Nos Disparan desde el Campanario Los jinetes de un NeoApocalipsis recargado: La Vanidad, la Crueldad, el Egoísmo y el Odio … Por Ana Carrasco Conde

 











Fuente: FILOSOFÍA&CO

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Gráfica: Zdzisław Beksiński

 

I  Vanidad

Pocos saben que, según Ovidio en sus Metamorfosis, lo preocupante del joven Narciso no era que se amara a sí mismo, sino que mucho antes de ver su imagen reflejada en aquella fuente, era incapaz de amar a nadie. Fue su rechazo continuo hacia sus pretendientes lo que hizo que Némesis, al escuchar el clamor de venganza de estos, propiciara la situación que le llevaría a caer enamorado de sí mismo y a dejarse morir, insensible ante el resto del mundo, para inclinarse obnubilado sobre su propia imagen. También la versión beocia de la leyenda hace de Narciso un hombre que solo puede sentir amor hacia sí mismo y que, desesperado por la pasión desmedida que siente por sí, se suicida ante la imposibilidad de ser correspondido porque su reflejo ni es ni será nunca la de un otro en el que pueda mirarse, que pueda amarle o rechazarle, y por el que pueda ser reconocido.

La vanidad es, pues, siguiendo estos mitos, una pasión relacionada con el amor hacia sí mismo que lleva asociada la incapacidad de amar a los demás o, al menos, de amarlos más de lo que uno se pueda amar a sí mismo, y que no debe ser confundida, como equivocadamente se hace a menudo, con tener un buen concepto de uno mismo. Para el vanidoso, como leemos en un conocido cuento de Saint-Exupéry, todos los hombres son admiradores (o, al menos, admiradores potenciales), pero no son susceptibles de ser a su vez admirados por el vanidoso. ¿Cómo serlo si el vanidoso es “el hombre más bello, el mejor vestido, el más rico y el más inteligente del planeta”? (El principito). De necios e ignorantes de sí mismos calificará Aristóteles a los vanidosos, “pues sin ser dignos emprenden empresas honrosas y después quedan mal. Y se adornan con ropas, aderezos y cosas semejantes, y desean que su buena fortuna sea conocida de todos, y hablan de ella creyendo que serán honrados” (Ética a Nicómano). Tal es, por cierto, el origen de la hoguera de las vanidades de 1497 en la que se quemaron todos aquellos objetos como espejos, vestimentas, libros, pinturas que alimentaran las llamas de la vanidad.

El peligro de esta pasión radica en el desconocimiento de lo que la vanidad implica, porque no se trata de que el vanidoso se mire más o menos en el espejo o que tenga una alta autoestima, sino de que el espejo son los otros: no alguien a quien mirar, sino una mera superficie en la que mirarse. Por eso, según el mito de Narciso antes de ensimismarse en su propia imagen, su problema es que no ve a los demás. Este será su castigo en justa correspondencia: verse a sí mismo a través de una imagen de sí proyectada en el agua que a su vez no puede verle a él. Se hunde de este modo en sí mismo y pierde el pie en la realidad en la que solo habitan, para él, fantasmas (o apariencias, del griego phantasmata), así como, en algunos casos de vanidosos insignes, algún castillo en el que habitar. Cree ser envidiado y mide a veces su triunfo en relación con la envidia que consiga despertar. Cree así que sus cualidades le permiten endiosarse, situarse por encima de los demás en un ejercicio de altanería que le hace olvidar que nada es perdurable y que, si realmente posee los dones de los que presume, ha de aceptarlos con humildad. Parece olvidar del mismo modo su finitud, su pertenencia a un mundo que le arrastra por los caprichos del azar o del destino, su impotencia. “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, según afirmará, en un horizonte distinto, el Eclesiastés.

