Nos Disparan desde el Campanario El Fascismo actual

 

 

Gráfica: Obra de H.R. Giger

 

 

Tecnofascismo, tecnoterrorismo y guerra global… por  Boaventura de Sousa Santos

 

La mayoría de los países del mundo pretenden tener regímenes democráticos, pero ningún partido con relevancia electoral, desde la izquierda a la derecha, considera la guerra un peligro inminente y asume la lucha por la paz como su principal bandera. La paz no gana votos. La guerra trae muertos y los muertos no votan. Ningún partido se imagina haciendo propaganda electoral en cementerios o fosas comunes. Tampoco se imagina que sin vivos no hay partidos. Todo esto parece absurdo, pero el absurdo ocurre cuando la razón duerme, como nos advirtió Francisco de Goya hace 225 años en su cuadro El sueño de la razón produce monstruos. No necesitamos remontarnos tan atrás.

Las lecciones (o ilusiones) de la historia

Volvamos a 1900. Inglaterra era entonces el país más poderoso del mundo. Pero como todo apogeo significa el comienzo del declive, la competencia pacífica de EEUU empezaba a ser temida. El crecimiento económico de EEUU era vertiginoso, los últimos inventos de la revolución industrial se estaban produciendo allí y, entre las muchas ventajas sobre Europa, una era especialmente valiosa: EEUU gastaba muy poco dinero en armamento. Según los informes de la época, un país de 75 millones de habitantes tenía un ejército de 25.000 hombres y un presupuesto de defensa ridículo para un país de ese tamaño. Por otra parte, los países europeos más desarrollados (Inglaterra, Alemania y Francia) competían cada vez más entre sí por el reparto colonial y la superioridad industrial (Alemania estaba cada vez más en el punto de mira) y entraban en la carrera de armamentos. Además, entre 1899 y 1902, Inglaterra libraba en Sudáfrica una sórdida guerra colonial contra los bóers. Estaba en juego el control de la producción de oro y el sueño imperial de Cecil Rhodes: desde el ferrocarril entre Ciudad del Cabo y El Cairo hasta el control total del mundo para que «las guerras fueran imposibles por el bien de la humanidad». La dominación imperial capitalista exigía la guerra y la carrera armamentística, supuestamente para hacer imposible la guerra en el futuro. ¿Hay similitudes con los actuales discursos bélicos de EEUU y la Unión Europea para derrotar a Rusia y China? Las hay, pero también hay diferencias.

En la primera década del siglo XX se observaron dos movimientos: uno en la opinión pública y otro en el mundo empresarial. En la opinión pública predominaba una apología de la paz frente a los peligros de una guerra que sería fatalmente mortal. El siglo XX iba a ser el siglo de la paz, sin la cual no sería posible la prosperidad que se anunciaba. En 1899 se celebró en La Haya la primera Conferencia Internacional de la Paz y, al año siguiente, el Congreso Mundial de la Paz. A partir de entonces, hubo muchos congresos y reuniones internacionales sobre la paz. Se deploró que la cooperación internacional se profundizara en todos los ámbitos (correos, ferrocarriles, etc.) excepto en el político. Entre 1893 y 1912 se publicaron 25 libros contra la carrera armamentística. Se publicó Quién es Quién en el Movimiento por la Paz. Se decía que los recientes inventos en material bélico (pólvora sin humo, fusiles de tiro rápido, sustancias explosivas como la lidita, la melinita y la nitroglicerina, etc.) hacían que la guerra no sólo fuera muy mortífera, sino imposible de ganar para cualquiera de los bandos en conflicto. La guerra siempre acababa en tablas y tras muchas muertes y devastación. Un periodista del Echo inglés dimitió del periódico para no tener que defender la guerra contra los bóers, y 200 intelectuales ingleses de alto nivel organizaron una cena en su honor. Entre 1900 y 1910 se celebraron más de mil congresos pacifistas: obreros, anarquistas, socialistas, librepensadores, esperantistas, mujeres. Se decía que el crecimiento de la democracia en Europa y Estados Unidos era incompatible con la guerra y que el gran número de acuerdos de arbitraje era la mejor demostración de ello. El sociólogo ruso Jakov Novikov demostró que el bienestar de las masas nunca había mejorado con las guerras, sino todo lo contrario. Se escribía sobre «la ilusión de la guerra» y las publicaciones vendían muchos miles de ejemplares.

