Militantes
en su juventud y periodistas después, las autoras relatan –en el libro Putas y
guerrilleras, que distribuye Planeta en estos días– las torturas, abusos y
violaciones que sufrieron cientos de mujeres en los centros clandestinos en la
década del ’70. En algunos casos fueron también relaciones tortuosas nacidas
bajo tormentos con sus victimarios. Aquí, como anticipo, un extracto de la
introducción de Miriam Lewin.
Mártires y prostitutas por Miriam Lewin
Era un 24 de marzo, aniversario del
golpe, y me habían invitado a Almorzando con Mirtha Legrand. Aceptar estar ahí
significaba para mí renunciar a ir a la ESMA, ahora a un acto multitudinario,
el día de su conversión en espacio para la memoria. Decidí ir al programa de la
ex diva del cine argentino devenida entrevistadora, sobre todo porque iban
también Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, y Mariana
Pérez, cuyos padres, desaparecidos, habían militado conmigo. Mariana había
buscado incansablemente a su hermano Rodolfo, nacido en la Escuela. Yo había
estado presente en el parto. Había visto a ese bebé sobre el pecho de su madre,
sabía que había sido arrebatado después y había declarado en tribunales sobre
el tema. La mesa la completaban dos jueces del Juicio a las Juntas y un
periodista. Seguramente el programa iba a ser visto desde sus casas por mucha
gente que aún no sabía o no reconocía la verdadera dimensión de lo que había
pasado en los dominios del grupo de tareas 3.3.2. Otros miles de personas se
reunirían a la misma hora en Avenida del Libertador, frente al campo de
concentración, donde el presidente Néstor Kirchner iba a compartir el escenario
con Juan Cabandié, otro recién nacido a quien yo había visto en noviembre de
1977 en un pasillo del campo, en brazos de su mamá, una chica de dieciséis
años, después asesinada.
Llegué temprano. Un productor veterano,
que conocía sólo de vista, me atajó en la entrada. Me llevó a un costado y,
consternado, me advirtió que “la vieja” tenía planeado hacerme algunas
preguntas inconvenientes y que quería que yo estuviera prevenida.
¿Qué preguntas inconvenientes?
–indagué, con la seguridad de que no iba a ir más allá de lo que alguna vez me
habían preguntado los defensores de los militares en algún proceso al que había
ido como testigo. Por lo general, me atribuían –para descalificarme– hechos
armados, atentados o secuestros en los que no había participado.
El productor tosió, nervioso.
–No sé, me imagino que algo tendrá que
ver con la colaboración, con la delación. Te lo adelanto para que no te sientas
incómoda.
–No te preocupes, estoy acostumbrada.
Te lo agradezco mucho.
Tenía en claro para qué estaba ahí y
las intrigas no me importaban. El día de la recuperación del espacio del campo
de concentración para la sociedad civil yo le iba a hablar a una parte de ella
que tal vez nunca había prestado atención al tema. Tal vez si lo decía sentada
a la mesa de Mirtha todos comprenderían. Me vinieron a buscar y me arrearon al
estudio.
Detrás de unos paneles me colocaron el
micrófono, casi invisible, un cable que trepaba por debajo de mis ropas hasta
el escote y un receptor colgando de la cintura. En pocos minutos estaba en el
centro de la escena, rodeada por cristales, jarrones con flores, brocatos,
caireles, alfombras y cortinados. Ya había concluido el rito acostumbrado de la
descripción del vestuario, zapatos y joyas de la conductora, y las risitas y
aplausos del enjambre de asistentes y empleados que la acompañaba detrás de
cámaras.
Era una jornada especial. No hubo
almuerzo servido por mucamas de uniforme. Tampoco se distribuyó el regalo
acostumbrado para cada invitado, un reloj pulsera. “No es un día para
festejar”, dijo Mirtha, y todos asintieron, admirando su sensibilidad.
