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El
tiempo y su consecuencia entre nosotros: la finitud. Cual gota de transpiración
corre mágicamente por cada poro sin que nos llame demasiado la atención, excepto
cuando nos enfrentamos al espejo que sin eufemismos nos tramite su delación,
haciéndonos notar que la vida es poco menos que un breve recorrido de ausencias,
un sendero con extremos que no mienten. Se fusionan, se confunden el pasado y
el presente, mientras la nostalgia juega a la evocación, tratando de
convencernos que todo lo vivido resultó poco menos que insuperable. A decir
verdad es una confusa cuadrícula de pasajes, calles y avenidas de doble mano
que incluye, a modo de caricia cómplice, algún semáforo cancelado.
Desde
chico Diego tenía claro que su misión era acontecer a pesar de sus propios
quebrantos. Alrededores y suburbios atendían escasamente sus reclamos, más
preocupados por resolver eso de los egoísmos ilegítimos; y así aquellos trece
años sufrían tempranamente el peso sostenido del devenir, el cuidado, el
progreso y la fama. Digamos a favor del talento que Diego era capaz de hacernos
reposar durante horas, dibujando con sus pies extensos recreos con cualquier
cosa esférica de impronta futbolera. Tientos desgajados, frutas desechables,
pelotitas de ping-pong y bolitas de naftalina cumplían el humilde rol como
partenaire de inagotables danzas circenses mientras la música de fondo sólo era
acercada por alguna canilla comunitaria mal cerrada. Esta cósmica ceremonia, en
el marco de una geografía desdeñable, sólo era interrumpida cuando el ocaso
señalaba: “hora de cenar”... y cuando digo cenar hablo en el amplio sentido
relativo que implica la palabra dentro de ese contexto social. Es que en la villa
hay cuestiones que no se andan con amnistías. Luego de ese rito volvíamos
alocadamente a la calle para robarle algunas horas al descanso. Y supongo que
para demostrar su intención de ser igual a nosotros dejaba de lado el ballet,
rechazando todo aquello que deseaba ser besado por sus pies, proponiendo jugar
a la escondida... Con sangre, piedra libre para todos, inclusive sugería
invitar a chicos de pasajes vecinos. Sospecho que su intención era el
lucimiento colectivo, en cierto modo compartir con nosotros la posibilidad
concreta y cercana del error... Esta solicitud generalizaba una tremenda
repulsa por parte de la barra. Debo reconocer nuestra miserabilidad y egoísmo,
la arrogante necesidad de verlo ejecutar malabares superaba la interna
mezquindad que significaba cachetear la piedra en pos de una salvación
momentánea. Era nuestro héroe. Máximo orgullo en un sitio muy alejado de la
realidad visible, a kilómetros de las fastuosas vidrieras y sus accesos
prohibidos, y sus miles de estrellas intocables. La reacción y el horror grupal
ante tan convencional propuesta convencían a Diego que debía reiniciar su
función. Entonces, cada uno de nosotros depositaba en su espalda una mezcla de
admiración, fracaso, lágrimas y bocas abiertas. Era maravilloso apoyar la cabeza
sobre una húmeda y flaca almohada pensando que uno de nosotros zarparía del
infierno.
Y es
probable que él lo supiera, pero si no, es algo que jamás podré perdonarme. En
ocasión de ausentarse por tener que cumplir con los entrenamientos en las
inferiores de Argentinos aprovechábamos y jugábamos a la escondida, y éramos
como veinte. Sangre, galopadas infernales modificando nuestro destino, mudarnos
de remeras para provocarle confusión a la piedra, salteos por los techos,
rodadas y apostar al error: librar a todos los cumpa...
Acá el
talento duraba lo que el sonido de la mano cacheteando la pared. Lo
trascendente era sólo zafar.
Pensándolo
bien y a decir verdad nunca lo dejamos zafar... Peor aún, tampoco lo dejamos
contar o esconderse y menos aún librar. Nunca lo dejamos ser nosotros, por
miserable que parezca... Su obligación era trascender, hasta le llegamos a
decir, muy convencidos de lo nuestro, que ese juego era solamente digno de
señoritas aburridas y vaya a saber cuánta mentira intrusa o cuánta excusa
ligada a la miseria.
Es
indivisible. Nuestro tiempo se acerca indefectiblemente a la finitud. Diego
pudo y fue mucho más de lo que cualquiera de nosotros sospechaba.
Salió de
la villa, levantó estandartes y esmeraldas, hizo revolcar ingleses como nadie y
hasta Dios le besó la mano. Hace algunos años fue tapa de los diarios porque
casi se muere... Como él, algunos pudimos salir de la villa, otros juegan
todavía a la escondida sin una regla que los salve; los demás se fugaron entre
porros y caños disfrazados de laburo. Conoció lo mejor y lo peor. La villa fue
el país que depositó en su espalda, tal como nosotros lo hicimos a los trece:
fracasos, admiración, bocas abiertas y lágrimas... No cabe duda, hay cosas que
nunca cambian. Hoy son otros los que insisten en no dejarlo jugar; tipos más
jodidos sin duda. No sólo le obligan a ser ejemplo, también lo acosan y es
brutalmente exhortado desde lo pulpitos de la tilinguería para que libere con
su genio a miles de acólitos que nada hicieron por su infancia cuando los
tiempos de las narices embarradas y la higiene por goteo, tiempos en los cuales
para nosotros, la barra de Fiorito, Pompeya era París...
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