Nos Disparan desde el Campanario La inversión de sentido como estrategia neofascista… por Natalio Pagés
Gráfica: https://elpajarodelaautopista.wordpress.com/2018/04/30/la-manipulacion/
El mayor logro de la ultraderecha
radica en presentar las formas de dominación más extremas como desafíos
al statu quo, como formas de transgresión, dislocación o incluso rebeldía.
Lo que ocurre es exactamente lo contrario: el neofascismo habla el lenguaje de
la dominación contemporánea.
En una entrevista reciente, el
escritor y docente argentino Martín Kohan señaló que una de las claves
discursivas del gobierno argentino, y especialmente de Javier Milei como jefe
de Estado, dependía del valor que se le puede extraer hoy a la crueldad en la
circulación de la palabra. Aunque con menor repercusión que la afirmación
anterior, dijo también que Milei —y la mayoría de sus seguidores acérrimos— no
están dando realmente una «batalla cultural», si bien tienden a usar el término
acuñado por Antonio Gramsci. Se preguntó, con ironía, si había sido la lectura
de Gramsci lo que los había llevado a ese concepto o si existió siquiera alguna
«lectura» que motivara el uso de su terminología. Ante todo, lo que buscaba
Kohan era distinguir una «batalla cultural» de lo que calificó como griterío,
expresión de bronca, desprecio y crueldad.
Según Kohan, esas formas discursivas
prioritarias para el gobierno están lejos de significar una batalla cultural.
No contienen ni una argumentación precisa, ni un intercambio de ideas, ni un
posicionamiento claro, ni una contraposición de miradas o cosmovisiones
medianamente cohesivas. Eso hace que muchos sectores sociales,
comprensiblemente frustrados o enojados por la situación social, puedan
reconocerse en la modalidad discursiva e identificarse con el gobierno: porque
el discurso empleado hace una apelación directa a esas emociones (Kohan se
refiere a sí mismo y su pasión futbolera como el costado «salvaje» de donde
emergen esas formas de emoción a las que se podría apelar desde el discurso de
la «descarga» o la «bronca», aunque señala que la diferencia es que él no cree
que deban ser el basamento de ninguna legislación o acción política relevante).
La idea de un momento especialmente
redituable para la crueldad, al menos coyunturalmente, es atendible. Permite
hablar de ello el apoyo aún significativo a un ajuste que recae sobre jubilados
y trabajadores cuyo ingreso real cae desde hace una década, al recorte de
planes sociales, a la caída del consumo —incluso de elementos de primera
necesidad— y al congelamiento productivo como estrategia antinflacionaria, al
ataque directo y los despidos masivos en sectores con autonomía respecto al
gobierno (organismos de prensa, ámbitos artísticos y universidades nacionales),
a la represión brutal e ilegal de todas las manifestaciones públicas. Y,
especialmente, a la estrategia discursiva de no relativizar ni justificar la
necesidad de esas políticas, sino de festejar sus resultados, la desesperación
y el dolor que conllevan, promoviendo formas públicas del escarnio.
Sin embargo, el resto de la
argumentación produce una encerrona. En primer lugar, porque la apelación a la
emoción que realiza el gobierno y el jefe de Estado no refieren a un estado
emocional abstracto o amorfo, sino a una frustración, un miedo, una bronca o
una desesperación que poseen, además de sobradas razones, una orientación
discursiva, un sentido político en sí mismas, una manera de existir por sí
mismas como valor moral. No se producen nunca en el vacío. Es decir, no son
pura emoción, sino que para expresarse dependen de un vocabulario político
precedente y de una adjudicación de responsabilidades políticas, que está en
función, a su vez, de una manera de interpretar lo que ocurre en Argentina
durante las últimas décadas. Si el gobierno y el jefe de Estado pueden apelar a
la emocionalidad, no se debe al carácter reactivo, conservador o negativo de
esas emociones per se, sino a la forma en que consiguen un vocabulario
político para expresarse y a las formas de vida concretas de las que emergen.