¿A quién puede hacer daño la vanidad? ¿Y a quién puede importarle el concepto que alguien tenga de sí mismo y de cómo se relacione con los demás? La vanidad, aunque está asociada con la autoestima, es, sobre todo, una pasión de relación que nos habla de la forma con la que el sujeto se relaciona con los otros, con el valor que les asignamos y de cómo esos otros nos constituyen. Ser un cualquiera entre cualquieras, dirá Sartre al pensar en la relación entre talento y vanidad. Esta es la meta. Lo que caracteriza al vanidoso no es que sepa –o crea saber– de la excelsitud de sus cualidades, sean estas la inteligencia, la agudeza o la belleza, sino que haga ostentación de ellas con el fin de que los demás las noten y las reconozcan. Aunque Aristóteles no vea perjudicial esta pasión, sin embargo tiene una cara mucho más oscura de lo que pueda parecer en la medida en la que implica una relación enfermiza con el otro. La afirmación de las cualidades propias, de las diferencias que nos hacen destacar de los demás y que constituyen el alimento de la vanidad, nos alejan de los otros, que ya no son tenidos como iguales, es decir, como sujetos a los que reconocer también su valía, sino como objetos para ensalzar al propio yo. Pero, hay, como en todo, grados, y del mismo modo que se encuentran vanidosos que creen realmente en la singularidad de sus cualidades, los hay que, con su actitud, encubren la creencia –o la certeza– de una falta. En ambos casos lo importante es que los demás perciban la cualidad de la que se enorgullecen. Si este reconocimiento no llega, llega entonces la frustración, el resentimiento o el menosprecio ante un mundo que es incapaz de ver y reconocer su excelencia. El vanidoso se ve desde las imágenes exteriores a sí mismo. Desde fuera. El otro, como un espejo fiel, será, por cierto, aquello en lo que consista el castigo que padezca Estelle, uno de los personajes de A puerta cerrada de Sartre, en los infiernos: por su necesidad de verse reflejada y ante la ausencia de espejos, serán los otros personajes, Inés y Garcin, los que le permitan verse y juzgarse: “¿Quiere que le sirva de espejo? […] Míreme a los ojos […] No hay espejo más fiel”. Encontramos de este modo un pensamiento de sí del sujeto constituido sobre la superficialidad de un reflejo, que no contiene realmente nada. Por eso lo vano es, desde antiguo, lo vacío o hueco: la vanitas es la apariencia que encubre un interior vacío, no porque no se tenga la cualidad que se exhibe, sino porque prima la imagen exterior –y el deseo de reconocimiento– más que el valor interior. Dicho de otro modo, lo que le importa al vanidoso no es tanto ser verdaderamente excelente como que los demás lo reconozcan como tal. Y así o carece de humildad o se esconde bajo una falsa máscara de la misma.

 

 

II  Crueldad

¿Cómo se puede explicar la crueldad?

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A veces vida y mundo no coinciden y tratamos de reparar el desgarro que los separa con pasarelas de palabras que se ocultan bajo el disfraz de las explicaciones, de los argumentos, de la búsqueda de un sentido. Unas veces son pequeños rasguños en los que apenas reparamos; otras, arañazos que escuecen, pero no sangran; otras, heridas cruentas de las que brotan sangre y algunas lágrimas y cuyo dolor se intensifica ante la actitud de quien blande el arma: si lo lamenta, si permanece indiferente, si se recrea y disfruta del dolor producido.

A veces el otro nos causa tanta extrañeza que nos sentimos arrojados a otro mundo cuyas leyes desconocemos y, perdidos y desorientados, buscamos razones que nos permitan localizar lo familiar, lo comprensible, lo que sea que pueda devolver el mundo a la normalidad. Pero a veces lo familiar mismo es lo que se vuelve extraño y la realidad se rasga para dejar entrever con claridad que su concepto, racionalmente construido, y la experiencia vivida que tenemos de ella difieren radicalmente. La vida se desencaja. Nos aprestamos entonces antes de la caída a una reconstrucción que, palabra a palabra, teje una red sobre la que caer como cae el trapecista al perder el equilibrio.

