prestadas culturas ancestrales como la japonesa con sus samurais y ninjas, la europea con sus vikingos, sus "caballeros" y sus fetiches "góticos".
De América su tierra natal, no toman nada, no encuentran nada, y sin embargo hay algo valiosísimo que tenemos. Y que se expresa un poco en esa frase que cité arriba. Enseguida me hizo acordar a lo que escribía Cristobal Colón sobre los pueblos que encontró en America:
"Son gente de amor y sin codicia y convenibles para toda cosa… ellos aman a sus prójimos a sí mismos, y tienen una habla la más dulce del mundo y mansa, y siempre con risa". "Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo", "Y creo que ligeramente se harían cristianos, que me pareció que NINGUNA SECTA TENIAN".
Tenemos algo maravilloso de lo que aferrarnos y decir "esto somos". Algo que no tienen muchos de esos grandes y famosos pueblos que gobernaron el mundo a traves de la historia. No nos representa un Genghis Khan, ni un Cesar, ni un rey David, ni un Dario de persia, ni un Napoleon, ni un clan Tokugawa, ni un Hitler, y esperemos que jamás nos represente un Bush, un Reagan, ni una Tatcher. Todos históricos genocidas de pueblos y civilizaciones enteras.
Latinoamerica tiene buen material para construir una ancestral identidad y mitología propias. Hay quien dice que la famosa "Altantida" no sería otra que la propia sudamerica: "esa tierra de abundancia y pueblos que viven en paz y armonía ubicada en medio del gran océano". Mitología, verdad, realidad, todo esta ahí para constuir un nuevo gigante continental con valores propios y ancestrales. Esos valores idealizados, que alguna vez fueron reales a los ojos de los que veían por primera vez a un pueblo de "buena gente" y siempre feliz.