Como dijo Adorno hace mucho tiempo,
el problema del surgimiento de personalidades autoritarias no se halla nunca en
la «incultura» —en este caso, en la apelación a la pura emocionalidad— sino en
la «masificación de una cultura media que hipostasia como verdad al saber
limitado», en la que la «repetición se concibe como conocimiento». Pier Paolo
Pasolini podría agregar que más bien se trata de la destrucción de cierta
autonomía en la producción de identidades populares por una acelerada
centralización lingüística y cultural, un aplastamiento de las particularidades
generado por el avance colonizador (incluso de cuerpos y emociones) de la
sociedad de consumo.
En definitiva, si se quiere
comprender la efectividad de la forma discursiva que asume este gobierno —que
Kohan describe correctamente como cruel, aunque también es sobradora, falsa,
sobreactuada y a veces incluso patética en su intento de trocar conservadurismo
en incorrección o transgresión—, es necesario rastrear las diversas formas de
imposición y producción del sentido común precedentes, tanto en la manera de
vivir como en los consumos culturales, en las mecánicas de trabajo, en los
lazos cotidianos, en los discursos predominantes y en el enorme espacio
mediático contemporáneo.
Inversión radical del sentido
La otra cuestión es que el término
«batalla cultural» posee, en efecto, un uso completamente manipulatorio por
parte de la derecha contemporánea. Pero esto no se debe a la falta de «ideas» o
de «debates» profundos, ni tampoco a la necesidad de cierta «civilidad»
idealizada en la interacción entre intelectuales o profesionales de la
política, sino a que es utilizada para encubrir, precisamente, que el discurso
de la ultraderecha requiere de todo ese trabajo previo, de esos cimientos
discursivos instalados con precisión y financiados por los sectores
capitalistas más concentrados del mundo:
grupos monopólicos nacionales, empresas líderes de
telecomunicaciones, think tanks sostenidos por grandes firmas
financieras.
Por ende, el uso terminológico de la
«batalla cultural» no es promovido para «subirse el precio» —es decir,
legitimar un discurso deficitario— sino todo lo contrario: lo que busca es
simular que existe un campo de juego nivelado o, incluso, como anticipó el
trumpismo y sus intelectuales de la alt-right y el dark
enlightment, que la derecha está jugando contra una cancha inclinada porque la
«izquierda» domina el establishment y los medios de comunicación (con
esto, por supuesto, apela a otra falsedad, la de hacer del sector corporativo
del Partido Demócrata o, aquí, de los partidos de centro o los medios
concentrados, actores del «marxismo cultural»).
En verdad, la principal modalidad
discursiva de la extrema derecha —aquí y en todos lados— no es la apelación a
la emoción sino la inversión radical del sentido. A partir del trumpismo, los
agitadores de la derecha norteamericana han caracterizado las denuncias contra
la corrupción empresarial como «caza de brujas» y a los sectores que se oponen
a la desigualdad estructural como «racistas». Es una estrategia que planta al
discurso contra la vivencia y la experiencia histórica. Como señaló Masha
Gessen, se trata de un sello simbólico de las etapas signadas por el fascismo
—concebido no solo como orientación política sino como fenómeno sociocultural—
en el que la «sujeción voluntaria» asocia simbólicamente a los actores
estatales, a la cultura masiva y a la población en general, volviendo un
«desafío a la autoridad», una «novedad» o una «disrupción» el avance extremo
del status quo (hoy en día, los valores de la sociedad de consumo y
la dominación económica del capital concentrado).
Lo que han logrado los referentes
globales de la extrema derecha, su principal efecto a nivel discursivo, es
producirse —mediante la repetición de un vocabulario, unas estrategias y unas
redes comunicacionales ya establecidas— como outsiders de la
política, como underdogs de la disputa cultural, como newcomers de
la palabra (términos a los que son muy afectos, tanto ellos como sus epígonos y
algunos analistas también). En definitiva, consiguieron mostrarse ajenos al
proceso de producción material y cultural de las últimas cinco décadas: la
relación extrema entre explotación, extractivismo y ruptura de los lazos de
solidaridad que nos ha dado una forma de subjetividad predominantemente
individualista a la que apelan permanentemente. Y, con ello, sostener esa
palabra dominante desde una simulación de «rebeldía» y «combate».
