El conflicto de las
interpretaciones
por Nicolás
Casullo
Me explicaba un profesor amigo, marxista, jamás peronista, no
kirchnerista sino más bien disconforme con muchas cosas del gobierno, quien
hace décadas dejó atrás las teorías revolucionarias como viejo camino para
domar la realidad: “Es una actualidad política extraña la que se vive”, me
decía, “no sé cómo recobrar mi identidad con los fuertes paréntesis que sufro.
Sucede que me vuelvo un kirchnerista empedernido cuando escucho el 90 por
ciento de las críticas que el progresismo les hace al presidente y a Cristina
Fernández. Es un repertorio insólito, una cadena de pareceres sobre
comportamientos, rasgos personales, calidades democráticas descolgadas de
cualquier norte social que se transforma para el que la oye en un curso
acelerado de cómo hacerse oficialista en una sola charla. Después, cuando
vuelvo a estar solo, regreso a lo que soy, un no kirchnerista”.
Más allá del humor que impregnaba su
relato, el tema es interesante en este fin del período de Néstor Kirchner como
presidente, porque remite de manera significativa a encarar en qué consiste hoy
el plano político argumentativo. El político intelectual deliberativo. El del
interesado en la política, el del informador periodístico realmente independiente,
en el marco de una época que podría sintetizarse como de contradictorio pasaje
de un mundo partidario histórico con sus clásicos referentes, hacia otra escena
política apenas atisbada pero todavía muy escasamente armada.
Dejo de lado en este caso el espacio de
pensamiento oficialista, el mundo kirchnerista de funcionarios y militantes que
por supuesto en las conversaciones ejercen una ínfima crítica pública a lo
actuado en estos años desde la Casa Rosada, y reinscribe todo suceso en la
lógica del acierto, las bondades, la perspicacia, el éxito y la justa visión
del presidente saliente, una suerte de sabiduría incuestionable en manos de una
jefatura fuerte.
Lo importante en todo caso es señalar
aquel desfasaje entre la índole de un gobierno de centroizquierda de signo
democrático popular dentro de una Argentina que busca salir con un capitalismo
reconsolidado de los idus, pactos y maleficios que dejaron las lógicas de los
poderes tal cual los ’90 (o tal cual desde el ’76). Y lo reacio que le fue siempre
un determinado pero extendido pensamiento progresista de corte
socialdemocrático, o marxista, en cuanto a no situarse ni siquiera como apoyo
crítico sino como oposición tajante al grueso de casi todas sus políticas.
Una tendencia para nada coincidente con
lo que viví en viajes recientes al Chile de la vacilante Bachelet, el Ecuador
conmocionado por el bisoño y contradictorio Correa, o al Brasil de una
izquierda que votó al ajustador Lula a pesar de tanto desengaño lulista con sus
lugartenientes corruptos. O lo que me cuentan amigos de la socialmente áspera
Bolivia por ejemplo y los respaldos a Evo. En todas estas experiencias hay
básicamente una actitud de apoyo a esos gobiernos capitalistas reformadores,
antes que nada frente a una lectura mayor y decisoria: lo que hoy significan
las exasperadas y económicamente jaqueadoras derechas neoliberales bushistas, semidesplazadas
en cada uno de esos conciertos nacionales.
Preguntas
de un hipotético diálogo
¿Cuáles son los nudos estructurales que
dinamizó el kirchnerismo en estos cuatro años y no articularon con ciertos
universos políticos e ideológicos progresistas de capas medias, sectores que
tendrían que respaldar de distintas formas, autónomas, una gestión
democrático-popular en un país que proviene de una devastación neoliberal? ¿Qué
planteó de fondo el Gobierno, y qué se le criticó en el orden de las
consecuencias?
Es importante comenzar a elucidar esta
cuestión en el balance de cuatro años. Teniendo en cuenta que se precisará del
armado de una decisiva fuerza política democrático popular para hacer frente a
una avidez de la derecha que representa el 50 por ciento del electorado, a un
sentido común cotidiano bombardeado a golpes de “opinión pública” que
culturalmente le pertenece a las ideologías de mercado, y a un mundo
capitalista en estado salvaje con una crisis generalizada y epocal que se
vaticina a no muy largo plazo.
¿Tal desencuentro entre progresismos es
una cuestión de peronismo-antiperonismo que volvió a exacerbarse como nunca?