Existía la corriente de opinión de que la verdadera ilusión sería la «ilusión de la paz» si no se reorientaba la lucha contra el capitalismo. Si esto no ocurría, la guerra sería inevitable. Esta era la posición de socialistas, anarquistas y del movimiento obrero, que socialistas y anarquistas trataban de controlar. La guerra era el gran obstáculo para la revolución social. La huelga general y el rechazo del servicio militar eran dos de las formas de lucha más mencionadas.

Pero una cosa es el mundo de la opinión pública y otra el de los negocios. En el mundo de los negocios, desde 1899 la carrera de armamentos avanzaba a un ritmo rápido pero discreto. En el Congreso Internacional de los Trabajadores celebrado en Stuttgart en 1907, Karl Liebknecht reveló el extraordinario crecimiento del gasto en armamento, lo que significaba que los países se estaban preparando de hecho para la guerra. Los beneficios de las grandes empresas armamentísticas así lo reflejaban: Krupp en Alemania, Vickers-Armstrong en Inglaterra, Schneider-Creusot en Francia, Cockerill en Bélgica, Skoda en Bohemia y Putilov en Rusia. Estaba claro que la acumulación de armas conduciría a la guerra. De hecho, las grandes empresas empezaban a utilizar una nueva arma propagandística: pagar a periodistas y propietarios de periódicos para que publicaran noticias falsas sobre el creciente armamento de sus probables adversarios en la guerra que se avecinaba, con el fin de justificar un mayor gasto en armamento. ¿Suena familiar a los oídos de hoy? Sí, pero hay diferencias y para peor, mucho peor.


Los socialistas tenían razón: la lucha es contra el capitalismo

El apogeo del capitalismo global dirigido por Estados Unidos llegó en 1991 con el fin del bloque soviético. Al igual que cien años antes, el apogeo de la potencia más poderosa significó el comienzo de su declive. Y al igual que antes, la industria más rentable en periodos de declive es la que produce bienes cuyo uso consiste en destruir y ser destruido. Tales bienes tienen que ser sustituidos incesantemente por otros mientras dure la guerra. Cuanto más dura la guerra, mayores son los beneficios. La guerra eterna es, por tanto, la más rentable. Ahora las grandes empresas armamentísticas ya no son europeas, son estadounidenses, y EEUU, a diferencia de hace cien años, es con diferencia el país que más gasta en armamento y, por tanto, el que más necesidad tiene de utilizarlo (es decir, de utilizar destruyendo y sustituyendo). Estados Unidos gasta un billón de dólares en armamento, pero sin duda no es suficiente porque los empresarios de la guerra inventan desventajas para Estados Unidos en relación con sus enemigos que hay que superar rápidamente.

La lucha por la paz es ahora más que nunca una lucha contra el capitalismo. ¿Por qué más que nunca? Si, siguiendo la estela de Immanuel Wallerstein, tomamos el mundo como unidad de análisis, podemos decir que entre 1917 y 1991 el mundo vivió un periodo de intensa guerra civil transnacional. Fue una guerra civil porque tuvo lugar dentro de un único sistema: el sistema mundial moderno. Aunque dominante a escala mundial, el capitalismo tuvo que enfrentarse a otro sistema económico fuertemente competidor, el socialismo de Estado, cuya influencia se extendía mucho más allá de la Unión Soviética. Esta guerra civil se libró por múltiples medios, entre ellos la contrainsurgencia, la ayuda al desarrollo de los países dependientes y las guerras por poderes (guerra de Corea, guerra de Vietnam, etc.).

La Segunda Guerra Mundial fue un periodo de calma en esta guerra civil, ya que Estados Unidos y la URSS eran aliados contra el nazismo alemán. Con el fin de la Unión Soviética y las transformaciones que se habían producido entretanto en China, que integrarían la economía china en la economía capitalista mundial, aunque con algunas especificidades (mantenimiento del control nacional del capital financiero), terminó la guerra civil transnacional entre capitalismo y socialismo. Hubo un interregno, que duró algo más de diez años, en el que Rusia era un país capitalista de desarrollo intermedio como cualquier otro y China un socio económico, también de desarrollo intermedio, pero con valor estratégico para las multinacionales estadounidenses empeñadas en la conquista monopolística del mundo.