El padecimiento como identidad
En esto último han recibido mucha
ayuda de todas partes. Además de las estrategias retóricas del neofascismo, de
sus aliados mediáticos y sus militantes, muchos diagnósticos y análisis
profesionales aportan de manera directa a la reproducción de sus consignas o a
la fascinación con su ascenso político. El sufrimiento, la desazón y el enojo
colectivo se conciben comúnmente como un conflicto con «la política»,
encubriendo así a las fuerzas sociales y a los factores de poder
—indudablemente «políticos»— que impulsan y promueven su expansión.
Se refuerza diariamente la narrativa
del «hombre solitario» que, en pocos años y con total ajenidad al campo
político, salta de su primera aparición televisiva a la presidencia con el
apoyo de un pequeño grupo de twitteros. Y la aceptación social creciente
de las formas de dominación más extremas (la represión de la protesta social,
la xenofobia, la homofobia, el neodarwinismo, la expoliación privada de los
bienes públicos, la evasión fiscal y la fuga de capitales) son asociadas a
nuevos «desafíos» al statu quo, formas de «transgresión», «dislocación» o
«rebeldía».
Lo que ocurre es exactamente lo
contrario: el neofascismo habla el lenguaje de la dominación contemporánea.
Formas sutiles, en todo caso, de extremar el discurso de lo existente, de una
opresión y alienación naturalizadas. Su resonancia y efectividad no está
asociada al rupturismo sino a la expansión, con inflexiones bufonescas y
mortíferas, de la trama de sentido individual e hiperconsumista de la sociedad
contemporánea. Es el impacto profundo y sostenido de un modo de vida asociado a
las megaempresas de comunicación —Facebook, Twitter, Tik Tok— y a las
aplicaciones digitales —Uber, Rappi, Tinder, etc.—.
La noción «modo de vida» aquí no es
casual. Porque no se trata de participar o no de los ámbitos virtuales, sino de
su conquista normativa de la cotidianeidad, donde la existencia misma y su
creciente incertidumbre —económica y afectiva— quedan ligadas a sus prerrogativas:
la creación de profiles, la objetualización de la individualidad, la
producción de marketing personal, la organización de las acciones
diarias como una marquesina, la voluntad de ser deseado como suplantación del
placer. Un lazo social digitado por el sector privado que instala una ilusión
perceptiva: la de la ausencia de reglas en la práctica virtual y la de la
autoproducción individual del sentido, del trabajo, del amor y de la
subsistencia.
Las personas sufren cotidianamente
—quizás más que nunca— el impacto del liberalismo económico y de la
individuación de las responsabilidades de subsistencia básicas producto de los
planes económicos que impulsan los grandes grupos empresariales y el capital de
rapiña desde la década de los setenta. Pero no las ven mayoritariamente como
fuentes de padecimiento sino de identidad: lograr defenderse solo y sobrevivir.
El histórico desprecio de los
sectores populares por los ricos y los especuladores se torna en una parcial
identificación y mitología del self-made-man: si ellos triunfaron, yo
también puedo; si ellos pisaron cabezas, yo también puedo; si ellos tienen sus
artimañas para ganarle a los demás, yo también puedo. Just do it. Se trata
de un tejido de sentido histórico pero notoriamente acentuado en la vida, la discursividad
y la experiencia cotidiana de los últimos años.
En la Argentina, el impacto de esta
forma de subjetivación centrada en la identificación del esfuerzo individual
con el éxito de los poderosos exhibe una merma —en ciernes y en disputa— de una
de las tradiciones más valorables de la política nacional: el plebeyismo.
