Sus amantes se contaron por docenas y, al parecer,
no fue ajena al asesinato de su esposo, el zar Pedro III. Consagrada emperatriz
de Rusia, protagonizó un gobierno autocrático y, a veces, sangriento. Sin embargo,
bajo su reinado Rusia alcanzó un poderío que no había conocido hasta entonces.
Era,
sin duda, una mujer ambiciosa. Pero además brillante, hábil, inteligente,
culta. La historia ha recogido el número de sus amantes (veintiuno en cuarenta
y cuatro años, según afanosos estadígrafos cuyas fuentes documentales no han
quedado del todo esclarecidas), pero también de sus libros, sus cartas, sus
amigos célebres.
Se
llamaba Sofía, era alemana -nacida sobre el Oder, en Stettin- y ambiciosa,
tanto que a poco de cumplir 33 años había provocado la abdicación de su marido
y conseguido que la coronaran emperatriz de Rusia. Un lustro más tarde era
proclamada Catalina la Grande,
un título que no usó jamás, pero que la convertía en la auténtica sucesora de
Pedro el Grande, como lo fue a lo largo de 34 años de reinado.
Sofía
Augusta, hija del príncipe alemán Christian de Anhalt-Serbst, fue llevada a
Rusia a los 15 años como novia del Gran Duque Pedro, sobrino de Pedro el Grande y heredero de la
emperatriz Isabel. Federico de Prusia promovía la relación: quería aumentar su
influencia en Rusia y debilitar la de Austria. El intento fracasó, pero Sofía
se había ganado ya el afecto de la emperatriz y poco más de un año le bastó
para ser recibida por la Iglesia Ortodoxa de Moscú -fue rebautizada Ekaterina,
Catalina- y convertida en esposa del príncipe heredero.
Pedro
no era precisamente un marido atractivo. Se cuenta de él que disfrazaba de
soldados a sus criados y los sometía a una parodia de instrucción militar, que
jugaba a las muñecas, bebía, y hablaba -hasta con su novia-de sus relaciones
con muchachas que se destacaban por su fealdad y pobre cuna. Para muchos -entre
ellos, al parecer, Catalina- sus capacidades físicas y psíquicas eran bastante
inferiores a lo normal. Pero ella sabía también, aunque no tuviera más que 16
años, qué sacrificios estaba dispuesta a realizar para concretar su ambición y
su destino.
El
tiempo transcurrido entre 1745 y 1762, año en que murió la emperatriz, fue un
duro período de formación, de preparación, de conquista de posiciones y
simpatías dentro y fuera de la corte: era el momento de perfeccionar el idioma,
de leer a Voltaire y a Montesquieu, a Platón y a Plutarco, a Bayle y a Tácito.
Y de seducir a todos. El matrimonio solo tuvo un hijo, Pablo, que nació en 1754
y cuya paternidad algunos adjudicaron a Soltikov, uno de los amantes de
Catalina. Otros aducen que fue efectivamente hijo de Pedro.
Está
dicho que la vida sentimental de Catalina constituía el escándalo de la corte y
de toda Europa. Muchos de sus más fieles agentes y ministros fueron sus
amantes, pero no por eso consiguieron dominarla; por el contrario, ellos se
volvían dóciles instrumentos de su política.
Pero
los 17 años transcurridos entre su casamiento y la muerte de la emperatriz, habían
desgastado a tal extremo su relación conyugal, que Catalina temía ser encerrada
en un convento luego de que su marido accediera al trono con el nombre de Pedro
III. Las circunstancias, sin embargo, no pudieron serle más favorables: en un
mes Pedro se peleó con la Iglesia, se colocó poco menos que bajo la protección
de Federico de Prusia y trató de divorciarse de su esposa. Pero lo hizo sin
orden ni mesura, atropelladamente.
Catalina,
en cambio, movilizó todos sus recursos con extrema prudencia y cuando Pedro se
retiró a una residencia situada a pocos kilómetros de San Petersburgo, Gregorio
Orlov, amante de Catalina, convenció a la guardia y a sectores de la
aristocracia de la conveniencia de desprenderse del monarca, evidentemente
desacreditado. El propósito inicial era elevar al trono a su hijo Pablo, bajo
la regencia de su madre, pero en momentos de concretarse el golpe de Estado,
Catalina fue escoltada al Palacio y aclamada como emperatriz. Esa misma noche
marchaba a la cabeza de sus tropas hacia el lugar de retiro de su marido, quien
abdicó al día siguiente.
De
un natural encanto, atrayente, agradable, Catalina era realmente querida por
sus allegados, incluso por los sirvientes. No era vengativa; no mostró
hostilidad hacia los consejeros de su esposo después que este abdicó. Y en más
de un caso quienes fueron sus amantes dejaron de serlo sin perder por eso la
estimación de la emperatriz.
