Cuando el arte explica: Fábula del gato de Felipe González: “No importa si el gato es blanco o negro; lo que importa es que cace ratones” (Deng Xiao Ping 1960)
por Luis
Sepúlveda, escritor, coautor de Últimas noticias del Sur, Espasa, Barcelona, 2012.
La crisis afecta a los españoles con toda su furia devastadora.
Pero el PP y el PSOE son incapaces de explicar a los ciudadanos qué ha pasado.
La función de un Gobierno es hacer el relato de la sociedad, con sus
contradicciones y problemas, pero este relato no existe en España porque desde
la muerte de Franco en 1975 y el inicio de la Transición, los responsables
políticos han hecho de la pereza intelectual una marca de identidad. El gran
escritor chileno, residente en España, Luis Sepúlveda, nos propone su propio
relato de la ascensión y caída de una ilusión económica.
La literatura sirve para explicar la complejidad del universo,
porque el relato tiene como punto de partida un lugar y un momento determinado.
La crisis me afecta de una manera directa, muchos de mis amigos españoles la
padecen con toda su furia devastadora, sienten que el futuro no puede ser más
incierto y contemplan atónitos como la normalidad de un país europeo se
desmorona cada día entre la deriva de dos Gobiernos, del Partido Popular y del
PSOE, incapaces de hacer una exposición que permita a los ciudadanos entender
qué diablos pasó, qué está pasando y, lo peor, qué demonios pasará mañana. Se
supone que la función de cualquier Gobierno es mantener actualizado el relato
de la sociedad, con todas sus contradicciones y problemas, pero este necesario
relato no existe en España, no ha existido nunca, porque desde la muerte de
Franco y el inicio de la transición a la democracia, los responsables de la
conducción política del país hicieron de la pereza intelectual una marca de
identidad. No había para qué pensar en un modelo de país viable y, si se
revisan como yo lo he hecho, las intervenciones en el Parlamento o los
discursos de las campañas electorales, no se encontrará ni una sola frase
memorable que apuntara a eso que se llama idea de país y sociedad.
El único estadista español que intentó trazar el relato de la
sociedad española fue Azaña. No hubo ni hay otro, porque la gran carencia de
España es la falta de una burguesía ilustrada, esa misma que genera la figura
del Hombre o la Mujer de Estado.
La única frase destacable es la cita que Felipe González hizo de
un proverbio chino: “no importa si el gato es blanco o negro; lo que importa es
que cace ratones”. Y a partir de esa frase, que se impuso aplicada a todas las
situaciones sociales, económicas, culturales y políticas, intentaré hacer un
relato que me permita entender qué diablos pasó, qué demonios está pasando, y
por qué está pasando. Como ciudadano europeo necesito un relato para entender
este presente de pesadilla, que me ayude a encontrar la puerta de salida y no
dejar que me atrape como el maldito retrato de Dorian Gray.
Hacía bastante frío en Madrid la mañana del 4 de febrero de 1988,
pero las bajas temperaturas se sentían en la calle y no así en la bien
atemperada sala del Palacio de Congresos. Más de mil empresarios convocados por
la APD, Asociación para el Progreso de la Dirección, esperaban las palabras
animadoras de Carlos Solchaga, ministro de Economía y Hacienda del gobierno
socialista de Felipe González.
Y el ministro habló: “España es el país donde se puede ganar más
dinero a corto plazo de Europa y quizá del mundo. No sólo lo digo yo: es lo que
dicen los asesores y expertos bursátiles”.
El aplauso hizo subir la temperatura a niveles tropicales. El PSOE
hablaba claro y contundente; España era un país en donde sólo los imbéciles no
podían ser ricos, o vivir convencidos de que eran ricos. Cualquier
consideración sobre las reglas fundamentales de la economía, sobre ética o
solidaridad social, sobre la idea socialdemócrata del bienestar o acerca de una
eventual posición de izquierda respecto de la génesis de la riqueza, podía ser
considerada un escollo salvable, insignificante, intrascendente en el camino
hacia una sociedad cuya única seña de identidad sería la riqueza, y además a
corto plazo.