Tanto aquí como en Estados Unidos,
Brasil o Italia, la ultraderecha habla el lenguaje de la cultura del capital
financiero, como la nombra Lucas Rubinich. Lo cual le permite, con la connivencia
de los medios y las fuerzas políticas de derecha y centro, eludir su
pertenencia a lo «político». También gracias a varios analistas, que señalan
alegremente su «novedad», se fascinan con su «verba» y su «poética», asumen su
«ajenidad al círculo rojo» y aceptan, básicamente, lo que los representantes y
militantes de la ultraderecha dicen sobre sí mismos.
Todas las estrategias propagandistas
de la extrema derecha en campaña —sus videos, sus infinitos posteos en redes,
sus discursos públicos y las narrativas de sus agitadores— están basadas en la
creación de un relato heroico: definirse como víctimas de los políticos
«tradicionales», mostrar un movimiento autogestivo del «hombre común» y ocultar
la pertenencia política de sus referentes a los capitales de rapiña, a
los think tanks neoconservadores, a las formaciones de élite del
Pentágono, a las corporaciones religiosas del Opus Dei y el evangelismo, a la
familia militar, a los Chicago Boys que llevaron a cabo el plan
económico de las dictaduras latinoamericanas.
Sin (tanta) novedad en el frente
Lo terrible del grado en que la clase
dominante ha establecido su predominancia a nivel global es, precisamente, la
efectividad de los mecanismos de subjetivación que logran invisibilizar o hacer
deseable su existencia (la arista simbólica de la dominación de clase, que
permite su legitimación y su reproducción social en el tiempo). Las contiendas
entre diversos proyectos partidarios o fuerzas sociales congregadas de diversas
formas en el campo político que se disputan la hegemonía dejan siempre ese
terreno intocado; precisamente, el de la dominación económica y cultural del
capital financiero y tecnocomunicacional.
Ese es el lenguaje que habla la
ultraderecha que se expande por el globo y, precisamente por eso, no tiene
sentido alguno considerarla «rebelde», «transgresora», «incorrecta» o
«disruptiva». Esas nociones no dependen de la capacidad de expresar o traducir
demandas sociales —por significativas que sean— ni de apelar a esas ideas
discursivamente para convencer al electorado —por efectivas que sean— sino a
congregar a las fuerzas sociales en oposición al orden normativo. Sin embargo,
la efectividad discursiva de la ultraderecha no se sostiene en el desafío a la
organización social existente (el individualismo extremo de la sociedad de
consumo y las tecnocomunicaciones) sino en lo opuesto: incentivar un futuro
distópico donde el dominio corporativista no tenga excepciones, límites ni
regulaciones orientadas a proteger la vida común, los derechos ciudadanos y el
bienestar colectivo.
La ultraderecha procede a imagen y
semejanza de las apps y las social networks: produciendo una
falsa sensación de autodeterminación, elección y libertad de consumo
individual. Es la inversión del sentido absoluta: un «antiglobalismo» ligado a
los sectores más concentrados del capital global y un proyecto estatal
represivo, de facultades legislativas delegadas al ejecutivo, de distribución
regresiva y disciplinador de la fuerza de trabajo, que constriñe el desarrollo
de las organizaciones civiles y su organización autónoma, presentado como
fábula «antiestatalista».
El éxito de las ultraderechas
contemporáneas, así, responde a la afirmación discursiva de un contrasentido:
la extremación del orden desigual y empobrecedor de los grupos (nunca tan)
concentrados del capital digitando las decisiones políticas, es decir, la
expresión más desbocada y descarnada del «orden» dominante, como oposición al
Estado y la política o como ruptura del «estado de cosas». Una estrategia
tradicionalmente fascista, actualizada a los tiempos y las tecnologías
comunicacionales que corren.
Natalio Pagés: Sociólogo y doctorado
en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Investiga sobre teoría
social, memoria, imagen y cine.
Fuente: Jacobin
https://jacobinlat.com/2024/08/la-inversion-de-sentido-como-estrategia-neofascista/
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