Sucede, por ejemplo, cuando nos preguntamos hasta dónde puede llegar el ser humano en determinadas circunstancias, cuando nos llegan noticias de las atrocidades que el hombre es capaz de cometer contra sus semejantes o contra aquello que tiene bajo su cuidado; cuando nos preguntamos cuál es el límite de la maldad si es que hay otro límite ante el exceso que no sea la muerte. Sucede cuando nos hablan de algo terrible acontecido en otro lugar o en otro tiempo; se intensifica cuando la proximidad es mayor y nos sentimos concernidos y desubicados; se hace amarga y lacerante cuando la herida se siente en la propia carne y no hay lugar que no quede trastornado. Es entonces cuando nos preguntamos cómo pudo suceder algo así, cómo alguien a quien creíamos conocer ha podido ser tan insensible, tan falto de empatía, tan cruel.

La crueldad (lat. crudelitas, de la familia de cruentus, “sangriento”, de donde cruor, “sangre”, y por extensión, “crudo”) se concibe como la pasión por la cual un sujeto es capaz o bien de infligir daño a otro por placer o bien de presenciar el sufrimiento ajeno sin sentirse conmovido o concernido y hacerlo además, en ambos casos, con complacencia. La crueldad no es por tanto únicamente la pasión del goce ante el dolor del otro, sino también de la indiferencia e insensibilidad ante él. Si no hay crueldad sin conciencia, como apuntaba Artaud, en la más pura de sus formas, el cruel actúa de forma voluntaria y, en principio, sin culpa y sin remordimiento. La crueldad se nutre del poder de dominio y sometimiento sobre el otro, cuya fragilidad queda a merced de quien empuñe el arma. El otro se convierte en el lugar de goce, en el espacio en el que el sujeto prueba sus fuerzas no porque cosifique a su víctima, sino porque, considerándolo inicialmente como un semejante, como un límite que no debe ser rebasado, procede a una degradación del mismo al ejercer su potencia sobre él y cruzar el límite porque puede hacerlo.

La crueldad nos desencaja, nos descoloca e, incluso, nos enfurece, pero sobre todo nos hace sentir frágiles y vulnerables. Tratamos por ello de buscar razones que nos permitan rehacernos y comprender. Se dice entonces que cruel es aquel que, como dijera Aristóteles, o bien es una bestia o un animal o bien padece algún tipo de patología, como la locura (Ética a Nicómaco). En ambos casos se expulsa la crueldad del horizonte de la normalidad porque o surge de lo que no es humano (lo inhumano) o de algún tipo de trastorno (lo enfermo).

Pero este tipo de razonamientos más que explicar, justifican. Sería también fácil entender la crueldad como un efecto secundario del sufrimiento que nos provoca la propia vida acorde con una naturaleza violenta (Schopenhauer) o integrarla en un discurso en el que el exceso no tiene más lugar que el que le otorgue la excepción, pero acaso ¿no es hombre cabal aquel que en muchas ocasiones es cruel? Una respuesta afirmativa a esta pregunta nos abre un horizonte de lo humano mucho más inquietante y problemático del que quisiéramos reconocer, pero apuntaría directamente al núcleo de la responsabilidad (racional) de la acción. El corazón humano alberga pues la potencialidad de la crueldad. Quizá por eso Aristóteles no menciona contrario para ella y Hannah Arendt encuentra en la que sería su opuesto, la piedad, un potencial de crueldad superior al de la propia crueldad (Sobre la revolución). Como un modo de ser del hombre, no son necesarias la enfermedad, la inhumanidad o la compensación para explicar los mecanismos de una pasión humana demasiado humana. Por eso hay crueldad contra el otro, pero también, como supo ver Nietzsche, contra uno mismo cuando la moral predominante se vertebra en principios que con su lógica caen también en el ámbito de la crueldad.