Tras la crisis financiera mundial de 2008, comenzó una nueva guerra civil transnacional, esta vez entre el capitalismo de las multinacionales estadounidenses y el capitalismo de Estado de China. Para neutralizar a China, era necesario bloquear su acceso a Europa por dos razones: Europa era, junto a Estados Unidos, el otro gran consumidor rico del mundo; mediante la cooperación con China, Europa podría tener alguna pretensión de escapar al declive cada vez más evidente de Estados Unidos en la economía mundial y convertirse en un factor adicional de competencia y debilidad para Estados Unidos. Para bloquear el acceso de China a Europa y someter a ésta a Estados Unidos, era necesario separar política y económicamente a Europa de Rusia (cuyo territorio se encuentra en su mayor parte en Europa). Rusia, con sus miles de kilómetros de fronteras con China, no es sólo la vía de acceso de China a Europa, sino también el territorio estratégico de Eurasia. La idea de que quien controla Eurasia controla el mundo existe desde hace mucho tiempo. Esto ha dado lugar a una nueva guerra civil transnacional, cuyas primeras guerras indirectas son la guerra entre Rusia y Ucrania y la guerra entre Israel y Palestina.

Esta guerra civil es totalmente diferente de la anterior. En la anterior, la lucha era entre dos sistemas económicos (capitalismo frente a socialismo), mientras que ahora es entre dos versiones del mismo sistema económico (capitalismo multinacional frente a capitalismo de Estado). Nada garantiza que esta guerra sea menos violenta que la anterior. Al contrario, como hemos visto, a principios del siglo XX, la disputa tenía lugar entre países con un largo pasado común situados en un pequeño rincón de Eurasia. Hoy es una lucha por la dominación global que se extiende más allá del planeta. El capitalismo monopolista nació en 1900, cuando el capital financiero estadounidense comenzó a expandirse hacia los ferrocarriles y, de ahí, a muchos otros sectores y, potencialmente, a todos los países del mundo.

Para el capitalismo monopolista, la idea de un mundo multipolar es tan amenazadora como la idea de la competencia con otros sistemas económicos, y el mismo impulso destructivo está presente en ambos casos. Es más, el potencial y el grado de destrucción son ahora inmensamente mayores que antes. No me refiero a la existencia de armas nucleares, una innovación tecnológica destructora de vidas que hace ridícula la preocupación de los comentaristas de principios del siglo pasado por los inventos bélicos de su época. Me refiero a la naturaleza del capitalismo y la (des)gobernanza globales actuales, y a la aparición de dos de sus consecuencias. Estamos entrando en una era en la que formas de poder potencialmente destructivas y sin límites son lo suficientemente fuertes como para neutralizar, eludir o eliminar cualquier proceso democrático que pretenda ponerles límites.

Tecnofascismo global: Elon Musk

A principios del siglo XX vimos que la lucha por la paz y la resolución pacífica de los conflictos consideraba a los Estados soberanos como las unidades de análisis y los actores políticos privilegiados. Sabemos que la soberanía era un bien abstracto del que sólo podían disfrutar realmente los países más desarrollados, y que gran parte del mundo estaba sometida al colonialismo o a la influencia tutelar de Europa. Hoy, sin embargo, el desarrollo tecnológico, la globalización neoliberal y la concentración de la riqueza hacen que el poder de controlar la vida humana y no humana ya no esté sujeto al escrutinio democrático. A principios del siglo XX, la ilusión de paz se basaba en el auge y fortalecimiento de los gobiernos democráticos. Al fin y al cabo, la democracia se basaba en la sustitución de enemigos a los que derrotar mediante la guerra por adversarios políticos a los que derrotar mediante el voto. De ahí la capacidad movilizadora de la lucha por el sufragio. Para muchos, la democracia tenía la capacidad no sólo de promover la resolución pacífica de los conflictos, sino también de regular el capitalismo para neutralizar sus «excesos».

Hoy en día, la mayoría de los gobiernos nacionales se consideran democráticos, pero la democracia, si alguna vez fue capaz de regular el capitalismo en algún país, ahora está estrictamente regulada por él, y sólo se tolera en la medida en que es funcional para la expansión infinita de la acumulación capitalista. Sin duda, los Estados nacionales más poderosos siguen ejerciendo el poder formal, pero el poder real que controla sus decisiones se concentra en un número muy reducido de plutócratas, algunos con el rostro a la vista, otros, la mayoría, sin rostro. El poder real se ve reforzado hasta límites difíciles de imaginar por una fusión tóxica de la capacidad tecnológica de controlar la vida humana de vastas poblaciones hasta el más mínimo detalle y con independencia de su nacionalidad, con la capacidad financiera de comprar, cooptar, chantajear u obliterar cualquier obstáculo a sus propósitos de dominación.