El
más notorio en ese sentido fue Gregorio Potiomkin con quien contrajo matrimonio
a fines de 1774; se separaron dos años después aunque él siguió siendo su amigo
y consejero.
Pero
más allá de sus condiciones de carácter estaba su formación intelectual.
Discípula y amiga de los enciclopedistas franceses, mantenía correspondencia
con Voltaire, con D'Alembert, con Diderot -a quien llevó a la corte- con
Federico Grimm, el crítico literario y diplomático germano que la conoció
personalmente y encontró su conversación aún más brillante que sus cartas. Y se
estaba refiriendo a un epistolario lleno de gracia, ingenio y agudeza para
encarar los problemas políticos, diplomáticos y sociales de su tiempo.
En
el fondo su intención era dar a la sociedad rusa la cultura y el refinamiento
que veía reflejados en París y Berlín Otorgaba gran importancia a la educación,
creó los primeros internados para la formación de jovencitas que tuvo Rusia,
recurrió al asesoramiento de entendidos para iniciar colecciones de obras y
objetos de arte, y ella misma se dedicó a la pintura y la escultura. Y también
a la literatura; con tanto empeño que sus escritos, incluida su
correspondencia, sus memorias y otros trabajos ocupan más de 12 tomos.
Entre
los proyectos más ambiciosos que comenzó, se cuenta la historia de Rusia desde
los tiempos primitivos. Para el teatro produjo una obra acerca del legendario
Oleg, sobre un esbozo de Shakespeare, además de otras comedias, proverbios y
cuentos.
Admiradora
del despotismo ilustrado, en algún momento se mostró dispuesta a intentar
ciertas reformas de orden social en su imperio, pero su origen extranjero y la
forma en que ascendió al trono la hicieron depender fundamentalmente de la
buena voluntad de los nobles, cuyos privilegios terminó por ampliar en
perjuicio de los siervos de sus tierras. Las sublevaciones de campesinos,
agobiados por la opresión, fueron sofocadas con una saña que guardaba muy poca
relación con las teorías que la emperatriz había trazado en un famoso conjunto
de "Instrucciones" que escribiera al poco tiempo de iniciar su
reinado.
Así
y todo adoptó medidas tendientes a paliar la situación de los indigentes,
algunas de ellas de carácter sanitario y aun médico, llegando a vacunarse ella
misma para dar el ejemplo a sus subditos. Hasta intentó convertir a la escuela
en monopolio del Estado, accesible a las clases populares, pero la indignación
de la aristocracia coartó sus propósitios. Por supuesto que, más allá de toda
ideología, era partidaria de la monarquía absoluta y, a pesar de sus simpatías
por los enciclopedistas franceses, jamás se avino a aceptar los cambios de la
Revolución Francesa.
En
sus manos Rusia alcanzó una potencia nunca igualada hasta entonces. En eso,
como en otras cosas, fue una continuadora de las ambiciones nacionales de Pedro
el Grande. Manejó la política exterior personalmente y supo ir en cada caso
todo lo lejos que las circunstancias le permitían. Bajo su gobierno pasó a
Rusia no solo a la parte étnicamente rusa de Polonia sino también la que no lo
era. Y en las dos guerras que inició contra los turcos, Rusia ganó Crimea y el
acceso al Mar Negro.
Puede
decirse que a su habilísima diplomacia se debió que muchos territorios
conquistados aseguraran a Rusia límites definitivos tanto en el oeste como en
el sur. Es que tuvo a su lado la inapreciable ayuda de los mejores hombres, a
quienes recurrió aun cuando muchos no se avenían a lo que ella deseaba.
A
los 44 años, cuando se enamoró perdidamente de Potiomkin, su segundo marido,
Catalina comenzaba a adquirir cierta corpulencia que más adelante había de
convertirse en obesidad. Tenía incluso problemas circulatorios. Pero nadie como
ella para renovarse continuamente y gustar de la vida con una frescura de
espíritu realmente admirable. "Ah,
señor Potiomkin-escribía-, qué milagro hacer vacilar a una cabeza considerada
hasta ahora como la más fuerte de Europa. ¡Qué vergüenza! ¡Qué pecado! Catalina
II víctima de semejante pasión. Adiós, Infiel, Moscovita, Cosaco, no te
quiero."
Murió
23 años después, de un ataque de apoplejía.
Fuentes
Consultadas:
Vida
y Pasión de Grandes Mujeres - Las Reinas - Elsa Felder
http://www.portalplanetasedna.com.ar/mujeres_notables.htm
Comentarios
Publicar un comentario