Revista Nos Disparan desde el Campanario Año V “EL HOMO RESILIENS”. RESILIENCIA, UNA PALABRA DEL PODER… por Diego Fusaro
¿Por qué «resiliencia» es la palabra del poder? Diego Fusaro explica con
audacia y rigor su capacidad para alimentar la cultura de la resignación ante
los estragos del capitalismo.
Resiliencia: una palabra de uso corriente en los discursos de la política
desde que en 2013 Obama la lanzara en el Foro de Davos. Los principales líderes
políticos de Occidente (N de la R: Incluso los del campo nacional y popular) la
adoptaron inmediatamente y la han promovido con insistencia.
Pero, ¿qué es la resiliencia? Para los legos, su significado es
equivalente al de “resistencia”. Pero no es así. Podemos leer en un diccionario
que “resiliente” es aquel que manifiesta la “capacidad de re- surgir de
experiencias difíciles, adversidades, traumas, tragedias, amenazas, manteniendo
una actitud positiva al afrontar la existencia”. En la práctica, es el que
sufre y supera la desgracia y que, frente a la injusticia, en lugar de
rebelarse prosigue su camino adaptándose e ignorando la existencia de las
cadenas que lo tienen sometido.
Es decir, El homo resiliens ha aceptado ser sumiso en lugar de
revolucionario, adaptable en lugar de contestatario. Ha optado por hablar el
idioma de su enemigo de clase, creyendo en el progreso y sobre todo asumiendo
mansamente el comportamiento que los amos siempre han soñado de los esclavos.
¿No es acaso el sueño inconfesable de todo amo gobernar esclavos dóciles y
sumisos, en una palabra, resilientes?
Fuente: El Viejo Topo
https://www.elviejotopo.com/libro/odio-la-resiliencia-contra-la-mistica-del-aguante/
El homo resiliens
Un fantasma recorre las ruinas de la
civilización tecnomorfa y pantoclástica: es el nuevo espécimen del homo
resiliens. Liberado de los remordimientos de la conciencia infeliz y satisfecho
por la miseria del presente cosificado, el «último hombre» dedicado a la
resiliencia no conoce nada grande por lo que luchar y en lo que creer, por lo
que esforzarse y en lo que esperar. Hijo del desencanto posmoderno y del fin de
la creencia en los grands récits orientados
hacia un futuro redimido, el homo resiliens se contenta con lo que
hay pues piensa que es todo lo que puede haber. La suya es una ontología tan
primitiva como depresiva, que resuelve la posibilidad en la realidad dada, el
futuro en la eterna repetición del presente. Conformándose con los placeres
vulgares que le ofrece la civilización del consumo («un deseo para el día y
otro para la noche», se sugiere en Así habló Zaratrusta), el último hombre
de la resiliencia no tiene ningún supérstite recurso de valor que oponer a la
vorágine nihilista, que ha agotado todo sentido y ha abandonado el mundo sin
Dios a la nada de la producción y el intercambio como fines en sí mismos.
Expresión desesperada de un nihilismo
puramente pasivo, miembro en serie de un rebaño amorfo y sin pastor, el homo
resiliens mira con el gélido pathos de la distancia todo anhelo
de verdadera libertad, todo proyecto de renovación del mundo: está convencido
de que ya no es el momento y de que, en la era crepuscular del ocaso de los ídolos,
no queda otro camino que la conciliación y la adaptación respecto de un orden
de cosas que, por mucho que se cuestione, no admite alternativas ni vías de
escape. El imperativo de ne varietur se
acompaña, casi de forma compensatoria, de un trabajo hipertrófico sobre el
propio yo, destinado a volverlo más maduro y más fuerte para que finalmente
esté dispuesto a aceptar sin pestañear todo lo que sea.
En la fisonomía del último hombre se
impone como factor dominante la más vulgar mediocridad, se percibe la
contracción integral de la potencia creadora de la esencia humana, ahora
desprovista de entusiasmo y de pasión: los homines resilientes,
«miserables, que nunca vivieron» (Infierno III, v. 64), se resignan con lo que
hay, adaptándose una vez tras otra y esforzándose por acallar cualquier voz
interior de disidencia que aún pudiera subsistir. La fuerza subversiva de la
transformación de la realidad es expulsada por el repliegue sobre sí mismos de
los últimos hombres, que viven el fundamentalismo económico y sus escenarios de
ordinaria miseria como un destino irreversible al que prestan acatamiento
sumiso. El imperativo estoico del amor fati,
entendido a modo de adaptabilidad a la lógica de lo real, constituye la receta
esencial de su felicidad mediocre, en la que la voluntad de impotencia
individual convive con el furor de la voluntad de omnipotencia del
sistema de producción tecnocapitalista.
