Nos Disparan desde el Campanario La Fábrica de los Pobres: Cómo la Ética del Trabajo Perpetuó la Pobreza… por Zygmunt Bauman
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En este ensayo, Bauman explora cómo
la ética del trabajo, un valor fundamental de la modernidad, es utilizada como
herramienta de control social y justificación de la desigualdad.
Se pensaba que la ética del trabajo
mataría dos pájaros de un tiro. Resolvería la demanda laboral de la industria
naciente y se desprendería de una de las irritantes molestias con que iba a
toparse la sociedad postradicional: atender las necesidades de quienes, por una
razón u otra, no se adaptaban a los cambios y resultaban incapaces de ganarse
la vida en las nuevas condiciones.
Porque no todos podían ser empujados a la rutina del trabajo en la fábrica;
había inválidos, débiles, enfermos y ancianos que en modo alguno resistirían
las severas exigencias de un empleo industrial. Brian Inglis describió así el
estado de ánimo de la época:
Fue ganando posiciones la idea de que
se podía prescindir de los indigentes, fueran o no culpables de su situación.
De haber existido algún modo sencillo de sacárselos de encima sin que ello
implicara riesgo alguno para la sociedad, es indudable que Ricardo y Malthus lo
habrían recomendado, y es igualmente seguro que los gobiernos habrían
favorecido la idea, con tal de que no implicara un aumento en los impuestos.
Pero no se encontró «modo
sencillo de sacárselos de encima» y, a falta de ello, debió buscarse una
solución menos perfecta. El precepto de trabajar (en cualquier trabajo, bajo
cualquier condición), única forma decente y moralmente aceptable de ganarse el
derecho a la vida, contribuyó en gran parte a encontrar la solución. Nadie
explicó esta estrategia «alternativa» en términos más directos y categóricos
que Thomas Carlyle, en su ensayo sobre el cartismo publicado en 1837:
Si se les hace la vida imposible,
necesariamente se reducirá el número de mendigos. Es un secreto que todos los
cazadores de ratas conocen: tapad las rendijas de los graneros, hacedlos sufrir
con maullidos continuos, alarmas y trampas, y vuestros «jornaleros»
desaparecerán del establecimiento. Un método aun más rápido es el del arsénico;
incluso podría resultar más suave, si estuviera permitido.
Gertrude Himmelfarb, en su monumental
estudio sobre la idea de la pobreza, revela lo que esa perspectiva oculta:
Los mendigos, como las ratas, podían
efectivamente ser eliminados con ese método; al menos, uno podía apartarlos de
su vista. Sólo hacía falta decidirse a tratarlos como ratas, partiendo del
supuesto de que «los pobres y desdichados están aquí sólo como una molestia a
la que hay que limpiar hasta ponerle fin.
El aporte de la ética del trabajo a
los esfuerzos por reducir el número de mendigos fue sin duda invalorable.
Después de todo, la ética afirmaba la superioridad moral de cualquier tipo de
vida (no importaba lo miserable que fuera), con tal de que se sustentara en el
salario del propio trabajo. Armados con esta regla ética, los reformistas bien
intencionados podían aplicar el principio de «menor derecho» a cualquier
asistencia «no ganada mediante el trabajo» que la sociedad ofreciera a sus
pobres, y considerar tal principio como un paso de profunda fuerza moral hacia
una sociedad más humanitaria. «Menor derecho» significaba que las condiciones
ofrecidas a la gente sostenida con el auxilio recibido, y no con su salario,
debían hacerles la vida menos atractiva que la de los obreros más pobres y
desgraciados. Se esperaba que, cuanto más se degradara la vida de esos
desocupados, cuanto más profundamente cayeran en la indigencia, más tentadora
o, al menos, menos insoportable les parecería la suerte de los trabajadores
pobres, los que habían vendido su fuerza de trabajo a cambio de los más
miserables salarios. En consecuencia, se contribuiría así a la causa de la
ética del trabajo mientras se acercaba el día de su triunfo.