No sé cómo ocurrió. No me acuerdo si
ella tenía la pregunta anotada en un papel “ayudamemoria”. Tampoco recuerdo si
en ese momento estábamos solas, todo lo solas que se puede estar frente a una
audiencia de cientos de miles de personas... Pero después de hacerme una
observación sobre lo bien que me quedaba mi nuevo color de pelo, me disparó:
“¿Es verdad que vos salías con el Tigre Acosta?”. Hubo un silencio sólido, un
contener la respiración de todos los que estaban en el estudio.
–¿Cómo que “salía”?
–Bueno... –reculó–. Si es verdad que
salían a cenar, eso es lo que dice la gente...
Inhalé profundamente, como reuniendo
fuerzas. Podría haberme levantado y salido del estudio, podría haberme
ofendido. Seguramente, la escena habría sido reproducida decenas de veces en los
programas de chismes del espectáculo. “Periodista de Puntodoc le hace un
desplante a Mirtha cuando le pregunta si tuvo un amorío (nadie diría ‘fue
abusada sexualmente’, por supuesto) con el jefe del grupo de tareas de la
ESMA.” Pero no lo hice. Le respondí.
–Es verdad, nosotras mismas lo
relatamos en el libro Ese Infierno que escribimos sobre lo que vivimos en el
campo. Nos sacaban a cenar. No salíamos por nuestros propios medios. No
teníamos derecho a negarnos. Eramos prisioneras. Nos venían a buscar los
guardias en plena noche y nos llevaban. A una compañera, Cristina Aldini, el
Tigre Acosta la llevó a bailar a Mau Mau después del asesinato de su marido.
Que a una mujer la lleven a bailar a un lugar de moda los asesinos de su
compañero me pregunto si no es una forma refinada de tortura. A Cristina un
oficial de la ESMA le llevó la alianza de su esposo, Alejo Mallea, a su cucheta
en Capucha, adonde estaba engrillada, para demostrarle que lo habían asesinado.
Le preguntó si ella quería ver el cadáver. Cristina al principio dudó, pero
después aceptó porque pensó que, de lo contrario, siempre se iba a quedar con
la incertidumbre. Cuando lo vio, tenía dos tiros en la cara. Uno era el de
gracia, entre ceja y ceja. Lo habían ejecutado.
Mirtha se sintió en falta. Miró detrás
de cámaras, como buscando apoyo.
–Bueno, yo tengo que preguntar...
Nadie contestó.
–¿O está mal que pregunte? –dijo, al
borde del lloriqueo, ensayando un mohín angelical.
Cuando todo terminó, me acompañó a la
puerta una productora.
–No sé cómo pedirte disculpas –me dijo,
resoplando y sacudiendo la cabeza. Me dio la impresión de que a ella también le
había dolido. Era una mujer de mi edad. Parecía abatida, indignada,
avergonzada. Tal vez tenía algún pariente o amigo desaparecido, pensé.
Ese “salías” de Mirtha encerraba un
significado concreto. Tenía razón en sorprenderse por la reprobación de su
claque. Probablemente Mirtha encarnaba el pensamiento de miles de personas,
esas que hubieran querido preguntar como ella, así, elípticamente, si me había
salvado por acostarme con el jefe del grupo de tareas. Porque alguna
explicación tenía que tener que yo hubiera pasado de encapuchada en el campo de
concentración a invitada a la mesa de la diva. Y su pregunta implicaba una
condena, una sentencia que en ese momento no supe desarticular dando vuelta el
argumento, provocándola como ella me provocaba, desde su pretendida ingenuidad
informada. Diciendo, por ejemplo: “No, no me acosté con el Tigre Acosta, pero
si lo hubiera hecho para salvar mi vida, ¿qué? ¿Quién podría juzgarme? ¿Quiénes
pueden asegurar qué es lo que habrían hecho si hubieran estado en mis
zapatos?”.
