Nos Disparan desde el Campanario Neoliberales conservadores vs. neoliberales progresistas. El infierno quedó vacío… por Alejandro Marcó del Pont
Fuente: El Tábano Economista
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Decir que romper con el statu quo otorga un notable sex
appeal
y una cierta aura de anti-sistema,
aunque se siga apoyando a los
mismos
Los días 25 y 26 de noviembre de este
año, en la ciudad de Anagni, Italia, los ministros de Asuntos Exteriores de los
países del G7 se reunieron en un momento particularmente complejo para el
panorama internacional. La invasión rusa de Ucrania, que ya supera los mil
días, y las tensiones en Gaza y el Líbano continúan sin resolución aparente. A
pesar de ello, los enviados del G7 declararon su compromiso de abordar estas
crisis globales.
El lugar elegido para el evento,
Anagni, no es un escenario fortuito. En esta ciudad se produjo el célebre
«atentado de Anagni», un episodio que simbolizó la confrontación entre el poder
papal y las monarquías europeas en la Edad Media. De forma similar, la reunión
del G7 representa hoy una pugna entre poderes hegemónicos que disputan el
control político, económico y cultural del mundo.
Resolver las crisis actuales parece
una tarea monumental, especialmente en un contexto político global dominado por
el descontento social. Este fenómeno ha generado líderes disruptivos como
Donald Trump, cuya llegada al poder en Estados Unidos, impulsada por un voto
protesta, marcó un punto de inflexión en las democracias occidentales. Su
victoria reflejó el hartazgo de amplios sectores sociales hacia las élites
establecidas, un patrón que se ha replicado en otras partes de Occidente.
En este marco, surge lo que algunos
analistas denominan la «geografía del descontento». Grandes regiones afectadas
por un prolongado declive económico —antiguas zonas industriales, ciudades
medianas y áreas rurales— han alimentado un voto de protesta que no se limita a
cuestiones económicas. Este malestar está arraigado en una profunda crisis
cultural e identitaria, marcada por la percepción de pérdida de valores
tradicionales (ya sean «americanos», «europeos» o «argentinos») y el temor a
una nueva guerra mundial.
Un análisis de Miguel
Urbán Crespo introduce el concepto de malmenorismo, una
estrategia de voto que, más que respaldar a un candidato por sus méritos, busca
evitar lo que se percibe como un mal mayor. Este fenómeno ha cobrado fuerza en
las democracias occidentales, consolidando dinámicas políticas que perpetúan
las élites del sistema.
El malmenorismo es el fruto de la
confrontación entre dos formas de neoliberalismo: los neorreaccionarios,
liderados por multimillonarios que se declaran abiertamente antidemocráticos y
antiigualitarios, y el neoliberalismo progresista, un concepto
desarrollado por la filósofa Nancy
Fraser. Este último representa una alianza paradójica entre las élites
económicas y los sectores progresistas. Por un lado, adopta políticas
económicas que perpetúan la financiarización, la desindustrialización y la
concentración de la riqueza. Por otro, promueve causas sociales progresistas
como el feminismo, los derechos LGBTQ, la equidad racial, la defensa de los
migrantes y la sostenibilidad ambiental. Este doble discurso ha logrado
construir una narrativa seductora que enmascara la continuidad de dinámicas
económicas profundamente reaccionarias. Es decir, lo que llevo a que ganaran
Trump, Milei o Giorgia Meloni.
El problema actual es que, de un
lado, están los nacionalistas, los neoreacionarios y del otro el neoliberalismo
progresista perdedor. Los Soros, Biden, Blinken, Sullivan, Macron, Starmer,
Trudreau, BlackRock o la banca Rothschild, los que apuestan a que se
espiralizarían los dementes, son los partidarios de la guerra porque entienden
que del otro lado están los ganadores sociópatas.
El conflicto en Ucrania ejemplifica
la pugna entre estas fuerzas. El 16 de noviembre, el presidente estadounidense
Joe Biden levantó la prohibición del uso de misiles de largo alcance por parte
del ejército ucraniano para atacar objetivos estratégicos dentro de territorio
ruso. Esta medida, celebrada a ambos lados del Atlántico, también fue
respaldada por Francia y el Reino Unido, que autorizaron el uso de misiles
Scalp y Storm Shadow. Sin embargo, estas decisiones reflejan un claro involucramiento
de las fuerzas de la OTAN, ya que Ucrania no podría operar estas armas sin los
sistemas de navegación satelital proporcionados por Estados Unidos.
Según el Global Times,
esta escalada militar busca dificultar cualquier intento de Donald Trump,
presidente electo, de orquestar un acuerdo de paz tras asumir el cargo el 20 de
enero. La estrategia parece diseñada para aumentar la presión sobre Rusia y
limitar el margen de maniobra del Kremlin, en un contexto donde los intereses
económicos son claros.
El senador republicano Lindsey Graham
develó la realidad geoeconómica con franqueza durante una visita a
Kiev, junto al ilegitimo presidente ucraniano Volodímir Zelensky: «Ucrania está
sentada en una mina de oro. Posee entre 10 y 12 billones de dólares en
minerales críticos, lo que podría convertirla en el país más rico de Europa. No
deseo que ese dinero termine en manos de Putin o de China». Minerales, bancos,
petróleo, gas y tierras agrícolas son el verdadero botín que los actores
económicos —desde Antony Blinken hasta los gigantes financieros como BlackRock—
no están dispuestos a ceder.
La reacción de Rusia no se hizo
esperar. Moscú respondió con el lanzamiento de un cohete hipersónico denominado
Oréshnik, un arma con una velocidad de Mach 10, imposible de interceptar por
los sistemas de defensa aérea occidentales. Este misil, capaz de alcanzar
objetivos a cualquier distancia sin recurrir al arsenal nuclear, marcó un punto
de inflexión y desestructuró la iniciativa atómica. Los aliados occidentales
entendieron que Rusia aún conserva un poder de destrucción que los pone en jaque
sin ingresar a su juego.
Paradójicamente, esta demostración de
fuerza parece haber beneficiado o sacado de un futuro apuro a Trump más que a
la OTAN. Mientras los neoliberales progresistas intentan no negociar con el
Kremlin, la aparición del Oréshnik los ha tomado por sorpresa, desestabilizando
su estrategia de escalada bélica.
Frente a este panorama, se vislumbran
tres escenarios de cara a los próximos meses:
El inicio de una tercera guerra
mundial nuclear: una posibilidad catastrófica.
Una respuesta contenida y estratégica
por parte de Rusia: representada por el uso del misil Oréshnik.
Un cálculo paciente por parte del
Kremlin: esperar al cambio de poder en Washington con la llegada de Donald
Trump el 20 de enero, quien podría redirigir el enfoque hacia un posible
acuerdo de paz.
El último escenario parece el más
probable, aunque la escalada de tensiones impredecibles por parte de la OTAN y
los dementes que la manejan, deja abierta la posibilidad de giros inesperados.
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*Alejandro Marcó del Pont, Licenciado en Economía de la UNLP. Autor y
editor del sitio especializado en temas económicos El Tábano Economista,
columnista radial, analista
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