La figura en la que parece
condensarse mejor el nuevo espíritu gregario de los últimos hombres coincide
con la de la servitude volontaire planteada
por La Boétie, que actualizada podría
traducirse como el oscuro deseo de servir para ser dejados en paz, de ser
dominados para no ver interrumpido el goce ilimitado derivado del flujo de
circulación de los servicios y de las mercancías. A diferencia del resistente,
esto es, del sujeto naturaliter inconformista
con el espíritu gregario y quizás incluso dispuesto a asociarse en formas
revolucionarias con los de su especie, el resiliente encaja con el prototipo
del esclavo ideal, que no sabe que lo es y que ignora la existencia de las
cadenas que lleva o, alternativamente, las confunde con irrechazables
oportunidades para la maduración interior.
El hodierno «malestar de la
civilización» hunde sus raíces en la eliminación tanto del Ideal como del lazo
social; y congruentemente produce el paisaje desértico de los ermitaños en
masa, de los resilientes que, socialmente distanciados, tratan de sobrevivir
adaptándose, superando biográficamente las contradicciones sistémicas casi como
si fueran únicamente molestias del yo no conciliado. El hombre revolucionario
vivía en el hiato perpetuo entre la realidad y sus sueños; el hombre resiliente
vive en la inextinguible ausencia de sueños que le permitan pensar la realidad
como algo enmendable. Concepto smart e
inaprensible, evasivo y capaz de adaptarse de manera resiliente a cualquier
contexto, la resiliencia es, por derecho, parte integrante de la constelación
de nuevas virtudes incorporadas a la civilización gerencial del business – desde el enpowerment hasta las prácticas
motivacionales, desde el problem
solving al mindfulness – y de esa governance neoliberal que actualmente ha saturado el mundo de
la vida, mercantilizándolo y cosificándolo sin restricciones ni zonas francas.
Es, en primer lugar, la actitud existencial, pero después también política y
social, hoy sistemáticamente exigida a los súbditos de la civilización
mercadoforme, es decir, a los consumidores sin patria y sin raíces, sin
sustancia crítica y -diría Gramsci- sin residuo del «spirito di scissione”: el mandato, bajo la forma de un imperativo
omnipresente, llega principalmente a través del repique falsamente polifónico
del sistema de mass-media, que es el megáfono de la voz de su amo. Este
último exhorta diariamente a la triste tribu de los últimos hombres, el «pueblo
perdido» de los descamisados de la globalización infeliz, a volverse
dóciles y sumisos, a abandonar todo antagonismo inoportuno y toda veleidad
redentora: en una palabra, a hacerse resilientes, a trabajar sobre sí mismos
para ponerse a la altura del mundo en el que viven, o sea, para soportarlo
cotidianamente sin retornos de la llama roja y sin despertares extemporáneos
del «espíritu de la utopía».
Por eso, el imperativo dominante,
reafirmado urbi et orbi por la industria cultural y por los
funcionarios de las superestructuras, es el que predica la desencantada
adaptación a lo existente como única realidad posible. Desde cualquier
perspectiva que se observe, el sujeto resiliente parece ser el ideal
producto in vitro del sistema de producción y de la civilización
totalmente administrada. Siguiendo el retrato robot esbozado por Antonio
Trabucchi en su texto Resisto dunque sono –Resisto luego existo- (2007),
el resiliente es optimista por principio, tiende a leer los acontecimientos
negativos como circunscritos y en todo caso como una oportunidad de mejora,
sigue pensando que es capaz de controlar y gobernar su propia vida, y no ve
ninguna derrota, por más estruendosa que sea, que le suscite la voluntad de
luchar para cambiar el orden de cosas. Su predisposición fundamental, congénita
o conquistada a base de un arduo trabajo sobre sí mismo, es la «agilidad
emocional» (emotional agility), vale
decir, una suerte de precariado de las emociones y los sentimientos, llamado a
expresarse en la capacidad de adaptarse camaleónicamente a los contextos más
diversos y a las situaciones más adversas, encontrando cada vez in se los
recursos adecuados y el espíritu preciso. Du mußt dein Leben ändern (Has de cambiar tu vida), el
título de un exitoso libro de Peter Sloterdijk , cristaliza en su forma
más eficaz la posmoderna rehabilitación del aguante estoico del orden de cosas
y la glorificación de la razón cínica de quienes, al fin y al cabo, no aspiran
más que a su propia salvación individual en medio de la tragedia colectiva. Metabolizando
el imperativo sistémico de la adaequatio al
orden de cosas, elevada a la condición de «evidencia» a determinar
científicamente y aceptada estoicamente, el homo resiliens contemporáneo
no se esfuerza por comprender y, menos aún, por rectificar el orden de cosas:
parte del presupuesto de que en caso de conflicto entre Sujeto y Objeto, es en cualquier
circunstancia el primero – para él sólo en esto reside el secreto de una vida
feliz – el que tiene que adaptarse al segundo, superando los traumas y
malestares que intempestivamente le han llevado a tal divergencia. La pasión
transformadora abierta al futuro, que pertenecía a los revolucionarios, es
aniquilada por esta forma contemporánea de adhesión desencantada; forma cuya
ductilidad, en todo caso, tiende fácilmente a desvelar la farsa y el lastre
ideológico.