¿Y cómo un país puede caer en la trampa de la fortuna súbita? La
crisis global tiene ya muchas explicaciones dadas por economistas que obvian lo
fundamental: que el sistema capitalista en su conjunto ha fallado, pero en el
caso específico de España las razones han de buscarse en una transición del
Estado dictatorial nacional-católico a un Estado democrático, cuya máxima fue
el borrón y cuenta nueva.
En España todas las discusiones fueron postergadas o relegadas a
un plano intrascendente en aras de la incorporación al conjunto de naciones
democráticas europeas. Así, la experiencia democrática republicana fue
ignorada, aún al precio de quedar sin referente histórico, y primó un modo de
ser basado, más que en el deseo de ser rabiosamente occidentales en la Guerra
Fría con la incorporación en la OTAN, en la maldición cultural española llamada
“La Picaresca”. El gato, fuera cual fuese su color, tenía que cazar ratones.
Puede resultar simpático que un canalla le coma las uvas a un
pobre ciego, pero cuando esa picaresca se convierte en fórmula para aceptar el
día a día, a todos los niveles y, peor aún, para gobernar, los resultados
permanecen, inmutables, porque lo que se hace mal siempre está presente para
recordarnos justamente lo que hicimos mal.
Algo que se hizo muy mal en España, y se insiste en ello, fue una
perversión del vocabulario para alejarlo de la realidad. No es casual que el
terrorismo de Estado practicado en la lucha contra ETA en los años 1980 fuera
llamado política antiterrorista, ni que la palabra crisis fuera remplazada por
“desaceleración del crecimiento”, o que el rescate de la banca privada sea
presentado como “préstamo de óptimas condiciones”. Desde el primer día de la
Transición el eufemismo se impuso como parte fundamental del discurso político.
Tres años antes de la caída del muro de Berlín, del final del
llamado socialismo real de los países del Este de Europa, y del establecimiento
fallido del primer “nuevo orden internacional”, España ingresaba a la Unión
Europea, y la palabra globalización fue entendida como una suerte de algarabía,
sin una sola reflexión acerca del cómo integrar al Estado español en este nuevo statu
quo, de prever la manera de ser parte del fenómeno globalizante de
la economía. Así, con la certeza de pertenecer por ósmosis a la parte rica de
la humanidad, la clase política española en su conjunto, los economistas
españoles casi sin excepción, no hicieron el menor análisis sobre las
consecuencias del hecho que es genéricamente el primer paso hacia la actual
crisis.
Cuando las economías más fuertes del mundo decidieron que los
países menos desarrollados debían ser un gran mercado en expansión, a condición
de que compitieran con los productos del Primer Mundo, ningún profeta al estilo
de Carlos Solchaga se detuvo a pensar que, por muy injustas y maniqueas que
fueran las condiciones impuestas a los países del Tercer Mundo para competir,
estas generarían una dinámica imparable: los pobres empezarían a vender cada
día más a los ricos, a competir con las industrias del primer mundo.
Los países pobres empezaron a crecer a un ritmo sorprendente y
pasaron a llamarse economías emergentes. Esto, que muy bien podía haber quedado
como una ética y justa reparación por siglos de saqueos, no quedó ajeno a las
minorías dueñas de la mayor parte de la riqueza de las potencias industriales,
e impusieron a los Estados una visión económica por sobre las consideraciones
políticas. Decididos a participar de la nueva riqueza que se genera en los
países emergentes no vacilaron en sacrificar a sus propias industrias
nacionales. Las deslocalizaciones de fábricas y entramado productivo, los
chantajes del tipo “o no pago impuestos o me voy”, como el caso de la sueca
Volvo, obligaron a los países del Primer Mundo a tomar medidas restrictivas y
el Estado de Bienestar empezó a mostrar las primeras fisuras de un
desmantelamiento al parecer imparable.