Se trata de un nuevo tipo de poder fascista, un tecno-fascismo global que no conoce fronteras nacionales. Elon Musk es la metáfora de este nuevo tipo de poder. A diferencia de Adolf Hitler o Benito Mussolini, la personalidad específica de Musk, aunque repugnante, es de poca importancia, ya que lo que importa es la estructura de poder que él comanda hoy y que mañana puede ser comandada por otro individuo. La fuerza de este nuevo tecnofascismo global se expresa bien en la dramatización mundial de la lucha de un Estado nacional relativamente poderoso contra un simple individuo extranjero por el simple hecho de ser tecnofascista global. Cuando, el 31 de agosto de este año, la red X fue suspendida en Brasil por decisión del Tribunal Supremo porque su propietario se negaba a eliminar cuentas en la red que llegaban a millones de personas y cuyo contenido difundía noticias falsas, violaba gravemente los valores democráticos más básicos e incitaba al odio, la violencia e incluso el asesinato, fue noticia en todo el mundo. ¿Era imaginable hace diez años que un individuo solitario, y además extranjero, pudiera enfrentarse a un Estado soberano?

Tecnoterrorismo global: del Caballo de Troya a los buscapersonas asesinos

El 18 de septiembre, miles de buscapersonas y walkie-talkies explotaron en Líbano, matando a decenas de personas (incluidos niños) e hiriendo a miles. Estos transmisores habían sido comprados por Hezbolá aparentemente porque son dispositivos seguros que permiten las comunicaciones sin localizar a los usuarios. Este acto terrorista se ha atribuido a los servicios secretos de Israel y su origen fue la implantación de una sustancia explosiva junto a la batería, codificada para estallar por control remoto.

Los buscapersonas asesinos no son sólo una nueva edición del Caballo de Troya, el enorme caballo hueco de madera construido por los griegos para entrar en Troya durante la guerra de Troya. El caballo fue construido por Epeius, un maestro carpintero y boxeador. Los griegos, fingiendo abandonar la guerra, navegaron hasta la cercana isla de Ténedos, dejando atrás al falso desertor Sinón, que persuadió a los troyanos de que el caballo era una ofrenda a Atenea (diosa de la guerra) que haría inexpugnable Troya. A pesar de las advertencias de Laocoonte y Casandra, el caballo fue llevado al interior de las puertas de la ciudad. Esa noche, los guerreros griegos bajaron del caballo y abrieron las puertas para dejar entrar al ejército griego. La historia se relata con detalle en el Libro II de la Eneida.

La similitud entre el Caballo de Troya y los buscapersonas asesinos radica únicamente en que el término «Caballo de Troya» ha pasado a designar la subversión introducida desde el exterior. La visibilidad y transparencia del artefacto, encarnado en un objeto que no era de uso común, impedía reproducirlo de forma realista (si es que lo hacía alguna vez) con eficacia en el futuro. Por el contrario, los localizadores asesinos significan un cambio cualitativo en la tecnología de la guerra y el control de la población. La misma tecnología y la misma complicidad asesina que insidiosamente instaló material explosivo en estos aparatos podría mañana instalar en cualquier otro dispositivo electrónico (teléfono móvil u ordenador) cualquier sustancia que, en lugar de matar, pudiera dañar la salud, crear pánico o alterar el comportamiento de su usuario, sin posibilidad alguna de control por parte de éste. Con el desarrollo y la difusión de la inteligencia artificial, cualquier aparato cotidiano puede utilizarse con este fin, ya sea un coche o un microondas.

Las convenciones internacionales contra el terrorismo, que el genocidio de Gaza redujo a papel mojado, dejarán de tener sentido en el futuro, cuando cualquier ciudadano que no luche en ninguna guerra esté condenado a vivir en una sociedad en la que el acto de consumo más trivial puede traer consigo, además de la garantía y la fecha de caducidad, su certificado de defunción, su certificado de demencia mental o su compulsión a delinquir.

