El Gato Ciego
Hace unos días lo atropelló una camioneta
la cual continuó con su camino como si nada hubiera pasado. Cosa tristemente
normal cuando de gatos se trata y sobre todo si son negros; en oportunidades
suelo sospechar que determinadas casualidades no lo son tanto. Fue a la mañana,
muy temprano. El Negro manejaba su rutina casi burocráticamente; acostumbraba a
desayunar su leche mezclada con alimento balanceado, y luego, de forma casi
natural, cruzaba la calle con destino a su baño. Tenía por usanza, acaso por
estilo, resolver las cuestiones íntimas fuera de los límites de su hábitat. Esa
mañana lo encontramos retorciéndose en el medio de la calle, gritando
desaforadamente, sangrando, con un ojo afuera y convulsionando, de hecho a
pocos metros de distancia no parecía él, la tierra le daba un marcado aspecto
extranjero. Nadie hubiese apostado un centavo por su vida, ver su estado
desalentaba hasta al más devoto de los veterinarios. Asumir el compromiso de
hacer todo lo posible e imposible para sanarlo no nos costó en lo absoluto por
fuera del temor que siempre tenemos por nuestras propias limitaciones e
ignorancias. Algún asesoramiento profesional menor fue constituyendo una suerte
de tratamiento espontáneo cuyos basamentos se componían en antibióticos,
antinflamatorios, baños oculares y demás cuestiones eminentemente clínicas. Una
segunda etapa del proceso estuvo integrado por los modos y la formas para
hidratarlo y nutrirlo teniendo en cuenta las dificultades que presentaba una
boca absolutamente destrozada y como consecuencia de ello escasa voluntad
individual para sustentarse. Jeringas de toda clase y tenor fueron las
herramientas adecuadas para incorporarle su dieta: pastiches compuestos por
leche en polvo, azúcar y alimento molido, paté, atún y alguna que otra porción
aislada de carne cruda doblemente picada. A poco de observar ciertos indicios
positivos de movilidad notamos sus tremendas dificultades para hacerlo. Por
suerte su cuerpito no había sufrido quebraduras ni luxaciones, evidentemente todo
el peso del encontronazo lo había padecido el rostro. Sus progresos se exhibían
con suma lentitud. Estuvo durante cinco días haciéndose pis encima, cuestión
determinante para los gatos; estos animalitos, sumamente prolijos y aseados,
jamás harían tal cosa de encontrarse con posibilidades para evitarlo.
Sentimos enorme alivio a poco de advertir
el mínimo intento de incorporarse solito y hacer su pis a dos metros de la
madriguera, pequeño abrigo que le armamos a los fines de su recuperación. No
permitirle regurgitar el antibiótico resultaba un empresa descarnada.
Evidentemente el sabor del medicamento debía ser espantoso ya que luchaba con
sus escasísimas fuerzas en pos de nos ser invadido y defraudado en su buena fe
debido a la confianza que nos tenía. Abrirle la boca, introducir la jeringa y
accionar el dispositivo para que ese líquido amarillento y viscoso ingrese
dentro de su cuerpo era una tarea que debía hacerse con suma coordinación y
firmeza; cualquier leve descuido le hubiese dado al Negro la chance de vomitar
el preparado. Como improvisados enfermeros no nos podíamos permitir que nos
conquiste la duda debiendo proceder con marcada severidad y si era necesario
con la rudeza que comprende tenerle cerrada la boca hasta percibirlo tragar. El
antinflamatorio era mucho más sencillo de aplicar, primero porque su cantidad
era notoriamente más pequeña, acaso la mixtura ocupaba solamente un cuarto de
la jeringa, y como segundo inciso su sabor quedaba completamente diluido en la
correntada de leche. A la altura del décimo día de ocurrido el incidente su
extremada fealdad ya nos resultaba familiar. La boca partida, el ojo derecho
totalmente fuera de su orbita y la ceguera total daban por sentado que el Negro
habría de necesitar aguzar su aprendizaje a favor de algunas asignaturas no
previstas, a la par que el resto de la banda felina, tres adultos y dos
insoportables cachorros, lo instruían con sus sombras y escándalos sobre como
direccionar los instintos para hallar el agua y los demás platillos de
alimentos. De alguna manera, la recurrente voracidad de la trouppe colaboraba
para que la codicia del accidentado encuentre el adecuado desenlace. De todas
formas, dos o tres veces al día, le dábamos de comer y de beber de modo
personalizado. Esta era una buena manera de evitar las suciedades indignas del
felino. Al no poder asearse por sí debíamos atender esas cuestiones que tanto
preocupan a la especie. Gasas remojadas, algodón y suaves trapitos servían para
mantener al Negro en impecable estado, léase siempre en términos relativos.
Hace dos días comenzó a ingerir
interesantes porciones de sólidos. Los medicamentos, paulatinamente, han
logrado bajar tanto la infección como la inflamación de forma tal otorgarle a
su boca libertades que una semana atrás parecían irrecuperables. Junto a mi compañera
Dorita, alma mater y fiel cancerbera del animalito, estamos en la dulce espera.
No; no se confunda. No estamos aguardando por un bebé, ya somos viejos para
tales cuestiones. Estamos ansiosos que al arribar al negocio – puesto que allí
lo tenemos - una mañana de estas y acaso un poco olvidado de la cosa el
embaldosado de la Ferretería nos sorprenda con un par de manchones pardos
obsequiados por el Negro, esos mismos marrones naturales que en otras
circunstancias nos enfadarían "In extremis". Por ahora el tratamiento sigue, quizás
el mismo termine cuando él decida olvidarnos, cosa que nos pondrá enormemente felices,
aunque observemos ese abandono con marcada melancolía.
Aguante el Negro!
ResponderEliminarBuenas noticias. Parece que el relato le sirvió como laxante. Vamos mejor
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