Y cabe preguntarse si era ésta una nueva forma de actuar de los
dueños de la riqueza. No. No era una novedad en el comportamiento del
capitalismo. Quien mejor supo definir esta actitud mucho antes de que la
globalización entrara en el vocabulario de la economía y de la política, fue el
presidente de una lejana nación sudamericana, Salvador Allende, que en un
discurso pronunciado ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el cuatro
de diciembre de mil novecientos setenta y dos, dijo: “Estamos ante un verdadero
conflicto frontal entre las grandes corporaciones y los Estados. Estos aparecen
interferidos en sus decisiones fundamentales –políticas, económicas y
militares– por organizaciones globales que no dependen de ningún Estado y que
en la suma de sus actividades no responden ni están fiscalizadas por ningún
Parlamento, por ninguna institución representativa del interés colectivo. En
una palabra, es toda la estructura política del mundo la que está siendo
socavada”.
El Mercado comenzó a actuar como una dictadura y, la política, ese
viejo arte de lo posible, pasó a ser una competencia para ver quienes gestionan
mejor los intereses, en ningún caso de los países, sino del Mercado.
Pero todo esto fue voluntariamente ignorado por los políticos
españoles, el “desprecio lo que ignoro” tan característico del pícaro, los
llevó al inmovilismo absoluto en términos de cómo afrontar los primeros
síntomas de la crisis.
No hay político español que dude al afirmar que el turismo es la
primera o segunda industria española, ninguno se atreve a reconocer que está
sujeto a contingencias ajenas a la voluntad del hombre y, que lo que genera,
además del enriquecimiento de los dueños de los establecimientos turísticos, es
un complejo de inferioridad que daña a las sociedades que viven del turismo. No
es lo mismo ser habitante de un país puntero en innovación tecnológica que de
un país de camareros, cocineros y recepcionistas.
La incorporación de España, junto a Grecia y Portugal, a la Unión
Europea significó, además de abandonar el aislacionismo y la autarquía,
recibir, ya sea como Fondos de Cohesión o de Ayuda al Desarrollo, más dinero
del que el Plan Marshall puso en toda la Europa de posguerra. Durante el
periodo 2007-2013, España continúa recibiendo fondos por un importe de 3.250
millones de euros y, a pesar que durante los ocho años del aznarismo la
consigna de “España va bien” fue un dogma, y que en el Gobierno de Rodríguez
Zapatero se aseguraba que la economía española superaba a la italiana, se
acercaba a la francesa y el sistema financiero español era el mejor del mundo,
España no ha puesto ni un euro para los diez países incorporados a la UE en
2004.
Este último detalle debió alertar a los dirigentes de toda Europa
sobre la sostenibilidad de la economía española, pero no ocurrió así porque los
mercados habían descubierto, de la misma manera como sucedió en Estados Unidos,
un negocio mucho más rentable que la modernización del sistema productivo
español: la especulación inmobiliaria y la concesión ilimitada de préstamos
hipotecarios.
A ningún político o economista español le preocupó que en los
últimos cinco años anteriores a la crisis surgida a partir de la quiebra del
banco Lehman Brothers, las economías emergentes como China, la India y Brasil
crecieran a un ritmo desenfrenado. No les afectaba, los empeños por ser
competitivas de las pocas empresas españolas capaces de incidir en la economía
global les resultaban indiferentes en contraste con las ganancias a corto plazo
que aseguraba la construcción, el ladrillo.
La corrupción irrumpió en la vida política española como la
esencia misma de la picaresca: yo te financio los gastos electorales y tú me
recalificas el suelo de tu ayuntamiento declarándolo urbanizable. Así, se
dieron esperpentos como una ciudad fantasma llamada Seseña, más de 13.500 pisos
levantados en un secarral, sin agua, ni electricidad ni infraestructuras
urbanas, construidos gracias a la generosidad de bancos que, antes de conceder
los primeros créditos a un analfabeto pero pícaro llamado Paco
el Pocero –pocero es
el desatascador de alcantarillas, alguien que vive de los excrementos– elevaron
artificialmente el precio del suelo y en consecuencia el valor de los pisos que
ni siquiera existían en los planos.
El ejemplo de Seseña se repitió a lo largo y ancho del territorio
español. Y naturalmente que la construcción, que el ladrillo, daba empleo. El
ex presidente Rodríguez Zapatero, en una de sus más esperpénticas declaraciones,
aseguró que entre 2006 y 2008 en España se habían creado más puestos de trabajo
que en Francia, Italia y Alemania juntas, pero ocultando que los salarios eran
la tercera parte de los que ganaban los trabajadores de Italia, Francia y
Alemania. El país iba bien, muy bien. El mito de la “Marca España” se
consolidaba como un dogma más.
