Juguetes
De Cuentos de los
años felices, Buenos Aires, Sudamericana, 1993.
El primer regalo del
que tengo memoria debe haber sido aquel camión de madera que mi padre me hizo
para un cumpleaños. No me gustó y no lo usé nunca quizá porque lo había hecho
él y no se parecía a los de lata pintada que vendían en los negocios. Muchos
años después lo encontré en casa de uno de mis primos que se lo había dado a su
hijo. Era un Chevrolet 47 verde, con volquete, ruedas de retamo y el capó que
se abría. Las ruedas y los ejes seguían en su lugar y las diminutas bisagras de
las puertas estaban oxidadas pero todavía funcionaban. Mi padre se daba maña
para hacer de todo sin ganar un peso. En San Luis construyó una casa en un
baldío de horizonte dudoso, cubierto de yuyos y algarrobales. El gobierno de
Perón le había dado un crédito para vivienda y él se sentía vagamente humillado
por haberlo merecido. Nunca supe cómo hacía para ocultar su condición de antiperonista
virulento, de yrigoyenista nostálgico en los tiempos del Plan Quinquenal. En
cambio yo me criaba en aquel clima de Nueva Argentina en la que los únicos
privilegiados éramos los niños, sobre todo los que llevábamos el luto por
Evita.
En el día de Reyes, que
para colmo es el de mi cumpleaños, el correo regalaba juguetes a los chicos que
fueran a buscarlos. Muñecas, trompos, una pelota de goma, cosas de nada que los
pibes mostraban a la tarde en la vereda. Por más peronistas que fuéramos, a los
hijos de los "contreras" se nos notaba la bronca y el orgullo de ser
diferentes. A mi padre no le gustaba que yo hiciera cola en el correo para
recibir algo que él no podía comprarme. Por eso me hizo aquel camión con sus
propias manos, para mostrarme que mi viejo era él y no el lejano dictador que
nos embelesaba por radio y aparecía en las tapas de todas las revistas. Pero a
mí el camión no me gustaba y a escondidas le escribí una carta al mismísimo
General. No recuerdo bien: creo que en el sobre puse "Excelentísimo
General Don Juan Domingo Perón, Buenos Aires". En casa siempre había
estampillas coloradas con la cara de San Martín así que despaché la carta y
enseguida me olvidé. Para remediar su fracaso con el camión, mi padre me compró
un barquito verde y blanco que no funcionó nunca pero del que me acuerdo
siempre. Como no tenía hermanos, nadie me lo disputaba y pasaba horas
haciéndolo navegar. Me acomodaba bajo la copa de un árbol para protegerme del
terrible sol puntano y allí imaginaba aventuras tan buenas como las que traían El
Tony, Fantasía y Rayo Rojo. No sé, creo que unas veces yo era Tarzán y otras el
Corsario Negro conduciendo, intrépido, a sus sesenta valientes. El tiempo
parecía interminable entonces. Ser mayor era tener diecisiete años y ésa era la
edad de mis héroes en el momento de combatir o de amar. Y allí íbamos, Tarzán,
el Corsario, Kit Carson y yo, en busca de una rubia suave y maternal que se
esfumaba en las sombras de nuestra noche imaginaria. No sé quién era; tal vez
Lana Turner, Evita, o la radiante esposa del bicicletero de la esquina. Creo que
hacíamos con ella algo inconfesable y delicioso, mecidos por la brisa de la
tarde o azotados por el torbellino del viento chorrillero. Entre tanto, mi
padre ocultaba el pasto que habíamos puesto para que comieran los camellos de
los Reyes Magos. Recuerdo que !o seguí a hurtadillas aquella noche en que me
regaló el camión y lo vi arrojar el pasto por encima de la tapia. Era un tipo de
voz temible, mi padre; de gestos dulces y reflexiones amargas. Nada de lo que a
él le gustaba me interesaba a mí. Amaba las matemáticas y leía gruesos libros
llenos de ecuaciones y extraños dibujos. Me hablaba del Congreso y sus
facultades cuando para mí sólo contaba el general. Me daba pena verlo soñar con
una máquina de fotos, una Leica que nunca podría pagar. A medida que crecíamos
y nos enterábamos por el cine, el Corsario, Tarzán, Kit Carson y yo distinguíamos
por la trompa un Chevrolet 37 de uno del 35, un Ford A del 30 de otro del 31. Una
mañana se detuvo frente a casa un Buick con tres hombres de sombrero. Lo
buscaban a mi padre y él salió presuroso, con el pucho entre los labios.