El heroico mot d´ordre del coraje y de su indocilidad razonada (frangar, non flectar) es derribado por
el vil adagio de la resiliencia y su ilimitada disposición a sufrir en silencio
(flectar, non frangar), fingiendo que
los traumas y las injusticias han de acogerse como momentos de superación y
como pruebas de fortaleza. Obsérvese, en passant, que el adjetivo «frágil»
tiene como raíz el verbo latino frango, que significa «quebrar», «romper»,
«destrozar»: el resiliente es, pues, el «frágil» que, con tal de no romperse,
se adapta a todo, haciéndose líquido en la sociedad líquida y, por tanto,
asumiendo en todos los ámbitos la «fluidez» como su propia cualidad esencial.
El célebre aforismo de Nietzsche,
según el cual was mich nicht
umbringt, macht mich stärker, «lo que no me mata, me hace más fuerte», no
parece que pueda ser tomado como una definición del espíritu de resiliencia: de
hecho el resiliente es un sujeto intrínsecamente débil, cuyo actuar o, por
mejor decir, cuya inactividad práctica surge del reconocimiento preventivo de
la fuerza superior del objeto que está frente a él. Variando sobre el tema
hegeliano, es más un siervo que un señor ya que, prefiriendo doblegarse para no
quebrarse, no está dispuesto a correr el riesgo extremo de su vida para
revertir el orden de cosas y ganar la libertad. Como la hierba pisoteada, que
siempre está lista para volver a su posición, así el resiliente absorbe cada
vez el golpe, probablemente agradeciendo la preciosa oportunidad de maduración
que ha obtenido de él. Se le exige apertis
verbis cultivar esa «flexibilidad mental» que consiste, en
el fondo, en la capacidad de adaptarse a todo y a todos, lo que, no
accidentalmente, representa una variante nada desdeñable de la flexibilidad
universal de la era del precariado y de la evaporación de toda figura de solidez:
desde los lazos familiares a las relaciones laborales, desde los vínculos con
las comunidades y con los territorios de pertenencia a las visiones del mundo
fundamentadas y estructuradas. En efecto, del lema resiliencia se puede hacer
lo que se quiera ya que, de un modo u otro, se adapta a todo: tal es,
paradójicamente, su grado de resiliencia. Perfil paroxístico del yo líquido
posmoderno, el homo resiliens puede serlo en el ámbito psicológico,
si supera los traumas modificándose a sí mismo (7); puede serlo en
política, si se adecúa cadavéricamente al imperativo de ne varietur tallado
en letras mayúsculas en el teologúmeno neoliberal there is not alternative; todavía puede serlo también en economía,
si logra hacer de la necesidad virtud, viviendo como oportunidades los
escenarios de la ordinaria explotación y de la cotidiana desigualdad propios
del fanatismo del mercado.
El Diccionario de la Lengua italiana
de De Mauro explica que “resiliente” es aquel que manifiesta la “capacidad de
resurgir de experiencias difíciles, adversidades, traumas, tragedias, amenazas
o fuentes significativas de estrés, manteniendo una actitud suficientemente
positiva al afrontar la existencia”; en suma, el que sufre la desgracia y se
levanta como si nada, el que frente a la injusticia, en lugar de rebelarse,
encuentra la fuerza para seguir su propio camino aunque esto suponga una dosis
diaria de abuso mortificante. Variante del actual fanatismo de la tolerancia,
la resiliencia es naturalmente un perfil psicológico. Pero también es,
inseparablemente, un comportamiento político acorde con la era del absolutismo
del tecnocapital y de la austeridad desiderata por los grupos
patronales, jubilosos ante la perspectiva de poder gobernar masas oprimidas y
resilientes; o lo que es igual, masas capaces de absorber sin pestañear y sin
retornar a los fuegos rojos, la violencia cotidiana sobre la que
estructuralmente se asienta un sistema que tiene como premisa básica la
explotación y la miseria de los más en beneficio de unos pocos. No olvidemos
entonces que, como mostró Federico Rampini (“La Repubblica” 23 de enero de
2013), “dinamismo resiliente” fue la consigna lanzada en 2013 por el Foro
Económico Mundial y por Obama, por lo tanto en lugares y por personas que se
inscriben plenamente en el orden del bloque hegemónico neoliberal de tracción
atlantista.