El modelo productivo dependiente de la construcción como eje
central no sólo corrompió la vida política, sino también la cultural y social.
La educación fue un derecho al que cientos de miles de jóvenes renunciaron
voluntariamente. El ladrillo, la construcción, los esperaba con los brazos
abiertos. ¿Por qué esforzarse cinco o más años para ser médico o ingeniero si
depositando sus tres primeros sueldos en un banco o caja de ahorros les
concederían un préstamo hipotecario a 30 ó 40 años, y podrían comprar de
inmediato un piso, un coche, un televisor de alta definición y el iPhone de
última generación?
Nunca un país vio una deserción escolar tan grande en tan poco
tiempo. Nunca un país sacrificó su futuro de una manera tan entusiasta bajo la
consigna del “compra dos”.
La fiebre del ladrillo y la corrupción generalizada llevó a
construir aeropuertos en los que jamás ha aterrizado un avión, líneas de tren
de alta velocidad a los que no sube ningún pasajero, circuitos de Fórmula 1 en
medio de ciudades, palacios de la cultura faraónicos en los que hoy anidan los
pájaros. Y entre todo eso, los bancos ofrecían los balances más favorables de
la historia. El gato cazaba ratones.
España iba bien, las proféticas palabras de Solchaga se cumplían,
España era el mejor país del mundo para ganar dinero a corto plazo. Y todo
gracias a un recurso natural inagotable que cada día subía de valor: el suelo.
La cultura empresarial de un país se mide en la diversidad de su
producción. El ladrillo se encargó de asesinar ese axioma, y las pequeñas y
medianas empresas dedicaron sus líneas productivas casi enteramente al boom de la construcción.
Tal vez la mayor prueba de incapacidad intelectual de los
dirigentes políticos españoles, consistió y consiste en no entender que el
necesario relato de la sociedad debe ceñirse a las reglas dramatúrgicas
aristotélicas; tiene, en progresión, un planteamiento, un clímax y un
desenlace. Esto, en buen castellano puede traducirse en no creer que el futuro
es una repetición del presente, y en economía se trata de entender que los
ciclos tienen, indefectiblemente, un final. España es un país católico y lo que
cabía esperar era que sus dirigentes dieran una pequeña mirada a los tiempos
bíblicos, y así habrían descubierto que el casto José interpretó el sueño del
faraón con las vacas gordas que se convertían en vacas flacas, como la
premonición del fin de un ciclo económico.
Cuando empezó el boom de la construcción todos los
dirigentes políticos y sindicales de España sabían que estaban sentados sobre
un barril de pólvora, pero, salvo las voces tímidas de Izquierda Unida
advirtiendo del peligro, nadie se atrevía a poner el cascabel al gato. El gato
tenía que seguir cazando ratones, aunque estos no existieran.
Dice Bertolt Brecht en un poema, que de la misma manera como los
pueblos deben cambiar a los dirigentes que no sirven, a veces los dirigentes
deben cambiar de pueblo. Claro que es una afirmación cínica, pero es lo que
deben haber sentido en el PSOE al conocer los resultados de las dos últimas
elecciones, autonómicas y municipales primero, y luego generales, el año
pasado. Los primeros pasos para enfrentar la crisis que dio el Gobierno de
Rodríguez Zapatero –luego de negar su existencia porque los ideólogos del libre
mercado le habían convencido de que la economía española era invulnerable–
significaron el abandono de cualquier pretensión de izquierda o socialdemócrata
en la política de un gobierno socialista. No se hizo un sólo análisis coherente
de cara a la sociedad para explicar lo que ocurría, para que el ciudadano
entendiera por qué los bancos dejaban de conceder préstamos, por qué las
pequeñas y medianas empresas caían, arrastradas por un efecto dominó y el paro
crecía día a día, minuto a minuto. Y la derecha, el Partido Popular, además de
hacer la oposición más irresponsable que se haya visto en un país democrático,
torpedeaba los tímidos intentos del Gobierno por hacer una política que salvara
la situación. Sólo que la situación no estaba representada por la creciente
ansiedad y desamparo de los ciudadanos, sino por una jamás explicada necesidad
de “recuperar la confianza de los mercados”, que se tradujo en entregar dinero
del erario público a los bancos que, tal como ocurrió en Estados Unidos, tenían
sus cajas llenas de activos tóxicos.