La división internacional del trabajo de guerra y la maldición de Casandra

En un entorno de tecnofascismo y tecnoterrorismo global, el capitalismo euro-norteamericano se prepara activamente para pasar de la guerra fría a la guerra caliente. Ante la mirada inexpresiva o repugnantemente impotente de sus ciudadanos, se prepara un extraño reparto internacional del trabajo de matar: Europa se ocupará de vencer a Rusia mientras que Estados Unidos se ocupará de vencer a China. Casi al mismo tiempo, el primer comisario de Defensa de la Unión Europea, Andrius Kubilius, ex primer ministro de Lituania, afirma que Europa debe estar preparada para una guerra con Rusia dentro de 6-8 años, y un oficial de alto rango de la Marina estadounidense declara que EEUU debe estar preparado para una guerra con China en 2027.

No tiene mucho sentido predecir que la guerra tendrá lugar, sino que su resultado será muy diferente del imaginado por estos empresarios de la guerra intoxicados por los think tanks financiados por los productores de armas. La maldición de Casandra se cierne sobre los pocos que se atreven a ver lo que es evidente.

Fuente: Znetwork

Fuente: El Viejo Topo

Link de origen:

https://www.elviejotopo.com/topoexpress/tecnofascismo-tecnoterrorismo-y-guerra-global/

 

 

 

El Fascismo Actual.. por Héctor Cuenca Soriano

Link de Origen: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/26934/

 

El “fascismo” actual es, más bien, un Mal absoluto siempre al acecho, como decía Semprún; un conjunto de “instintos oscuros y pulsiones insondables” muchas veces disfrazadas bajo traje de civil…

 

Qué fascismo es ese al que se le puede vencer por medio de los votos y no de los fusiles? El autor sostiene que el fascismo omnipresente se ha convertido en un enemigo de mentira para una izquierda de mentira.


«FORA FEIXISTES DE RUBÍ» («Fuera fascistas de Rubí») manifiesta un enorme grafiti en la ciudad donde crecí, pintado sobre los muros del Centro de Alternativas Culturales, un local que hace saber también, en su pared, su rebeldía ante el statu quo: «Algún día no podremos más, y juntas lo podremos todo».

¿A qué fascistas se refieren? –me pregunto. No hay en la ciudad sede alguna, oficial o clandestina, del Partido Nacional Fascista de Benito Mussolini, o de sus descendientes oficiales u oficiosos del Movimiento Social Italiano o de Casa Pound. Tampoco se conocen oficinas del NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán). Y hasta donde llega mi conocimiento tampoco la Falange, en sus múltiples variantes, dispone aquí de local, ni cuenta con ningún tipo de delegación o de presencia social. Estat Català, por buscar la variedad local y de proximidad, creo que sigue sin resucitar. Entonces, ¿quiénes son los fascistas de la ciudad?

Vuelvo a mirar el muro: se representa de forma estilizada una bandera morada y otra roja, y no puedo evitar pensar en las argumentaciones antiautoritaristas de Erich Fromm, y sus curiosas conexiones con lo que el Marqués de Sade escribió un siglo y medio antes; pienso en la “revolución sexual” y la lucha contra la “represión familiar”, y también en la “represión educativa” que se denunciaba durante el Mayo francés; en la “teoría del agente” que sostiene que el fascismo es un agente de la alta burguesía y que, por lo tanto, carece de agencia propia; y me viene a la mente la ya viejísima máxima de Horkheimer: “Quien no esté preparado para hablar del capitalismo, también debería guardar silencio sobre el fascismo”.

El caso es que, en los tiempos actuales, los fascistas ya no son Ernst Röhm o Giovanni Gentile. Ahora el fascista es el padre autoritario que impone horarios y normas en el seno del hogar. El profesor que, desde su púlpito académico de autoridad, dicta la verdad y establece reglas y deberes a la clase. La influencer que perpetúa cánones de belleza arbitrarios y opresivos. El o la coach o nutricionista que tú mismo/a contrataste y se atreve a darte órdenes cual sargento de instrucción. El rudo entrenador de baloncesto que, desconsiderado para con las singulares condiciones físicas de tus hijos, les dice que “no valen” para ello. También es fascista el policía cachas o no tan cachas, pero igualmente emblema de coerción, que detiene a un joven extranjero de origen no mencionado por los medios de comunicación. 