El homo resiliens se cae y
se levanta potencialmente hasta el infinito, pero sin cuestionar nunca el mundo
objetivo que siempre le hace caer de nuevo. Sucesor del ignavo confinado por
Dante en el infierno, el resiliente no entorpece la marcha del mundo y, de
hecho, la secunda en todas sus dinámicas, incluso aunque se trate de la más
endemoniadamente injusta. Ni siquiera la condena con las armas de la crítica ni
la somete a una mordaz interpelación, atrapado como está por la petulante
satisfacción de haber logrado trabajar sobre sí mismo hasta el punto de aceptar
finalmente lo inaceptable. El resiliente es el yo indefenso que ve penurias
personales pero nunca contradicciones reales y que, en caso de desacuerdo con
la realidad, prefiere el diván del psicólogo a la plaza de la revolución coral,
la variación del yo a la del no- yo, que diría Fichte. Su esfera privilegiada
de acción y de vida es la individualidad a la sombra del poder, el desarme de todo
espíritu crítico y la mutilación preventiva de todo proyecto de futuro. Es el
sujeto ideal de las masas pasivas y homologadas, en las que todos piensan y
desean lo mismo (pues ya nadie piensa ni desea realmente), pero simultáneamente
también es el individuo aislado de la nueva era de las soledades telemáticas
conectadas a través de internet y desconectadas de la realidad y sus
palpitantes contradicciones que piden ser resueltas en la praxis.
En definitiva, el resiliente es el
súbdito ideal de la prosa cosificante del nuevo capitalismo post-1989 y, con
mayor razón, de los propios desarrollos que está experimentando en las primeras
décadas del nuevo milenio: el homo resiliens ha atesorado los
llamamientos que se le dirigen desde todos los puntos de las redes unificadas
por parte de los monopolistas del discurso y por tanto, vía mediata, por el
bloque oligárquico neoliberal. Ha aceptado ser sumiso en lugar de
revolucionario, adaptable en lugar de contestatario, e incluso ha interiorizado
la necesidad de cambiarse a sí mismo para adecuarse a un status quo de
cuya inmodificabilidad está íntimamente convencido. En definitiva, ha optado
por hablar el idioma de su enemigo de clase, creyendo en el progreso -y por
consiguiente en la ininterrumpida secuencia de las conquistas de los grupos
dominantes- y sobre todo asumiendo mansamente el comportamiento que los amos
siempre han soñado de los esclavos. ¿No es acaso el sueño inconfesable de todo
amo gobernar esclavos dóciles y sumisos, en una palabra resilientes? ¿No es verdad
que todo pastor ha tenido siempre el deseo de poder conducir un rebaño manso y
obediente, dispuesto a hacer cuanto se le ordene porque está convencido de que
no existe ninguna otra posibilidad?
También por eso la resiliencia es,
entre todas, la cualidad más propedéutica para el éxito del bloque oligárquico
neoliberal, la virtud que es propicia y se espera de la massa damnata de
los derrotados. Es parte integrante del nuevo orden mental, políticamente
correcto y éticamente corrupto, que sirve de complemento superestructural a la
estructura del diagrama asimétrico del equilibrio de poder en la época
inaugurada con el entierro, aunque provisorio, del marxiano «sueño de una cosa»
bajo los pesados escombros del Muro (9.11.1989).
Fuente: Posmodernia
https://posmodernia.com/resiliencia-una-palabra-del-poder/
Diego Fusaro es profesor de Historia de la Filosofía en la Facultad de Filosofía de la Università Vita-Salute San Raffaele di Milano. Riguroso investigador de la Filosofía de la historia y de las estructuras de temporalidad histórica, es especialista en Fichte, Hegel, Marx y la historia del marxismo. Responsable de la edición bilingüe de diversas obras de Marx, incluyendo La ideología alemana y El manifiesto comunista, es autor de una vasta obra, en la que destacan títulos como Bentornato Marx! (2009), Essere senza tempo. Accelerazione della storia e della vita (2010), Minima mercatalia. Filosofia e capitalismo (2012), L’orizzonte in movimento. Modernità e futuro in Reinhart Koselleck (2012), Idealismo e prassi. Fichte, Marx e Gentile (2013), Il futuro è nostro (2014), Pensare altrimenti (2017) y Storia e coscienza del precariato (2018).
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