 

 

III  Egoísmo

Usar el mundo en beneficio propio

 

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“No soy filósofo –afirma Charles Arrowby–, pero me pregunto si la autobiografía es el mejor medio para arrepentirse del egoísmo”. Su respuesta da que pensar: “Sólo puedo reflexionar sobre el mundo reflexionando sobre mis propias aventuras en él”. Arrowby, el personaje central de la novela de Iris Murdoch El mar, el mar, comienza de este modo a reflexionar sobre su vida buscando sosiego en un pueblo de la costa que le permita distanciarse del mundo del teatro del que forma parte. Habita, sin embargo, en su propio escenario, desde el que habla de su propio mundo en la ilusión de que lo que dice acerca de él coincide de algún modo con lo que el mundo realmente es. Con el transcurrir de la novela, Murdoch nos hará ver que el mundo de Arrowby está construido a imagen y semejanza de su yo desde una perspectiva, teñida con los oscuros tonos del egoísmo, que hace de los demás meros figurantes de su historia.

La forma de mirarse a uno mismo y mirar al mundo

Como pasión característica del ser humano, se ha entendido que el egoísta es aquel que se ocupa y se preocupa más por sus propios intereses que por el mundo que habita en comunidad junto con los demás. Ha sido por ello, dentro de la historia del pensamiento, la pasión que ha ocupado mayor número de reflexiones desde las más diversas perspectivas: desde aquellas que sostienen que existe una dimensión positiva en el egoísmo hasta aquellas posiciones que subrayan su potencial destructivo. Todas coinciden en todo caso en que el egoísmo ha de ser entendido como una forma de obrar que tiene como motivación el interés propio.

Cierto es que el egoísta, según una definición clásica, se ha identificado con un sujeto que, impulsado por un amor desmedido hacia sí mismo, atiende a su interés aun perjudicando a los demás y haciendo del otro un medio para sus fines. Pero, para tratar de analizar lo que el egoísmo implica, habría que entender qué tipo de amor es este del que se habla. El problema del egoísta no es algo así como un “amor hacia sí mismo”, sino la forma del sujeto egoísta de mirar hacia sí mismo y hacia el mundo, como le sucede a Charles Arrowby. El egoísmo implica, pues, un problema de mirada más que de amores desmedidos –aunque las querencias hacia uno mismo estén anudadas en este concepto–, no solo en el sentido de que el egoísta “mira” por sí mismo, sino en una dimensión mucho más profunda que se proyecta hacia el interior del propio yo y que tiene que ver con la conformación de su realidad.

Todo lo hace por conveniencia

Uno de los elementos más perjudiciales del egoísta consiste en no percibir que su mirada sobre el mundo está distorsionada y que su yo, lejos de integrarse con el mundo, lo usa en su beneficio. No se trata de que el egoísta no comparta aquello que considera suyo y lo guarde para sí, sino de que todo cuanto hace lo hace por conveniencia. Su trato con los otros pasa por el velo distorsionador de su mirada: al ver al otro no lo ve por aquello que vale por sí mismo, sino por lo que vale para él. De ahí que el egoísmo nada tenga que ver con el amor, entendido como donación de sí, ni con el amor propio, que está relacionado con el deseo de evitar todo aquello que vulnere la integridad de lo que uno es, sino con una mirada que reduce al mundo a lo que la perspectiva parcial e interesada del yo ve en él.

Así, una larga tradición, desde Agustín de Hipona, hizo coincidir descriptivamente el egoísmo con una forma del sujeto de mirarse y mirar el mundo. Si la motivación del egoísmo parte de los intereses del yo y se proyecta hacia un objetivo que vuelve a él en la forma de un beneficio para él, el movimiento egoísta es reflexivo y dibuja la trayectoria que va del yo hacia el sí mismo. Es, pues, un movimiento de curvación sobre sí: curvus es aquel, según Lutero, que mira sólo por sí mismo, que sólo presta atención a su yo y sus necesidades y al hacerlo se vuelve sobre sí mismo. De ahí que se hable de amor hacia uno mismo y no de amor o donación hacia los demás. El egoísta concibe lo otro de sí como medio que puede ser utilizado para sacar provecho, independientemente de sus consecuencias para los demás.