Así pues, ¿qué es hoy “fascismo”? 

No es, desde luego, el fenómeno histórico-político que nació en 1919 con las ideas de Benito Mussolini y murió en 1945, en Berlin, bajo las botas del Ejército Rojo. Si el fascismo realmente existente aún siguiera vivo, sería absolutamente necesario combatirlo hasta derrocarlo definitivamente. El “fascismo” actual es, más bien, un Mal absoluto siempre al acecho, como decía Semprún; un conjunto de “instintos oscuros y pulsiones insondables” muchas veces disfrazadas bajo traje de civil, como para Umberto Eco; un tipo de personalidad; un auténtico síndrome derivado de la vivencia, en la infancia, de una relación padre-hijo basada en la jerarquía y la autoridad (como establecieran Adorno y Horkheimer, solo necesitamos darles más cariño a nuestros niños/as y nunca volverá a haber más fascistas); una tendencia simultánea en el individuo a pulsiones sádicas y masoquistas que debía solucionarse a través del amor y la espontaneidad, como nos dijera ya hace 80 años Erich Fromm (y así lo resumían, en forma de rap, los Chicos del Maíz: “En Fromm está la clave: Follar se sale”). Debemos estar atentos, nos recuerdan autores como José Mª Chamorro: El fascismo psicológico puede estar presente en los camaradas más convencidos de ser antifascistas.

¡Por supuesto, así sí! Así, las constantes referencias al fascismo cobran sentido Si la Iglesia, la policía, la familia, la democracia burguesa, los ejércitos, hasta la Razón misma –como argumentaran Horkheimer y Adorno en Dialéctica de la Ilustración– son instituciones fascistas (o potencialmente fascistas) no es porque lo fueran o lo sean auténticamente, es decir, porque sean histórica o ideológicamente fascistas. No es de eso de lo que se les acusa, y habría que ser muy obtuso al hacerlo habida cuenta de la evidencia histórica reunida por autores como Bruno Groppo sobre el fascismo y el antifascismo que realmente tuvo lugar en Europa occidental, y muy en particular en Italia, cuna del fascismo original.

Ahora recuperamos ese concento hegeliano llamado Geist, y al que podemos traducir como espíritu, mente, genio, espectro, fantasma o sombra. Si asumimos que existe (siquiera como herramienta de análisis) un Geist o “espíritu” de las cosas que estaría en permanente descubrimiento y proceso de auto-perfeccionamiento hacia formas más definitivas de sí mismo, y si en el caso del fascismo ese Geist corresponde al «espíritu de la represión y el autoritarismo», debemos concluir lo que nos dijo Augusto del Noce ya en la década de los 70: Si “el fascismo no puede entenderse sino como identificación con el «espíritu represivo y autoritario»”, entonces “toda forma de represión y de autoridad se ha de interpretar como fascismo”.

Por consiguiente, poco importan los parecidos o las diferencias, sean doctrinales o prácticas, que respecto al fascismo pueda tener cada ideología o movimiento político, cada institución, cada individuo concreto. Aquello relevante es que el Geist del fascismo acecha a cualquier forma de autoridad, fuerza o disciplina, de Margaret Thatcher al gobierno de China o Corea del Norte, y más allá. De hecho, cualquier sistema político podría incurrir en el fascismo. Y si ese sistema político se ha construido sobre una violencia previa, como la República Francesa, no hay duda de que es fascista. 

Como sostienen Joan Antón y Marco Esteban, en el fondo no existiría diferencia entre todas las tendencias políticas de derechas del siglo XIX, desde los socialdarwinistas británicos del sufragio censitario (y partidarios de que la población se regule sola a través del humanísimo método de la inanición) hasta los Bismarcks del fuerte estado del bienestar semi-autoritario avant la lettre, e incluso entre ellos y los curas, nobles y reyes del Antiguo Régimen que apenas un siglo antes vinieran a sustituir. Todos ellos son la misma cosa, pues participan de un mismo Geist: una sola y larguísima cadena del “privilegio” (por supuesto un cuerpo homogéneo, eternamente opresivo y tiránico en esencia en cada una de sus manifestaciones) que “ante la decrepitud de la Iglesia y la monarquía, buscaría nuevos protectores en los engendros pseudocientíficos de la socioevolución y la genética social”, hasta desembocar, desesperado por el avance constante de “la Razón”, que traía “un mundo de igualdad, libertad y justicia”, en el engendro del nazismo. 

