Hubiera
podido ser monja, pero había nacido en la Inglaterra anglicana y por
temperamento se hallaba muy lejos de la sumisión. Más afinidad tenía tal vez
con Juana de Arco, por su sentido de realización, su capacidad de hacer, de
ejercer un destino para el que -según confesó alguna vez- se sentía llamada por
Dios.
"El
7 de febrero de 1837 Dios me habló y me llamó a su servicio". No era una
revelación interna: había oído "una voz objetiva, exterior, que le hablaba
con palabras humanas". Tenía por entonces 17 años, y volvió a oír voces en
otros tres momentos cruciales de su vida: antes de ocupar su puesto en el
primer hospital inglés en que prestó servicios; un año después, antes de salir
para Crimea, y en 1861, tras la muerte de su gran amigo, Sidney Herbert,
secretario de guerra del gabinete británico. Su padre era propietario de una
mina de plomo que le reportaba rentas abundantes y le permitía disfrutar con
holgura de la vida, los viajes, el arte y hasta la política. Su madre, ocho
años mayor que él, era una mujer muy de su tiempo y de su clase.
La
hija fue bautizada Florence porque había nacido el 12 de mayo de 1820 en la
ciudad de los Médicis, durante un largo viaje de los Nightingale por Europa
continental y sobre todo por Italia, donde vivieron tres años. Pero la familia
pronto regresó a Inglaterra, a la vida cómoda y placentera de las recepciones
elegantes y las amistades numerosas.
Florence
y su hermana compartieron su educación, la vida hogareña, el latín y el griego,
pero "Fio", más independiente, más apegada al padre, en aquel
ambiente frívolo y romántico escuchaba "el llamado de Dios" o pensaba
en estudiar matemáticas. Pero no por eso huía de las reuniones, los encuentros
brillantes, los flirts o las conversaciones refinadas.
En
uno de los viajes de su familia al continente europeo, Florence conoció en
Ginebra a un amigo de su padre: el historiador italiano Sismondi, exiliado en
Suiza por la persecución austríaca, hombre excepcional que no podía soportar el
sufrimiento ajeno.
Causó
una gran impresión en Florence, que sin embargo seguía sin conocer el
significado del llamado de Dios que había sentido. La muchacha detestaba la
vida hogareña, pero no podía menos que admitir que muchas cosas del ambiente
familiar seguían gustándole. Hasta que la crisis de 1842 en Inglaterra empezó a
mostrarle de cerca los sufrimientos humanos. Alrededor de la casa de campo en
que vivía con su familia pudo ver enfermedades, pobreza y desesperación. Le
pareció falso todo lo que se decía y no fue capaz ya de soportar que se
siguiera gozando de tantas cosas "mientras la tierra sigue su camino a
través de las estrellas impasibles, en el silencio eterno, como si no ocurriese
nada. La muerte parece menos temible que la vida".
Hacia
1844 empezó a pensar en los hospitales como una misión a la cual dedicar su
vida. En otro de los viajes de su familia al continente europeo insistió en
visitar el hospital de Kaiserswerth, en Alemania, que ansiaba conocer
desde hacía tiempo. No llegó a atender allí a los enfermos, pero pudo apreciar
la obra benéfica que realizaba la institución. Se sintió tan valiente
"como si nada pudiera ya volver a acongojarla". Y en menos de una
semana escribió a toda prisa un folleto de más de 30 páginas informando a las
mujeres ricas "que viven en Inglaterra en una ociosidad atareada,
enloquecidas por no tener algo que hacer", de la labor y la felicidad que
les esperaba en Kaiserswerth.
Aunque
a su madre todo eso le pareció una vergüenza, una deshonra, en cuanto pudo,
Florence regresó a Kaiserswerth. "No existía el cuidado de los enfermos
-escribió muchos años después- la higiene era horrible y el hospital lo peor de
la ciudad, pero en ninguna parte he conocido un tono más alto, una devoción más
pura que allí." Tuvo que volver a su casa, sin embargo, reclamada por su
madre, que seguía siendo dominadora.
Por
dos años vivió tironeada por las circunstancias hasta que consiguió
incorporarse a las Hermanas de Caridad de París como inspectora a cargo de la
reorganización del hospital católico. Su condición de protestante y de hija de
una familia inglesa acomodada no era la mejor recomendación para las señoras de
la ^omisión, pero la insistencia de Florence pudo más.