Existe una estrecha relación entre el egoísmo y el egocentrismo, como bien supo ver Schelling, aunque ni todo egoísta es un egocéntrico ni todo egocéntrico un egoísta. Si el egocéntrico considera que el mundo gira a su alrededor, el egoísta percibe que hay un mundo además de él mismo, pero lo transforma y lo manipula hasta obtener de él, a costa de los demás, su máximo beneficio. Quizá por ello el imperativo categórico kantiano implica en el fondo una comprensión egoísta del ser humano por la cual este sólo puede actuar moralmente si su acción es pensada desde una doble dimensión: desde el beneficio que le reporta al sujeto de la acción y desde el impacto que habría de tener en el sujeto si este deviniera objeto de una acción similar efectuada por un tercero; o, dicho de otro modo, desde la conformación de un modo de mirar que asume que nosotros mismos somos objeto de la mirada de otro y parte de un horizonte mucho más amplio de lo que a veces queremos ver.

La Codicia

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La codicia es la pasión de la injusticia. No se trata de tener más que los otros: se trata de poder tener con avidez lo más que se pueda. Es una combinación de ambición y de egoísmo.

“Cuando el deseo de lucro hace perder la cabeza a los hombres y la falta de escrúpulos oprime la honradez” –escribe Hesíodo en el siglo VIII a. C.–, un castigo divino “arruina la casa de un hombre semejante” (Trabajos y días). Nuestros tiempos son otros y otra nuestra forma de pensar: aquel castigo divino que habría de caer inexorablemente sobre el amante del lucro ya no existe. La única justicia que parece existir es la que los hombres de dan, pero esta ni puede verlo todo ni puede controlarlo todo. La codicia, sin embargo, pervive en el tiempo.

Deseo insaciable

Desde la Antigüedad, la codicia se ha asociado a una pasión negativa característica de la vida en común: el codicioso desea tener más que los demás de forma febril, obsesiva. Del griego pleonexia (de pleon, comparativo de polis, “más”, y derivado del verbo echein, “tener”), la codicia se entendía como el deseo insaciable de poseer “más” bienes materiales hasta el punto de que, por ejemplo, Platón la entendía como la gran enfermedad moral de la ciudad, terrible por ser capaz de corromperlo todo. Ya lo decía Hesíodo: la corrupción de un hombre con poder afecta a toda la ciudad y la sume en la desgracia. Este sería el motivo por el cual Platón, en el Gorgias, se sirve de Calicles y su defensa de la justicia según la cual esta debe vertebrarse en torno a los derechos del más fuerte (o del que más poder tenga). Así, Platón argumentará que la justicia debe recaer en los más sensatos, es decir, en los que no se dejan llevar por sus pasiones: “¿Has dicho que, consultando a la naturaleza, el más poderoso tiene derecho a apropiarse de lo que pertenece al inferior, el mejor a mandar al mediocre y el que vale más dominar más que el que vale menos?” (Gorgias). La codicia aparece así, en el marco de la polis, en estrecha conexión con el concepto de justicia. Por eso, en la República se sostendrá que quien asuma un cargo público ni debe sacar provecho alguno ni debe tener en cuenta sus intereses particulares.