A día de hoy, académicos de primera y periodistas de trinchera como Dan Hassler-Forest o Elisa Strauss permanecen vigilantes en la primera línea de batalla, y han detectado que este esquivo Geist sigue presente y manifestándose de forma subrepticia una vez más, infectando las mentes de nuestros hijos a través de su presencia subliminal en películas infantiles como El Rey León y Patrulla Canina. Por fortuna, medios obreros concienciados como el Washington Post y la CNN se han hecho ya eco de sus descubrimientos a fin de darlos a conocer al público general: vigilen lo que les muestran a los niños, pues ahí podría encontrarse el espíritu del fascismo.

Es lógico pues el viraje hacia la lucha “superestructural” de los pensamientos, las ideas, la cultura… Porque, como estamos viendo, el Geist del fascismo también habita en los detalles.

Es cierto que el 1% es más rico que nunca, y que como señala Piketty estamos en niveles de desigualdad previos a la Revolución Francesa. Es cierto, como reflexionan Hobsbawm o Fontana, que el endeudamiento de todos los estados occidentales roza o supera la totalidad del PIB, tratando de mantener un estado del bienestar lastrado por el estancamiento económico y la escasa tasa impositiva efectiva sobre las élites económicas (hay quien dice “ingeniería fiscal”, hay quien lo llama “robo”, pero yo no quiero participar en linchamientos públicos a base de violencia verbal… pudiera ser fascismo). Y es cierto que el desempleo se ha vuelto estructural hace ya al menos treinta años. 

Pero no perdamos el foco. Estamos liberando la superestructura de la sociedad: los valores, las creencias… Ya casi nadie cree en esos arcaicos conceptos de “orden increado de valores”, “jerarquía del Ser” o “Tradición”. Hemos desenmascarado como mentiras, gracias a Lyotard y a Foucault, entre otros pioneros, no sólo todos los valores que existían, sino todos los que puedan existir: ¡Todos ellos no son sino herramientas del poder y la opresión! Sigamos luchando contra toda forma de autoridad y disciplina, no cejemos en nuestro empeño contra el Geist del fascismo. 

¡No desfallezcamos, que el fascismo tiene muchas caras! Y cada año, puntualmente para las elecciones, el fascismo vuelve encarnado bajo la máscara de algún partido liberal-conservador, sistémico, no especialmente rupturista con el marco político existente. Así que una vez más es necesario la lucha contra ese enemigo de naturaleza omnímoda, a veces de apariencia sutil, que es el fascismo.

Después de esto, ya no será posible recurrir al tipo de relato mítico-heroico de resistencia de la sagrada madre patria contra el invasor, el cual moviera, realmente, históricamente, a millones y millones de ciudadanos y ciudadanas soviéticos a tomar los fusiles y combatir a la Wehrmacht. Mientras que las democracias burguesas occidentales sucumbieron fácilmente al nazismo, la Unión Soviética sí pudo detenerlo y derrotarlo. Pero esta es una afirmación que puede ser considerada como excesivamente militarista, y eso puede ser fascista (quizá, como creyera Chamberlain, hay maneras de derrotar al fascismo sin usar las armas). Y también puede ser fascista apelar a la madre patria. Así que descartemos para siempre los patrióticos versos y discursos de un Pável Kogan, de un Evaristo San Miguel o… del propio Lenin, que en su día afirmó “nosotros, obreros rusos, impregnados de sentimiento de orgullo nacional…”. 

Estamos enfrentando al Mal absoluto, y aunque los soviéticos lo mirasen más de cerca y nosotros no seamos siquiera testigos oculares, deben aceptar nuestro criterio (sea este el último uso que se haga de la autoridad, pues la autoridad solo puede desembocar en el fascismo a largo plazo): Hemos estudiado mucho, casi 80 años, desde el horror desatado por el nazismo y su paroxismo en los campos de exterminio. Así que es comprensible si sobrerreaccionamos, aunque sea un poquito, ante el paso de la oca prusiana, aun si lo realiza, en la plaza Roja un 9 de mayo, el ejército que verdaderamente derrotó a los nazis. Hay que estar siempre alerta, pues en cualquier lugar habita el fascismo.