Los últimos meses del Gobierno del PSOE tuvieron el sello de la
comedia lentamente transformada en tragedia. De una parte el Gobierno recortaba
sueldos, entregaba más dinero público a los bancos, y de la otra parte,
personajes como el actual ministro de Hacienda y Administraciones Públicas,
Cristóbal Montoro, no vacilaban en declarar públicamente: dejemos que España
caiga, ya la levantaremos nosotros. Tampoco lo hacía mejor Luis de Guindos, hoy
ministro de Economía y Competitividad. Fue el hombre de Lehman Brothers en
España y Portugal, alguien que consciente y sabedor de las investigaciones
realizadas por la Reserva Federal de Estados Unidos, que acusaban a las
agencias de calificación norteamericanas de haber falseado la situación del
banco que luego quebró y arrastró a todo el sistema financiero, no advirtió al
Gobierno español de los alcances del aluvión que se dejaba caer.
Así, mientras el Gobierno socialista recortaba prestaciones bajo
el eufemismo de “necesarios ajustes” o “deberes impuestos por Bruselas” y
entregaba dinero a los bancos, el paro crecía de los dos a los tres millones, a
los cuatro, hasta superar los más de cinco millones de desempleados que hoy
tiene España. Al amparo de las sombras, con nocturnidad y alevosía, se cambió
la Constitución para fijar unas metas de déficit imposibles de cumplir a
rajatabla sin agregar otra crisis a la económica; la social, la de la pobreza
que campeaba sobre el suelo español, ese suelo que no valía tanto como habían
determinado los tasadores bancarios.
En las elecciones, la falta de relato para entender lo que
ocurría, llevó a los ciudadanos a la más nefasta de las preguntas: ¿Queremos
ser ciudadanos o consumidores? Y gran parte de la sociedad se decidió por lo
último y otorgó una aplastante mayoría absoluta a la derecha.
¿Y el gato? ¿Había dejado de cazar ratones? Una nueva despensa se
abrió para la voracidad del gato. España sacó a la venta su deuda pública. Con
el dinero recibido por el Gobierno, los bancos, en lugar de mantener las líneas
de crédito que hubieran sido la salvación de muchas pequeñas y medianas
empresas, o de revisar los créditos hipotecarios y no pasar violentamente al
embargo de las propiedades de los que no podían seguir pagando, se dedicaron a
comprar deuda pública al 3, 4 y 5% de interés. La especulación contó con la
inapreciable ayuda del Estado, con el dinero público. ¿Cómo afectó la crisis al
sistema financiero español? Simplemente dejó de ganar tanto, pero en ningún
caso dejó de ganar.
Según las reglas económicas de la UE, son los Estados los que
avalan la seriedad, sostenibilidad y salud de sus sistemas financieros, de la
economía privada. Esta perversión del capitalismo permite que las ganancias se
mantengan a beneficio de los especuladores, pero cuando hay problemas o
situaciones de riesgo, ahí está el Estado, el dinero público para sacar las
castañas del fuego.
Las arcas fiscales se agotaron a pocos meses del fin del Gobierno
socialista, el gato seguía con hambre de ratones, y entonces intervino el Banco
Central Europeo concediendo préstamos al 1% de interés, y sin la menor
investigación sobre el estado real de salud de los bancos españoles que los
recibían. Y el gato siguió engordando: con ese dinero conseguido al 1% de
interés, con el aval del Estado, se dedicaron a comprar más deuda pública
española, al 4, 5, 6 y 7% de interés. Sí. España seguía siendo el mejor país de
Europa y del mundo para ganar dinero a corto plazo.