Ninguna de nosotras tenía posibilidad
de resistirse, estábamos bajo amenaza constante de muerte en un campo de
concentración. Estábamos desaparecidas, sin derechos, inermes, arrasada nuestra
subjetividad. Su dominio sobre nosotras era absoluto. No podíamos tomar ninguna
decisión, eso era absolutamente inimaginable. De ellos dependía que comiéramos,
que durmiéramos, que respiráramos. Ellos eran nuestros dueños absolutos. No
quedaba resquicio alguno para nuestro libre albedrío. ¿Pero si hubiera
existido? Si la mirada lasciva de ellos sobre nuestros cuerpos hubiera sido
usada por nosotras como un arma en su contra, un resquicio de fortaleza en
nuestra extrema indefensión, ¿hubiera sido correcto condenarnos socialmente?
Como mujeres, la utilización de
nuestros cuerpos o el deseo que despertamos en el otro como instrumento de
manipulación o de salvación es condenable. No pasa lo mismo con los hombres.
(...)
Las mujeres sobrevivientes sufrimos
doblemente el estigma.
La hipótesis general era que, si
estábamos vivas, éramos delatoras y, además, prostitutas. La única posibilidad
de que las sobrevivientes hubiéramos conseguido salir de un campo de
concentración era a través de la entrega de datos en la tortura y, aún más, por
medio de una transacción que se consideraba todavía más infame y que
involucraba nuestro cuerpo.
Nos habíamos acostado con los
represores. Y no éramos víctimas, sino que había existido una alta cuota de
voluntad propia: nos habíamos entregado de buen grado a la lascivia de nuestros
captores cuando habíamos podido elegir no hacerlo. Habíamos traicionado
doblemente nuestro mandato como mujeres: el de la sociedad en general y el de
la organización en la que militábamos. No se nos veía como víctimas, sino como
dueñas de un libre albedrío en verdad improbable.
Resulta imposible explicar por qué
quienes nos juzgaban sin haber vivido las condiciones que se sufrían en un
centro clandestino de detención suponían que las mujeres teníamos el poder de
resistirnos a la violencia sexual, a los avances de los represores y podíamos
preservar “el altar” de nuestros cuerpos impoluto.
Las mujeres teníamos un tesoro que
guardar, una pureza que resguardar, un mandato que obedecer. Nos habían
convencido de que así era.
Yo no escapaba a ese mandato. Por eso,
lo abrumador del rechazo que me provocaba la conducta de la mujer de mi
responsable. Nunca se me ocurrió que podía usar la atracción que provocaba en
su captor para conseguir el precioso tesoro del contacto telefónico con su
hijita, para aliviar su dolor de madre separada de su cachorra. Tampoco que no
había tenido el poder de resistirse a los avances sexuales de su secuestrador,
desaparecida y privada de todos sus derechos, en manos de un grupo de ilegales
que disponía de su vida y de su cuerpo. Del mismo modo que no había podido
preservarse de las laceraciones de la picana. Para mí, para la Petisa, para
todos, esa muchacha era la encarnación de lo peor, de lo más repulsivo.
Sentíamos más miedo de convertirnos en eso que de inmolarnos. Queríamos ser
mártires y no prostitutas.
No me era posible terminar este libro,
que ideé con mi amiga y compañera Olga, sin incluir un pasaje de mi propia
historia que me atribuló durante años. No podía, no hubiera sido honesto,
exponer las experiencias de otras mujeres y callar la mía. Es en realidad parte
de una novela autobiográfica que empecé a escribir hace un tiempo, precisamente
para clarificar dentro de mi mente lo que había atravesado. Por eso, al final
de Putas y guerrilleras, relato lo vivido en La Casa de la CIA.
Fuente: Página 12
Desgarrador lo que cuenta La Gringa
ResponderEliminarojo que según los radicales "cualquiera puede escribir un libro denunciando abusos sexuales sufridos durante el cautiverio en campos de concentración"...
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