La codicia, una patología moral

Para Platón, si la codicia puede ser entendida como una enfermedad es porque constituye una patología moral asociada a un ansia sin límites de bienes materiales característica de sujetos que piensan prioritariamente en sí mismos sin preocuparse de las consecuencias en los demás. Sin embargo, la codicia no es un vicio ni una enfermedad que permita exculpar de algún modo al codicioso, sino, como sostenía Aristóteles y siglos más tarde Spinoza en su Tratado teológico político, es el gesto máximo de injusticia de la vida en comunidad porque implica desigualdad y perjuicio hacia los demás sin importar cómo afecten sus acciones a la comunidad. La codicia es la pasión de la injusticia. No se trata de tener más que los otros: se trata de poder tener con avidez lo más que se pueda. Es también, pero no sólo, una combinación de ambición y de egoísmo que se concreta en la más perniciosa de las acciones, porque no se trata únicamente de fijar un objetivo en concreto que alcanzar sin importar los medios (ambición) o con no querer compartir con los demás lo que se tiene (egoísmo), sino con desear más de lo que se tiene pensando únicamente en el beneficio personal, aunque incluye dos matices característicos: que es un deseo imposible de saciar y, por tanto, que no hay no límite, ni siquiera el legal, que pueda pararlo.

Una pasión triste

Si el núcleo de estas pasiones B está asociado en la mayor parte de los casos a una forma (positiva o negativa) de amor hacia sí mismo, el codicioso lo que ama con exageración es la cantidad de sus bienes y el placer de la ganancia, de ahí su vínculo etimológico en el término latino con Cupido: la codicia como cupiditas conlleva la idea de desear con fervor incontrolable, casi con violencia y ansia (latín cupire). Pero es un amor cuyo objeto nunca sacia. Parafraseando a Lacan podríamos decir que, para el codicioso, cuya mirada está marcada por el brillo lujurioso de la ganancia, no hay relación completa y satisfactoria con el objeto de su deseo. Siempre quiere más porque ni nunca tiene suficiente ni lo que tiene le sacia. Decía Spinoza que la codicia es una pasión triste. Quizá podría decirse que es porque el codicioso no puede ni ser libre (es juguete de sus pasiones) ni feliz (nada le completa), pero también –y sobre todo– porque constituye una de las grandes pasiones alimentadas en una sociedad en la que, bajo la apariencia de comunidad, brilla, negra, la fuerza del interés individual y el egoísmo y donde, integrados en una lógica de consumo y competitividad, se ha fomentado en los individuos aquella pasión que necesita de un límite que sólo la moral puede dar. Ante el delito del robo está la pena de la justicia, pero ante el deseo de tenerlo todo a cualquier precio está la enseñanza de lo que realmente ha de tener valor.

 

 

IV  El Odio

El odio que todo lo destruye

 

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Puede odiarse a personas o puede odiarse lo que ellas representan. Pueden odiarse pueblos e ideologías. Pueden odiarse incluso ideas. Se producen así demonizaciones del objeto, que es visto como algo esencialmente malo o que nos causa algún mal por su mera existencia.

Apenas son necesarias dos gotas del más destilado odio para lograr verter millones de lágrimas, sean estas de ira, envidia, dolor, sufrimiento o injusticia. No son gotas que caigan azarosas ni tampoco son producto de un proceso caprichoso e inmediato, sino de una larga evolución que ha ido endureciendo poco a poco las almas y preparando el cuerpo para el ácido que habrá de recorrerlo, con un compuesto todavía adulterado de otras emociones no tan intensas (envidia, vergüenza o miedo), pero que desembocarán en la más destructora de todas las pasiones. Odiar requiere tiempo, requiere un objeto, una implicación con él y un objetivo. Nada queda inmune al odio, que todo lo traspasa y permea: una vez que se abre paso, todo lo corroe y contamina.

No se trata de actos esporádicos, de saciar el mero deseo de poseer lo que otro tiene, de hacerle daño gratuitamente o de disfrutar del mal ajeno, aunque, al mismo tiempo, algo tenga que ver con ellos. Se trata de concebir al otro como algo que ha de ser eliminado porque su mera existencia perturba la nuestra, se trata de proyectar lo peor de nosotros mismos contra el otro. Aunque Hume afirmaba que el odio es una pasión que genera otras, tales como la ambición o la envidia, el odio es, sin embargo, producto del tiempo, de la experiencia y las vivencias que se tienen con el objeto, de forma que lo que comienza como envidia puede desembocar en odio cuando lo que se desea nunca se alcanza.