En el país de los eufemismos, al asco frente a la corrupción se
llama “desafección de la política”. Mientras el país se hundía en la ciénaga
del desempleo, los ejecutivos y directores de los bancos y Cajas de Ahorros preparaban
sus retiros auto otorgándose indemnizaciones millonarias ante la impavidez de
la mal llamada “clase política”. Una clase social defiende sus intereses como
tal, y la clase política española al servicio del mercado defiende los
intereses de los especuladores. Pero hay excepciones, y de la misma manera como
Roma no premia traidores, el mercado sí premia a quienes han demostrado
fidelidad. No es casual que el ex presidente José María Aznar sea asesor
“ético” del imperio Murdoch, asesor externo de la multinacional energética
Endesa, que el ex presidente Felipe González sea consejero independiente de Gas
Natural-Fenosa, o que la ex ministra socialista Elena Salgado haya fichado
también por Endesa, como consejera de la filial chilena Chilectra, impulsora de
los peores crímenes medio ambientales en la Patagonia. Formidable el gato,
nunca deja de cazar ratones.
En España, al contrario de lo que ocurre en otras latitudes,
tenemos pánico del amanecer, porque la aurora nos trae nuevas sombras y cada
vez más espesas. El Gobierno del Partido Popular, fiel a lo que es Mariano
Rajoy, un registrador de la propiedad, un burócrata decimonónico de los que
usaban manguitos de felpa negra para proteger la inmaculada blancura de sus
camisas, amparado en la mayoría absoluta se ha convertido en una suerte de
emisario de lo que dictan los mercados para aumentar la precariedad de los
ciudadanos transformados en consumidores en desgracia. Cada amanecer somos
despertados por un nuevo zarpazo del gato que insiste en cazar ratones, aunque
tengan forma humana. Recortes a la educación, recortes sanitarios, más despidos
presentados como “ajustes”, y silencio absoluto frente a los nuevos escándalos
de corrupción, robo, estafa, cometidos por instituciones como Bankia, un banco
que, tras presentarse como la institución financiera más sólida, hoy amenaza
con hacer estallar todo el sistema financiero.
Bankia nace de la fusión y consiguiente desnaturalización de un
conjunto de Cajas de Ahorros. El afán de ser “competitivos” en el mercado
elimina la función social de las antiguas cajas, los primeros resultados son
muy optimistas, esperanzadores para quienes han invertido en acciones, pero en
muy poco tiempo algo inexplicable hasta ahora ocurre, el balón se desinfla y
Bankia recibe una inyección de dinero público de 23.500 millones de euros, más
que todo el presupuesto de infraestructuras del Estado español.
Supongo que todos hemos visto la imagen de un banquero saltando al
vacío durante el crash económico de 1929, pero en España, banqueros como el ex
ministro de Aznar Rodrigo Rato, ex funcionario del FMI y ex presidenciable no
considerado por el dedo de Aznar que prefirió indicar a Mariano Rajoy como
sucesor, no salta por ninguna ventana de La Castellana. No con un sueldo de
2.184.000 euros.
Así, todo intento de hacer un relato sobre qué diablos pasó, qué
demonios pasa y qué va a ocurrir mañana, empieza y termina con el llamado a la
corrupción, al abandono de la ética que pronunciara Carlos Solchaga y que
refrendara la alusión al gato de color indefinido citado por Felipe
González.
Karl Marx escribió que el capitalismo tenía el germen de su propia
destrucción. El filósofo de barbas blancas pensaba en Inglaterra, pero si hoy
estuviera sentado bajo el sol en una playa de Marbella y con el gato que caza
ratones en sus piernas, tal vez descubriría que el capitalismo clásico,
sustentado en la explotación generadora de plusvalía, lejos de auto destruirse
se ha metamorfoseado en el rostro invisible del mercado, en el cuerpo inasible
del mercado, en la voracidad inimaginable del mercado. Y tal vez con su iPhone
llamaría a su colega Friedrich Engels. Juntos, en bermudas y bajo el sol de
Marbella escribirían: “un fantasma recorre el mundo. Es el fantasma del mundo
en que queremos vivir, el fantasma posible de la sociedad posible en que
deseamos participar”.
Pero mientras ese fantasma no empiece su andar, el maldito gato
seguirá cazando ratones.
Fuente: Le Monde
diplomatique España
La falta de relato para entender lo que ocurría, llevó a los ciudadanos a la más nefasta de las preguntas: ¿Queremos ser ciudadanos o consumidores? Y gran parte de la sociedad se decidió por lo último y otorgó una aplastante mayoría absoluta a la derecha.