Estas consideraciones, y otras
similares, deben de haber sido importantes, en las décadas de 1820 y 1830, para
los reformistas de la «Ley de Pobres», que tras un debate largo y enconado
llegaron a una decisión prácticamente unánime: había que limitar la asistencia
a los sectores indigentes de la sociedad (a quienes Jeremy Bentham prefería
llamar el «desecho» o la «escoria» de la población) al interior de las
poorhouses [hospicios para pobres]. La decisión presentaba una serie de
ventajas que favorecían la causa de la ética del trabajo.
En primer lugar, separaba a los
«auténticos mendigos» de quienes —se sospechaba— sólo se hacían pasar por tales
para evitarse las molestias de un trabajo estable. Sólo un «mendigo auténtico»
elegiría vivir recluido en un asilo si se lograba que las condiciones en su
interior fueran lo bastante horrendas. Y al limitar la asistencia a lo que se
pudiera conseguir dentro de esos sórdidos y miserables asilos, se lograba que
el «certificado de pobreza» fuera innecesario o, mejor, que los pobres se lo
otorgaran a sí mismos: quien aceptara ser encerrado en un asilo para pobres por
cierto que no debía de contar con otra forma de supervivencia.
En segundo lugar, la abolición de la
ayuda externa obligaba a los pobres a pensar dos veces antes de decidir que las
exigencias de la ética del trabajo «no eran para ellos», que no podían hacer
frente a la carga de una tarea regular, o que las demandas del trabajo en las
fábricas, duras y en cierto modo aborrecibles, resultaban una elección peor que
su alternativa. Hasta los salarios más miserables y la rutina más extenuante y
tediosa dentro de la fábrica parecerían soportables (y hasta deseables) en
comparación con los hospicios.
Los principios de la nueva Ley de
Pobres trazaban, además, una línea divisoria, clara y «objetiva», entre los que
podían reformarse y convertirse para acatar los principios de la ética del
trabajo y quienes estaban completa y definitivamente más allá de toda
redención, de quienes no se podía obtener utilidad alguna para la sociedad, por
ingeniosas o inescrupulosas que fueran las medidas tomadas.
Por último, la Ley protegía a
los pobres que trabajaban (o que pudieran llegar a hacerlo) de contaminarse con
los que no había esperanza de que lo hicieran, separándolos con muros macizos e
impenetrables que, poco después, encontrarían su réplica en los invisibles,
aunque no por eso menos tangibles, muros del distanciamiento cultural. Cuanto
más aterradoras fueran las noticias que se filtraran a través de las paredes de
los asilos, más se asemejaría a la libertad esa nueva esclavitud del trabajo en
las fábricas; la miseria fabril parecería, en comparación, un golpe de suerte o
una bendición.
Por lo dicho hasta aquí, puede
inferirse que el proyecto de separar de una vez y para siempre a los
«auténticos mendigos» de los «falsos» —apartando, de ese modo, a los posibles
objetos de trabajo de aquellos de quienes nada se podía esperar— nunca llegó a
gozar de total éxito. En rigor, los pobres de las dos categorías —según la
distinción legal, «merecedores» y «no merecedores»— se influyeron mutuamente,
aunque esta influencia recíproca no se produjo de modo que, en opinión de los
reformistas, justificara la construcción de asilos.
Es verdad que la creación de
condiciones nuevas particularmente atroces y repulsivas para quienes habían
sido condenados al flagelo de la mendicidad (o, como preferían decir los
reformistas, «quienes lo habían elegido») hacía que los pobres adoptaran una
actitud más receptiva hacia los dudosos atractivos del trabajo asalariado y que
así se prevenía la muy mentada amenaza de que fueran contaminados por la
ociosidad; pero, de hecho, los contaminó la pobreza, contribuyendo a perpetuar
la existencia que supuestamente iba a quedar eliminada por la ética del
trabajo. La horrenda fealdad de la vida en los asilos, que servía como punto de
referencia para evaluar la vida en la fábrica, permitió a los patrones bajar el
nivel de resistencia de los obreros sin temor a que se rebelaran o abandonaran
el trabajo. Al fin, no había gran diferencia entre el destino que esperaba a
los que siguieran las instrucciones de la ética del trabajo y quienes se
rehusaban a hacerlo, o habían quedado excluidos en el intento de seguirlas.