Ser «contra» el otro

Etimológicamente, nuestro odio procede de un término latino (odium) cuyo verbo es defectivo: carece de presente y por tanto ha de emplear el perfecto para suplir esta falta. Para el mundo latino, el odio bien pudiera ser la consecuencia en el presente de algo cuyo origen se remonta tiempo atrás.

Si el odio es, de todas las pasiones, la más terrible, es porque con ella pueden destruirse pueblos enteros, pero también levantarse identidades cuando estas gotas se erigen en componente constitutivo de sus pilares: ser contra el otro, cuya existencia se considera excluyente, pero, al mismo tiempo, queda imbricada y forma parte de la nuestra. Puede odiarse a personas como puede odiarse lo que ellas representan. Pueden odiarse pueblos e ideologías. Pueden odiarse incluso ideas. Se producen así demonizaciones del objeto, que es visto como algo esencialmente malo o que nos causa algún mal, por irrisorio que sea, por su mera existencia.

La aversión que despierta el odio no está provocada por los rasgos característicos de aquello que se odia, por mucho que estos se detesten individualmente, como si, una vez desaparecidos los rasgos, desapareciera el odio, sino que, más allá de estos elementos secundarios o de sus posesiones, el odio se dirige hacia lo que algo es esencialmente. Envidiamos algo por lo que tiene, pero cuando se odia, se odia por lo que se es o por lo que algo representa, más allá de sus posesiones: no se desea poseer algo suyo, sino que todo cuanto tenga que ver con él desaparezca. Y, así, lo odiado será siempre odiado, por mucho que cambien sus predicados, por mucho que trate de aproximarse a nosotros, por mucho que se transforme: “Al que odiamos profundamente no queremos educarlo y ennoblecerlo en absoluto, sino más bien todo lo contrario, pues no son sus defectos los que nos molestan, sino sus valores; y no lo queremos ver mejor, sino objetivamente peor” (Kolnai).  

El odio no va dirigido a un objeto cualquiera, sino que afecta al sujeto mismo por la existencia de un vínculo estrecho entre este y aquel: se siente concernido, no porque constituya una mera amenaza (¿odiamos a un criminal que, una vez, nos robó la cartera?), sino porque su existencia nos afecta esencialmente. El objeto de odio es, pues, significativo. El odio condiciona, marca, designa, nos fija a un objeto que pasa a ser parte de quien odia. Al que odia no le basta con la aniquilación de su objeto ni con su sufrimiento: puede incluso querer acabar con su estirpe y con su sangre para evitar que nada de él o de ello perviva. Que nada quede.

Aunque una larga tradición, de Aristóteles a Fromm pasando por Spinoza o por Hume, han hecho del odio una pasión asociada al amor, entendido como su contrario, el odio tiene más de “ira arraigada” como diría Cicerón (Odium est ira inveterata) y, como tal, ni está simétricamente contrapuesto al amor ni constituye un extremo o una modulación de una misma fuerza de signo contrario. En el pensamiento griego, si algo se opone al Eros (Amor) es el Tanatos, la muerte, y esta poco tiene que ver con el odio, que en griego, το μίσοζ (to misos), significa “lo que se aborrece” (de ahí misantropía o misoginia, por ejemplo). Ahora bien, ¿es el odio una modulación de la muerte? Quizá lo sea como forma de aniquilación: del objeto odiado, pero también del sujeto que se consume por su causa.

 

 

*Ana Carrasco Conde  Es profesora de Filosofía Moderna y Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid y autora de libros como Infierno horizontal, La limpidez del mal o Presencias irreales (editados por Plaza y Valdés).

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