¿Es consecuencia de una fragmentación ideologista que impide leer con
sabiduría, conocimiento del pasado y sin ceguera lo que realmente acontece? ¿Se
podrá pasar de los acuerdos superestructurales entre pedazos partidarios a un
encuentro democrático popular de base, de políticas hermanables, de cuadros, de
militantes, de intelectuales, de mundos culturales? ¿Qué debe plantear cada
actor político progresista? ¿Qué fue lo nuevo de estos cuatro años, más allá de
los muchos asuntos que llenaron la superficie cotidiana, más allá de la noticia
diaria alarmista y los encontronazos sectarios?
La
política y el conflicto
Entre los perfiles que caracterizaron
al gobierno Kirchner aparece como dato central la preocupación por un regreso
neto de la política como capacidad decisoria y ejecutiva desde su esfera
específica: los políticos. Hacer pesar el sillón de Rivadavia en tanto espacio
de poder simbólico y material efectivo, sobre el resto de las presencias,
dominaciones y lobbies económicos, financieros, empresariales, militares,
eclesiásticos y sindicales, sectoriales y corporativos que en la Argentina hace
mucho controlan los rumbos esenciales sobre “lo que tiene que pasar”. El
kirchnerismo criticó de distintas maneras a esa sempiterna Argentina “normal”
desde las lentes del conservadurismo liberal, que propendió siempre a situar
“un” ministro de economía “libre”, independiente, con personalidad casi
bi-presidencial, (que en este caso se extinguió desde la ida de Lavagna) figura
con la que los poderes de facto discuten “políticamente”.
Esta ecuación del regreso del poder de
lo político fue leída por lo general y desde múltiples voces de todo un arco
ideológico, como intencionalidad hegemonista, prepotente, a-dialoguista,
imponedora por parte del presidente, una variable semidictatorial antirrepublicana,
un molde de ejercicio del poder por lo tanto perturbador de lo que sería una
calidad institucional para un curso adecuado y natural del capitalismo
argentino en sus relaciones nacionales e internacionales. Aquí yace un nudo
significativo de discusión que los años kirchneristas reponen para debate de la
clase política democrática. En un país que, desde 1976 al menos, sepultó la
idea de la política gobernando la economía, desde un credo neoliberal de
mercado globalizado que hoy reina en Occidente en discusión crítica con varias
experiencias lationoamericanas.
El segundo aspecto de discrepancia
acentuado fue el énfasis, por parte de la comandancia del kirchnerismo, en
recolocar el sentido y el por qué de lo político en las sociedades
democráticas. Recolocar el abc de lo político en el plano del conflicto. Del
conflicto social histórico en la dimensión política de la disparidad de
intereses societales a resolver. Lo político como conflicto, desde el
kirchnerismo, da otro teorema diferente de calidad institucional y democrática
según el presidente, al estar atravesado en este caso por hecho primero y
esencial de una justicia social a reparar en todos los órdenes, cosa que
redibuja la “cuestión democrática”.
Por lo tanto, desde la mirada K la
política en democracia es intervenir y actuar la conflictividad, no negarla. El
conflicto hace inteligible la política en democracia. Se trató desde el
presidente de reinstalar democráticamente la idea de por lo menos “dos”
proyectos o programáticas en pugna real. Una lucha de perspectivas sociales
distintas dentro del respeto a los marcos institucionales. Contienda ya sea con
los factores agroexportadores, con las empresas de servicios privatizadas, con
los monopolios fijadores de precios, con los criterios corporativos de las
fuerzas armadas, con ciertos sectores de la iglesia, con organismos y
dominancias en el plano internacional. Gobernar sería partir de la conciencia
de conflictos, de poderes en disputa, de intereses opuestos, de negociaciones,
de acuerdos desde una programática político social y cultural a cumplir.
Esto fue percibido muy críticamente por
un campo no sólo empresarial, sino político, cultural, informativo como
aparición de dimensiones por demás negativas de crispación, aspereza,
“populismo”, malos modos. Destemplanzas que corroen una cosmovisión de época
dominante por excelencia: “Hay una única gran administración de las cosas y de
la crisis contemporáneas, un modelo pactado por izquierdas y derechas que se
alternan desde una programática consensuada, salvo cuestiones menores a lo
socioeconómico”. Esto es, la política necesita partir de un consenso como
categoría natalicia de sí misma. Consenso de gobernabilidad que prescribe qué
se discute, qué ya no se discute más, qué se plantea, qué se incluye y qué se
excluye, espacio imaginario imprescindible donde todos se ponen de acuerdo: los
con poder y los sin poder.