Los más lúcidos, escépticos o cínicos
entre los reformistas morales de esas primeras épocas no albergaban la ilusión
de que la diferencia entre las dos categorías de pobres (auténticos y fingidos)
pudiera ser expresada en dos estrategias diferenciadas. Tampoco creían que una
bifurcación de estrategias semejante pudiera tener efecto práctico, ni en
términos de economizar recursos ni en otro beneficio tangible.
Jeremy Bentham se negaba a distinguir
entre los regímenes de las diferentes «casas de industria»: workhouses [asilos
para pobres], poorhouses [hospicios] y fábricas (además de las prisiones,
manicomios, hospitales y escuelas ). Bentham insistía en que, más allá de su
propósito manifiesto, todos esos establecimientos se enfrentaban al mismo
problema práctico y compartían las mismas preocupaciones: imponer un patrón
único y regular de comportamiento predecible sobre una población de internos
muy diversa y esencialmente desobediente. Dicho de otro modo: debían
neutralizar o anular las variadas costumbres e inclinaciones humanas y alcanzar
un modelo de conducta único para todos. A los supervisores de las fábricas y
guardianes de los asilos de pobres les esperaba la misma tarea. Para obtener lo
que deseaban (una rutina disciplinada y reiterativa), se debía someter a ambos
tipos de internos —los pobres «trabajadores» y los «no trabajadores»— a un
régimen idéntico. No es de extrañar que, en el razonamiento de Bentham, casi no
aparecieran diferencias en la calidad moral de las dos categorías, a las que se
les otorga gran atención y se les asigna importancia central en los argumentos
de los predicadores y reformadores éticos. Después de todo, el aspecto más
importante de la estrategia de Bentham era hacer que esas diferencias
resultaran al mismo tiempo irrelevantes para el propósito declarado e
impotentes para no interferir con los resultados.
Al adoptar esa posición, Bentham se
hacía eco del pensamiento económico de su tiempo. Como habría de escribir John
Stuart Mill poco después, a la economía política no le interesaban las pasiones
y los motivos de los hombres, «salvo los que puedan ser considerados como
principios frontalmente antagónicos al deseo de riqueza, es decir, la aversión
al trabajo y el deseo de disfrutar de inmediato los lujos costosos ». Como en todos
los estudiosos que buscaban las leyes «objetivas» de la vida económica —leyes
impersonales e independientes de la voluntad—, en Bentham la tarea de promover
el nuevo orden quedaba despojada de los adornos evangélicos comunes en el
debate sobre la ética del trabajo para dejar al descubierto su núcleo central:
la consolidación de la rutina regular basada en una disciplina incondicional,
asistida y vigilada por una supervisión efectiva, de arriba hacia abajo.
Bentham no tenía tiempo para preocuparse por la iluminación espiritual o la
reforma de la mente; no esperaba que amaran su trabajo los internos de
instituciones comparables a panópticos . Por el contrario, Bentham daba por
sentada la incurable aversión al trabajo de esos internos, y no se molestó en cantar
alabanzas a la fuerza moralmente ennoblecedora del trabajo. Si los internos
iban a comportarse según los preceptos de la ética del trabajo, ello no
sucedería como consecuencia de su conversión moral, sino por haber sido
arrojados a una situación sin otra alternativa que actuar como si hubieran
aceptado y asimilado en su conciencia el mandato impuesto. Bentham no puso
esperanza alguna en cultivar las virtudes de los elegidos, sino en la
encrucijada de hierro en que se hallaban, en su absoluta falta de elección. En
el panóptico, ya fuera un asilo para pobres o una fábrica, «si un hombre se
niega a trabajar no le queda otra cosa por hacer, de la mañana a la noche, más
que roer su pan viejo y beber su agua, sin un alma con quien hablar… Este
aliciente es necesario para que dé lo mejor de sí; pero no hace falta más que
esto».