Llevaba el único traje que tenía para ir a la oficina y sólo Dios sabe cómo
hacía mi madre para tenérselo siempre listo. La imagen de mi padre (alto, pelo
blanco, idéntico a las fotos de Dashiell Hammett) me es indisociable del
cigarrillo en los labios. Lo dejaba consumirse ahí, y se estaba horas mirando
un libro de logaritmos, acompañado por una voluta de humo que flotaba hacia la
lámpara. El Buick arrancó y yo supe enseguida que era un modelo 39. Para el Corsario
y Kit Carson era del 38, pero yo estaba seguro porque tenía la parrilla más
ancha y generosa y atrás la carrocería bajaba en picada disimulando el baúl. Mi
madre se quedó en silencio y cuando se ponía así era mejor mantenerse a
distancia. No sé por qué, yo me olía plata, la plata que faltaba, la que
permitiría que mi padre se comprara la Leica y mi madre cambiara los zapatos.
Plata para que me compraran Puño Fuerte y El Tony todas las semanas. Tal vez el
Misterix, que era carísimo. "Una fragata", solía decir mi padre,
"¡quién tuviera una fragata!". La fragata era el imposible billete de
mil y mi padre había imaginado todas las maneras de gastarlo. Ninguna incluía
revistas de historietas ni matinés con Dick Tracy y la habitación donde él
soñaba se llenaba de voltímetros, catalizadores de células fotoeléctricas y otras
cosas tan inservibles como ésas. Pero tampoco esa vez fue plata. Cuando volvió,
a mediodía, mi padre estaba pálido pero sonriente. No se decidía entre el
orgullo y la bronca. La ceniza del cigarrillo le caía sobre el banderín azul y
blanco que apretujaba con los dedos humedecidos.
—Me dio la mano — le
dijo a mi madre y me miró de reojo —.
Me dio la mano y me
dijo: "Cómo le va, Soriano".
— ¿Y cómo te conoció?
— preguntó mi madre, asustada.
—No sé. Me conoció el
desgraciado.
En los días de más
furia solía llamarlo "degenerado mental", pero aquel mediodía estaba demasiado impresionado
porque el General, que iba a Mendoza en tren, se había detenido en la estación
de San Luis para saludar a todos los funcionarios por su nombre. Uno por uno, hasta llegar al sobrestante de Obras
Sanitarias José Vicente Soriano, responsable de las aguas que consumía la
población de San Luis. Después de aquel apretón de manos, mi padre fingió
odiarlo todavía más y por las noches, a la hora de la cena, bajaba la voz como
un filibustero listo para el abordaje: "¡No me voy a morir sin verlo
caer!", decía, y yo me estremecía de miedo a verlo caer. Corría entonces a
mirarlo sonreír en las figuritas, entre Grillo, Pescia, Fanny Navarro y Benavídez
y me parecía invencible. Por las tardes, mientras preparaba el barco, veía
pasar a la rubia mujer del bicicletero y el mundo de Tarzán, Kit Carson y el
Corsario Negro volvía a su orden natural e inmutable. No sé por qué cuento
esto. Me vienen a la memoria un arco y una flecha. Una espada de madera, un
autito de carrera y el camión que tanto desprecié. También me acuerdo de la
imponente llegada de un camión amarillo. Por fortuna mi padre no estaba en
casa. Tocaron el timbre y salió mi madre:
— Presidencia
de la Nación — dijo un tipo de uniforme.
Y bajaron una inmensa
caja en la que decía "Perón cumple, Evita dignifica". Mi madre
intuía, azorada, la traición del hijo. "Ya vas a ver cuando llegue tu
padre", gruñía mientras yo contaba las diez camisetas blancas con vivos
rojos y una amarilla para el arquero. También había una pelota con cierre de
tiento y una carta del General. "Que lo disfrutes", decía. Y también:
"Pónganle el nombre de Evita al cuadro". Mi padre quería tirar la
carta al fuego. Iba a pasar algún tiempo antes de que Perón cayera y muchos
años más hasta que pudiera darse el gran gusto de su vida. Yo ya era grande,
vivía en la Avenida de Mayo y él se había venido a Buenos Aires a buscar otro
trabajo. Cuando pasó a buscarme traía la Leica envuelta en sedas y con un
manual en tres idiomas. Fuimos a un bar y rebosante de orgullo me mostró su juguete.
De verdad era precioso. Lentes suizos, disparador automático, qué sé yo. Le
pregunté si era muy cara y me contestó con un gesto de desdén. "Vos págame
los cigarrillos", dijo. A los dos o tres meses fui a visitarlo a una
ruinosa pensión de Morón y lo encontré nervioso y esquivo. "¿Dónde está la
Leica?", le pregunté como al descuido y enseguida me di cuenta de que
íbamos a pasar un rato en silencio. Le di un paquete de cigarrillos y cuando se
puso uno entre los labios, murmuró: "Se la llevaron ayer, los
degenerados... No alcancé a pagar la cuota, ¿sabés?". Nos dimos un abrazo
y nos pusimos a llorar. Mi padre por la Leica y yo por el camión aquel.