Estado
y derechos humanos
El tercer elemento polémico fue la
notoria predisposición estatalista del gobierno, en cuanto a presidir la lógica
de las cosas. A retener ganancias, a intervenir y laudar, asumir superpoderes,
acumular divisas, reponer presencias fuertes y “costosas” como la negociación
gremial, las demandas educativas y de salud, financiar proyectos productivos y
de obras, disputar con los sectores privados y tener como latente prospectiva
la nacionalización y/o estatización de recursos y bienes.
Esto implicó una crítica de anacronismo
estatalizador a contramano de las experiencias socialdemócratas de la época, de
propender a una mayor corrupción administrativa, de suplantar erróneamente a la
intervención financiera privada, usurpar genuinos espacios de mercado para
volverlos recelosos, de un exceso de limitaciones o desprolijidades jurídico
estatal. Finalmente y más en lo estratégico: gestar una ideología de Estado
donde se privilegia el trípode con los sindicatos, los mundos empresarios, en
desmedro de acuerdos más ligados a una ciudadanía en democracia a partir de
expresas representaciones políticas partidarias.
El cuarto factor a tener en cuenta del
gobierno de Kirchner fue el nuevo cariz o el planteo de una cosmovisión
política renovada sobre la cuestión de los derechos humanos. Heredero de la
problemática sobre el Estado de Terror, de sus avances y retrocesos
tribunalicios en los ’80 y del triunfo de la impunidad en los ’90, el
kirchnerismo buscó pasar de un núcleo meramente jurídico del dilema a una
perspectiva de juicio efectivo a los culpables, pero perspectiva culturalmente
refundadora de otra historia democrática en la Argentina.
En este segundo sentido se hizo eco del
reclamo ideológico y de la filosofía política de los organismos más reflexivos
sobre derechos humanos en cuanto al significado del exterminio padecido. No
habría nueva edad argentina –argumentó Kirchner– sin una resolución plena de la
justicia de los crímenes de lesa humanidad. Esta visión se evidenció en los
planos de la Justicia, del discurso, de los actos y mundos simbólicos, y de la
política en marcha de reordenamiento y nueva formación para las fuerzas armadas
dentro de un espacio ministerial castrense que desde 1983 había estado
prácticamente vacío de nuevos contenidos y propuestas.
Esta política en relación con los
mundos profundos de la conciencia social, con los poderes de distinto signo en
la Argentina, arañó, indispuso y violentó a una parte del país que tiene en ese
atrás como una suerte de sombra siniestra en el alma, enterrada como trauma
infantil operando. La propuesta K fue acusada de doble discurso falsario por la
izquierda clásica, que vio en ella una acción decorativa. También de planteo
incompleto que acusaba a un solo “demonio”, desde el establishment cultural. De
montonera y setentista por sectores procesistas de las fuerzas armadas y por
cierto periodismo que se tomó del setentismo de gran parte del elenco
kirchnerista. Y de política vengativa y humillante de las fuerzas armadas, por
la doctora Carrió.
Política gobernando la economía.
Política como permanente conflicto entre intereses que estructuran la idea de
justicia social, laboral y cultural. Política como Estado capitalista (bueno o
malo) nuevamente protagónico de un desarrollo. Y política a refundar desde el
tema de los derechos humanos y memoria del exterminio. Estos cuatro jinetes
siembran debates y tempestades en muchas partes del mundo actual, no solo en la
Argentina, en tanto representan parte sustancial de los grandes y pocos temas
fundamentales que se discuten hoy de manera implícita o vehemente en distintas
encrucijadas nacionales con sus respectivos presentes y pasados, izquierdas y derechas.
En todo caso el kirchnerismo agitó las
aguas de un país que hacía mucho que no salía de sus escuálidas obediencias y
consabidos mayordomos. Se esté de acuerdo o se critique lo actuado la escena
pasó a ser otra. Esto para aquellos que se plantean las cuestiones de calidad
democrática. Sin duda el mejoramiento de la calidad democrática es
indispensable para consolidar el sistema vigente. Pero para esto último hizo
falta un paso previo indispensable, que la política haya vuelto para ser
discutida no como sierva de las circunstancias globales, no como abstracta
regla institucional, sino como un acontecimiento de un santo y seña argentino
lentamente recobrado, en un planeta tumefacto que produce políticas y miserias
por todas partes contra los mundos terceros.
Fuente: Pagina 12 – 10 de Diciembre de
2007
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