Para promover la ética del trabajo se
recitaron innumerables sermones desde los púlpitos de las iglesias, se
escribieron decenas de relatos moralizantes y se multiplicaron las escuelas
dominicales, destinadas a llenar las mentes jóvenes con reglas y valores
adecuados; pero, en la práctica, todo se redujo —como Bentham pudo revelar con
su característico estilo directo y su notable claridad de pensamiento — a la
radical eliminación de opciones para la mano de obra en actividad y con
posibilidades de integrarse al nuevo régimen. El principio de negar cualquier
forma de asistencia fuera de los asilos era una de las manifestaciones de la
tendencia a instaurar una situación «sin elección».
La otra manifestación de la misma
estrategia era empujar a los trabajadores a una existencia precaria,
manteniendo los salarios en un nivel tan bajo que apenas alcanzara para su
supervivencia hasta el amanecer de un nuevo día de duro trabajo. De ese modo, el
trabajo del día siguiente iba a ser una nueva necesidad; siempre una situación
«sin elección». En ambos casos, sin embargo, se corría un riesgo. En última
instancia —gustara o no— se apelaba a las facultades racionales de los
trabajadores, aunque fuera en una forma sumamente degradada; para ser eficaces,
ambos métodos necesitaban que sus víctimas fueran capaces de pensar y calcular.
Pero ese pensar podía convertirse en un arma de doble filo; más bien, en una
grieta abierta en ese elevado muro, a través de la cual podían colarse factores
problemáticos, impredecibles e incalculables (la pasión humana por una vida
digna o la aspiración a decir lo que se piensa o se siente) y escapar así al
forzado destierro. Había que adoptar medidas adicionales de seguridad, y
ninguna ofrecía mayores garantías que la coerción física. Se podía confiar en
los castigos, en la reducción de salarios o de raciones alimentarias por debajo
del nivel de subsistencia y en una vigilancia ininterrumpida y ubicua, así como
en penas inmediatas a la violación de cualquier regla, por trivial que fuera,
para que la miseria de los pobres se acercara aun más a una situación sin
elección.
Esto hacía de la ética del trabajo
una prédica sospechosa y engañosa. Contar con la integridad moral de los seres
humanos manipulados por la nueva industria habría significado extender los
límites de su libertad, la única tierra donde los individuos morales pueden
crecer y concretar sus responsabilidades. Pero la ética del trabajo — al menos
en su primera época— optó por reducir, o eliminar completamente, las
posibilidades de elegir.
No siempre existía la intención de
ser engañoso, como tampoco se tenía siempre conciencia de ello. Hay motivos
para suponer que los promotores de la nueva ética eran indiferentes a las
consecuencias morales de su acción, y les preocupaba aún menos su propia
inmoralidad. La crueldad de las medidas propuestas y adoptadas era sinceramente
vista como un aspecto indispensable de esa cruzada moral, un poderoso agente
moralizador en sí mismo y, en consecuencia, un elevado acto moral. Se elogiaba
el trabajo duro como una experiencia enriquecedora: una elevación del espíritu
que sólo podía alcanzarse a través del servicio incondicional al bien común. Si
para obligar a la gente a trabajar duro y conseguir que ese trabajo se
transformara en un hábito hacía falta causar dolor, este era un precio
razonable a cambio de los beneficios futuros, entre los cuales estaban ante
todo los morales, ganados a lo largo de una vida esforzada. Como señala Keith McClelland,
si «para muchos el trabajo manual era una carga o una obligación necesaria»,
también era «una actividad que debía ser celebrada », en virtud del honor y la
riqueza que traería a la nación y, cosa no menos importante, por el progreso
moral que implicaría para los trabajadores mismos.
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