La organización y la disciplina, fascismo. Además, Lenin y la conquista del Estado están ya más que superados. Ahora lo que se lleva es cierta lectura de Gramsci, la hegemonía, el sentido común… Empecemos por ahí y el control sobre el Estado ya vendrá. Las revoluciones llevan tiempo, no se hacen así como así tomando un palacio al asalto como hicieran aquellos bolcheviques: una panda de tíos mal armados de un partido minoritario, muy cohesionado y motivado… Eso suena tan fascista, violento y antidemocrático…

No hagamos caso de lo que pueda decir al respecto un teórico como Roger Scrutton cuando nos dice lo siguiente: “Considerad un aspecto cualquiera de la herencia occidental del que nuestros antepasados se sentían orgullosos, y encontraréis un curso universitario consagrado a su deconstrucción. Considerad no importa qué aspecto positivo de nuestra herencia política y cultural, y encontraréis esfuerzos, concertados a la vez por los medios y la universidad, para ponerlo entre comillas y darle el aire de una impostura o superstición”. Aun cuando pase inadvertido, esas palabras pueden ser propagandistas del fascismo.

El acervo milenario de la cultura occidental, justo donde autores como Luis Racionero entienden que puede estar la respuesta a la barbarie capitalista de raigambre protestante (tan reciente, tan superficial), esa tradición milenaria que nos ha hecho ser quien somos, es en sí portadora de los mismos valores del fascismo. Y eso avalaría derrumbar las estatuas de Platón y de Aristóteles. ¡Menudos referentes que tuvimos! Un par de hombres blancos poseedores de esclavos que, con su actitud (pues “lo personal es político”) y en ocasiones hasta en sus escritos, perpetuaban la injusticia y asentaban las bases sobre las que posteriormente se produciría el Holocausto.

Ocurre que, como bien señala Mark Fisher, para la barbarie capitalista, la que sí vivimos de verdad, la actual izquierda no parece tener alternativa alguna. Todos los esfuerzos de esa izquierda están orientados a luchar contra el Mal absoluto del fascismo, y eso obliga a hacer concesiones al capitalismo. Así que podemos hacernos aliados de los hijos y nietos de los Chicago Boys que asesoraron a Pinochet, aunque trabajen en las Big Four o participen de explotar el coltán del Congo o vendan armas en Ucrania, si es que asumen una actitud antiautoritaria, defienden el sexo libre y llevan a cabo un desenfadado estilo de vida.

Si por algo debemos preocuparnos es por el mundo inundado de fascistas: Fascista es Putin, y fascistas son los partidarios de Zelenski en Ucrania, que dice el presidente ruso hay que desnazificar. Fascista fue el euromaidán, alzado contra el fascista Yanukóvich. Fascista es Al-Assad, y fascistas islámicos los muyahidines del ISIS que intentaban derrocarlo. Fascista es tanto Thatcher como la Junta Militar que le disputara las Malvinas. Fascistas teocráticos los talibanes, y fascistas los métodos de las fuerzas invasoras del imperio norteamericano. Fascista el baazismo de Saddam y “fascismo exterior” nuestra descarada injerencia en los asuntos de su país. La violencia económica de los banqueros es fascista, pero más fascista todavía sería expropiar sus assets por la fuerza y fascista debe ser quien lo proponga (rescatar sus deudas a cambio de nada está mal, especialmente si lo hace un gobierno supuestamente socialista, pero pedirles algo a cambio de ese rescate con dinero público es coacción, y no podemos tolerar esos medios propios de escuadristas). Fascista es Abascal, y fascista, claro, es también el Frente Obrero.

Y por supuesto que sí: Stalin, hoy, sería un fascista. Los desarrollos académicos de los últimos 80 años, sumados a nuestra singular sensibilidad y aguda –incluso “despierta” (woke para los anglos)– perspectiva, que no es patología como argumenta Roger Griffin sino la locura de los genios, nos ha permitido reconfigurar el espectro político entero.

“I was blind, but now I see”: Fascistas somos todos. Incluso Mussolini. Y ante el fascismo, de todo tipo y toda forma, en cualquier grado o dosificación, sea de lejano parentesco o semejanza, ni un solo paso atrás. Con el capitalismo, ya otro día si eso: cuando exorcicemos para siempre al Mal absoluto de este mundo. Hasta entonces, hay una cruzada que librar. Ya Marx reconocerá a los suyos.

 

 

 

 


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