Por
fin en 1853 dejó definitivamente el hogar de sus padres para ocupar un puesto
estable en un pequeño hospital londinense, para "Damas en Circunstancias
Penosas". La situación de las enfermeras y de los hospitales no había
mejorado en lo más mínimo, y los Nightingale se horrorizaron de la vocación de
la hija, pues eran realmente lugares de miseria y degradación. La más absoluta
falta de higiene y de instalaciones sanitarias se evidenciaba en un nauseabundo
"olor a hospital".
Las
enfermas provenían de los estratos más bajos de la sociedad, y las enfermeras
llegaban a la promiscuidad total, pues sin lugar para dormir o descansar,
recibían y cocinaban en los dormitorios miserables de las enfermas, cuyos
lechos a menudo compartían. Florence se ocupó de reorganizarlo todo: desde
reformar el edificio hasta la atención de los pacientes, y eso aun durante una
epidemia de cólera.
Pero
fue en la guerra de Crimea donde se hizo famosa. Sidney Herbert, miembro del
gabinete real, conocía sus méritos y su vocación, admiraba a Florence y era su
amigo personal. Pensó inmediatamente en ella cuando desde la península rusa
llegaron las peores noticias sobre la situación de los soldados ingleses
heridos en Scutari, privados de toda asistencia hospitalaria, sin camas, ropas
ni alimentos. "¿Por qué no tenemos nosotros hermanas de Caridad?",
preguntaba The Times. Y allá fue Florence Nightingale, invitada por el
secretario de Guerra, junto con 38 compañeras de labor. Solo catorce de ellas
eran enfermeras profesionales; las demás eran de instituciones religiosas.
Los
heridos y enfermos -más de cinco mil-, semidesnudos, yacían en largas hileras
sobre los pisos sucios de grandes habitaciones en ruinas. Se cuenta que nadie
se había animado a comentar con el comandante en jefe el estado sanitario del
ejército. A su vez, los médicos de Scutari recibieron con disgusto a miss
Nightingale y sus compañeras.
No
había allí equipo, sala de operaciones, medicamentos, ni nada. Las tazas de
estaño servían para todo; para lavarse, comer y beber.
Sin
luz, sin apoyo, luchando contra celos y rencores, ella pudo más y cambió todo.
Cuando el embajador inglés se negó a pagar los salarios de los obreros turcos
contratados para reparar los edificios, fue el dinero de Florence y de las
colectas organizadas por The Times el que saldó la deuda. Los médicos
seguían hostigándola -por ser mujer y jefa de enorme eficiencia práctica y
técnica a los 34 años-; algunas enfermeras creándole obstáculos; las
rivalidades personales y religiosas entorpeciéndolo todo; pero Florence supo
imponerse aun a sus propias dolencias físicas.
En
Scutari los enfermos besaban su sombra y en Londres el pueblo le rendía
fervorosos homenajes. La propia reina Victoria le regaló un broche diseñado por
su esposo el príncipe Alberto: una cruz de San Jorge en esmalte rojo, con una
corona de diamantes arriba y la palabra Crimea rodeada de la frase
"Bienaventurados los misericordiosos". A su regreso a Inglaterra el
ministerio de Guerra la consagró como "la Enfermera del Ejército
Británico", y se dijo de ella que era la única persona del Imperio cuyo
prestigio se había acrecentado en la guerra.
Un
día fue invitada a dar un informe personal a la Reina sobre todo lo ocurrido en
Crimea. Victoria y Alberto la recibieron en el palacio de Balmoral y después
comió con ellos en varias ocasiones, sin ceremonia alguna. Llegó a recibir
visitas de la propia Reina que a veces la invitaba a acompañarla en calesa.
Para
entonces Florence se hallaba ya semi inválida, pero no tanto como para no
fundar en 1860, con el dinero de la colecta popular, una escuela de enfermeras
en el hospital de Santo Tomás. Puede decirse que desde esa fecha comienza a
practicarse en el mundo la enfermería moderna. Pero, además, siguió asesorando
a los organismos militares -incluso en relación con la guerra de Secesión
norteamericana-, y supervisando todo informe sanitario oficial: proyectaba
reglamentos, sugería normas, estudiaba planes de cuarteles y hospitales.
A
pesar de la fragilidad de su salud, trabajó sin pausa hasta que en 1872 sus
males se agravaron. A partir de entonces se acentuó su interés por el
misticismo, aunque sin descuidar sus relaciones personales, especialmente con
jóvenes, a quienes infundió su optimismo y sabiduría no obstante haber ido
perdiendo gradualmente la vista. Falleció a los 90 años el 13 de agosto de
1910.
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