ResponderEliminarPasa lo mismo en nuestra Patria. Y esta es la mayor crítica que le hago al kirchnerismo. Haber cimentado sus políticas desde el consumo suponiendo que ese estado individual iba a general conciencia social inclusiva. El paradigma político consumo es puramente individualista y está muy lejos del "colectivo" tan declamado.
Si todo en política es tener más que antes, sin que importe si ese tener más significa estar mejor, quién le pone freno a esa lógica meramente economicista.
No coincido del todo con Luis Sepulveda, él pone al PSOE y a las fuerzas PP y conservadoras en la misma bolsa. Felipe tuvo que consolidar la democracia recibió el país más atrasado de Europa, el más cerrado , una sociedad aislada y con más de 40 años de dictadura
ResponderEliminarEntre sus logros podemos mencionar “la mejor sanidad pública", "el derecho a la educación, se abrieron las puertas de las Universidades. “Alcanzo un crecimiento económico y una ordenación de buena parte de los índices macroeconómicos, cosa que fue posible gracias a un importante logro: la incorporación de España y Portugal a la Unión Europea en 1986 que permitió la masiva entrada de capital extranjero en España y la instalación de numerosas plantas industriales, aprovechando los bajos salarios españoles (comparados con los del resto de Europa), así como un billón de pesetas anual de los fondos de cohesión y regionales provenientes de la Comisión Europea.
En cuanto a la política europea, En este período España era muy respetada e influyente en Europa, teniendo una consideración y capacidad de decisión para los asuntos importantes de la construcción de la Europa Unida verdaderamente importante. Eran fundamentalmente Francia (con Mitterrand), Alemania (con Helmütt Khol) y España (con González) quienes acababan decidiendo.
Se introdujo una semana laboral de 40 horas, mientras que el derecho a vacaciones pagadas se extendió a hasta 30 días por año. También se establecieron los fondos de pensiones, junto con la provisión para turismo social. Además, la edad de escolaridad aumentó de 14 a 16, mientras que el número de becas educativas se multiplicó por ocho
El sistema de pensiones se extendió a las personas necesitadas, universales educación pública fue ampliada de todos los niños menores de 16 años, y se establecieron nuevas universidades. Cuidado de la salud fue reformado, creando el servicio nacional de salud y el desarrollo de la medicina de atención primaria basada en "centros de salud" donde se prestó la atención primaria integral para adultos, mujeres embarazadas y pacientes pediátricos. Cuando salió de oficina, España tenía la generación joven mejor preparada de la historia y las mujeres habían indicado afrontamiento roles de liderazgo como nunca antes
Aznar no tuvo que hacer nada de esto recibió un país moderno, exportador, integrado, y con buena actividad económica y bienestar.
Empezo con la idea de pagar la deuda, en medio de las economías europeas relativamente estancadas, el crecimiento del PIB del 2,3% hizo España la segunda economía de más rápido crecimiento en la Unión Europea en 2003. Continua expansión permitió que el gobierno español proclamar con orgullo que terminaría el año con un superávit por primera vez en la historia Caen las exportaciones, disminución de consumo doméstico y un agudo descenso en los ingresos turísticos ayudó a llevar el crecimiento anual del producto interno bruto hasta un 2% aproximadamente, el nivel más bajo desde 1996. Además, aumento de las tasas de criminalidad y casa alza precios (hasta casi 50% desde 1998) fueron objeto de preocupación pública generalizada. Un polémico Decreto ley emitido el 27 de mayo presentó nueva restricción al derecho a las prestaciones, haciendo más difícil para aquellos recibiendo asistencia a rechazar empleos ofrecidos por la Agencia de empleo pública y eliminó el subsidio especial para trabajadores agrícolas en el sur.
La crisis y la recesión española tienen más que ver con los gobiernos últimos Zapatero y compañía sean ya del PSOE o del PP fueron títeres de la desregulación que permitió la inversión de dinero de ahorristas españoles en la timba americana con destino al desfalco y la estafa lo cual es una actividad delictiva y no una política
PACO MIRO