AQUEL PERONISMO DE
JUGUETE
Cuando yo era chico, Perón era nuestro
Rey Mago: el 6 de enero bastaba con ir al correo para que nos dieran un oso de
felpa, una pelota o una muñeca para las chicas. Para mi padre eso era una
vergüenza: hacer la cola delante de una ventanilla que decía “Perón cumple,
Evita dignifica”, era confesarse pobre y peronista. Y mi padre, que era
empleado público y no tenía la tozudez de Bartleby el escribiente, odiaba a
Perón y a su régimen como se aborrecen las peras en compota o ciertos pecados
tardíos. Estar en la fila agitaba el corazón: ¿quedaría todavía una
pelota de fútbol cuando llegáramos a la ventanilla? ¿O tendríamos que
contentarnos con un camión de lata, acaso con la miniatura del coche de Fangio?
Mirábamos con envidia a los chicos que se iban con una caja de los soldaditos
de plomo del general San Martín: ¿se llevaban eso porque ya no había otra cosa,
o porque les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas
de tiento, que tenían cualquier forma menos redonda.
En
aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a alcohol
que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un limonero. Tenía
que hacer olas con las manos para que avanzara. La caldera funcionó sólo un par
de veces pero todavía me queda la nostalgia de aquel chuf, chuf, chuf, que
parecía un ruido de verdad, mientras yo soñaba con islas perdidas y amigos y
novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad que entonces tenían
para mí las personas grandes. Rara vez la lancha llegaba hasta la otra
orilla. Tenía que robarle la caja de fósforos a mi madre para prender una y otra
vez el alcohol y Juana y yo, que íbamos a bordo, enfrentábamos tiburones,
alimañas y piratas emboscados en el Amazonas, pero mi lancha peronista era como
esos petardos de Año Nuevo que se quemaban sin explotar. El general nos
envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de Buenos Aires y
la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en
cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca
que le disimulaba la belleza de los treinta años.
Mi
padre desataba su santa cólera de contrera y mi madre cerraba puertas y
ventanas para que los vecinos no escucharan. Tenía miedo de que perdiera el
trabajo. Sospecho que mi padre, como casi todos los funcionarios, se había
rebajado a aceptar un carné del Partido para hacer carrera en Obras Sanitarias.
Para llegar a jefe de distrito en un lugar perdido de la Patagonia, donde
exhortaba al patriotismo a los obreros peronistas que instalaban la red de agua
corriente.
Creo
que todo, entonces, tenía un sentido fundador. Aquel “sobrestante” que era mi
padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba
impecable. Su mayor ambición era tener un poco de queso para el postre. Cuando
cumplió cuarenta años, en los tiempos de Perón, le dieron un crédito para que
se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la caída del general, la perdió, pero
seguía siendo un antiperonista furioso. Después del almuerzo pelaba una
manzana, mientras oía las protestas de mi madre porque el sueldo no alcanzaba.
De pronto golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba: “¡No me voy a morir sin
verlo caer!”. Es un recuerdo muy intenso que tengo, uno de los más fuertes de
mi infancia: mi padre pudo cumplir su sueño en los lluviosos días de setiembre
de 1955, pero Perón se iba a vengar de sus enemigos y también de mi viejo que
se murió en 1974, con el general de nuevo en el gobierno.
En el
verano del ’53, o del ’54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo
había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía
recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un
camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete
enorme con una esquela breve: “Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y
acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo”. Y firmaba Perón, de puño y
letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una
amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que
tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico.
El general llegaba lejos, más allá de los ríos y
los desiertos. Los chicos lo sentíamos poderoso y amigo. “En la Argentina de
Evita y de Perón los únicos privilegiados son los niños”, decían los carteles
que colgaban en las paredes de la escuela. ¿Cómo imaginar, entonces, que eso
era puro populismo demagógico?
Cuando
Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como aprendiz en
uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas para la
exportación. Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard las que
quedaban en el país. Yo les ponía el sello a los cajones. Ya no me ocupaba de
Perón: su nombre y el de Evita estaban prohibidos. Los diarios llamaban “tirano
prófugo” al general. En los barrios pobres las viejas levantaban la vista al
cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo traería de regreso.
Ese
verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los peronistas una
huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la ruta, fuimos en
caravana hasta la plaza y muchos gritaban “Viva Perón, carajo”. Entonces
cargaron los cosacos y recibí mi primera paliza política. Yo ya había cambiado
a Perón por otra causa, pero los garrotazos los recibía por peronista. Polla
lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de fútbol y la carta
aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la Libertadora.
No volví a creer en Perón, pero entiendo muy
bien por qué otros necesitan hacerlo. Aunque el país sea distinto, y la felicidad
esté tan lejana como el recuerdo de mi infancia al pie del limonero, en el
patio de mi casa.
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