Fuente: Letras
Libres
Link de Origen:
https://letraslibres.com/politica/maruan-soto-antaki-la-mala-moralidad/
El
espíritu autoritario del siglo XXI espeta lo peor que tenemos en el pasado
común para prometer un futuro proverbial.
Nombramos sistemas de gobierno para
entenderlos, corregirlos, para evitar aspectos nocivos y reforzar las virtudes
aprendidas por medio del error, la tragedia, los costos humanos causados por
las expresiones dañinas en el uso del poder. Son pocos los Estados en el mundo
que, a estas alturas, no se asumen ni tienen interés en percibirse
democráticos; sobre todo, entre los países del golfo Pérsico, uno en Europa y
alguno que otro en el este asiático. Los muchos países que se asumen
democráticos y no lo son implican una condición que obliga a no conformarse con
la obviedad. La simplificación de la frase es un síntoma del reduccionismo al
que nos acostumbramos.
En la no autoidentificación como democracias
hay un dejo de perversa honestidad que sirve de salvaguarda para el entorno de
la época. El otro conjunto es el rostro de nuestros riesgos. Ni Emiratos Árabes
Unidos ni el Vaticano se llamarán a sí mismos democracias, pero su no
democracia tiene otras consecuencias que la realidad política en Italia,
Argentina, México, Estados Unidos o Hungría, por decir unos cuantos. Distintas
a las de Venezuela, Nicaragua o Siria, donde también hay algo a lo que sus
regímenes llaman elecciones.
Sabemos que la teatralidad de la democracia
ha servido para justificar sus transgresiones y reducir su complejidad, pero
seguimos sin la angustia necesaria en cuanto a la manera en que lo performativo
ya estableció una nueva línea de dificultades hacia adelante.
Hay un punto en el lenguaje y la política
donde no todo es reinterpretable. El autoritarismo popular existe, pero no la
democracia totalitaria. Ni siquiera cuando hay duda, relativización o discusión
sobre qué rasgos conducen a lo autoritario, aunque sus rasgos están bien
definidos en actos previos. La progresión del pensamiento político definió en
positivo y progresivo cuáles son los comportamientos válidos. Si un día fue
normal la agresión a los derechos de las minorías, el tiempo estableció que
despreciarlos era inaceptable, y lo que permanece es ese cambio. Toda ruta
inversa sale de lo admisible.
Conocimos
los efectos de las concentraciones excesivas del poder, generaciones pagaron
sus saldos. Nunca un retorno a la decisión de un solo grupo o individuo entrará
en los códigos de la habitabilidad y supervivencia social de los países. Nada
más en los de su eventual crisis.
Los liderazgos de la edad del desencanto han
avanzado y dado pasos gigantescos en el planeta entero. Nos desencantamos de
las conquistas incompletas de la pluralidad, de los excesos cobijados por
trampas, para entregarnos a la visión salvadora de planteamientos que supieron
aprovechar las inmensas fallas de no pequeños logros políticos: la simple idea
de que los cambios son posibles una y otra vez.
La noción de permanencia es toral a cada
Trump, Meloni, Orbán, Milei o el proyecto mexicano en el gobierno. El
autoengaño frasea permanencia y democracia a pesar de ser contradictorios. Nos
fijamos en los líderes de esta época porque es natural la atención a quienes
encabezan movimientos, solo que el efecto más riesgoso no está en ellos en
singular, sino en el deterioro moral de sus sociedades.
Sin importar el resultado electoral de
noviembre, ¿cómo se reconstruye una sociedad como la estadounidense cuando una
de sus partes quiere de presidente a quien afirma que será un dictador el
primer día de su mandato? ¿Cómo, cuando se aplaude al que llama una isla
flotante de basura a uno de sus territorios?
¿Qué posibilidades de cohabitación tiene la
sociedad mexicana si el grupo en el poder y sus adherentes pavimentan un
espacio de maniobra política solo para quien coincida con ellos?
En diez años, ¿cuál es el estado de
honestidad moral para una Italia que ve con buenos ojos la deportación de
migrantes a campos en Albania?
¿Dónde residirá la línea ética contra el
radicalismo en quienes lo avalan para Netanyahu, Hamás o Hezbolá? Los tres son
poderes políticos y sociales. Los escribo juntos, porque su codependencia es
enfermiza.
Lo abrumador del peso de ciertas palabras un
día sirvió para entender sus contenidos. Fascismo, dictadura, totalitarismo,
autoritarismo, etcétera. Ahora, da la impresión de que su utilidad está en
negar los elementos que les dan el apelativo o en la conformidad de su
pronunciamiento, sin siquiera entender las implicaciones atrás de ellas.
Fascismo, tiranía o dictadura se vulgarizaron en todas sus formas posibles.
Poca vergüenza provocan a quienes son señalados de probablemente construirlas,
o de construir lo que se les puede parecer. Algo de facilidad, a su vez
irresponsable, se encuentra entre quienes las nombran con demasiada ligereza.
El espacio de su discusión ha creado un limbo dentro del que manifestaciones
propias de fascistas, autocracias y dictaduras de otros momentos se escudan en
causas aparentemente nobles para eludir su naturaleza totalitaria.
Vulgarizamos tanto, que la idea de libertad
es en demasiadas ocasiones un paraguas enorme para la adscripción a vacíos
conceptuales, donde la identificación por oposición, el ser a partir de lo que
se rechaza, justifica toda acción, como lo hace quien, en nombre del pueblo, la
revolución o la transformación elimina los parámetros que formaron la
comprensión moderna de la libertad misma.
El efecto en las sociedades no se queda en el
extravío del paradigma desde el cual marcar intolerables.
Somos sociedades excesivamente ideológicas,
que escogimos ignorar el precio histórico del exceso de ideología, para las que
un supuesto principio rector cubre cada necesidad. En el furor contra nosotros
mismos, la fe incapaz de admitir autocrítica deposita en terceros todas las fallas
del entorno. Puerta perfecta para un integrismo en busca de rescatar el
instante donde se perdió lo que nunca fue.
De esquina a esquina del mundo, tenemos el
levantamiento de edificios doctrinarios que se sustentan en discursos precarios
y datos incompletos, escogidos para enaltecer argumentos inexactos. De ahí las
generalizaciones idiotas con consecuencias criminales o, en el mejor caso,
deleznables: los migrantes son una invasión, entonces a cerrar fronteras y
deportarlos; los palestinos son terroristas, entonces a aniquilar Gaza; las
instituciones son problemáticas, entonces a cooptarlas o destruirlas en nombre
de una voz redentora. Como en la crisis estructural de Argentina brilla la
ineptitud de gobiernos autoasumidos de izquierda, y como algunos de quienes
rechazan las inclinaciones de derechas escriben o se ocupan de la academia, la
insensatez admite reducir presupuestos de cultura y cerrar institutos dedicados
a su promoción.
Todo lo anterior forma la mala moralidad.
Promovimos o permitimos la ruptura de
nuestras sociedades con tal euforia, que de manera increíblemente escasa nos
hemos detenido a pensar y a preguntarnos cómo las reconstruiremos. Conjugo en
plural porque detesto las posturas de un aparente virtuosismo que se asume
ajeno a su conjunto. Eso no hace política.
Quizás me preocuparía menos si cada uno de
esos elementos políticos que hoy se ven en el declive democrático de naciones
occidentales no estuvieran presentes desde mediados del siglo XX en inmensos
sectores de las sociedades medio orientales. El resultado está a la vista.
*Maruan Soto Antaki. Novelista,
Ensayista
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