Fuente: La Tecl@ Eñe
https://lateclaenerevista.com/
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Las expectativas defraudadas generan en la sociedad el mismo desencanto
que respecto del neoliberalismo. Hoy es más importante que nunca contraponer la
gesta popular al híper-individualismo, pero con formas y contenidos que
interpreten las nuevas necesidades y demandas de una sociedad que ha cambiado
profundamente.
Se puede caracterizar el presente
político de la Argentina desde distintos planos.
El plano de los trastornos de
personalidad del presidente y el listado inacabable de sus atropellos linda con
lo incomprensible y podría situarse en el marco de lo irracional. Sus
actitudes, sus reacciones y sus propios gestos lo inhabilitan para entablar
relación interpersonal alguna: con él sólo se puede coincidir o ser blanco de
insulto. Cuando esto proviene de un jefe de Estado, no sólo es grave desde el
punto de vista político, sino que incide en el entretejido social y condiciona
el clima general.
Sin embargo, detrás de todo esto hay
una racionalidad y una estrategia consistente, calculada con experticia. La desmesura
de las medidas adoptadas no sólo generan consecuencias económicas, sino que
también sumen a la sociedad en un profundo desorden. Desorden de la
organización familiar; destrucción de la previsibilidad que implica una
vivienda, un mantel tendido, una escuela, un medicamento, una rutina laboral;
se desmiembra el tejido productivo, se debilita el sentimiento de pertenencia a
una comunidad. Se degrada el propio lenguaje.
En definitiva, se elimina todo lo
solidario, lo comunitario, lo asociativo, con la finalidad de desterrar todo
vestigio de sujeto social y político. Todo en consonancia con el híper
individualismo que modelan las plataformas digitales y las mal llamadas redes
sociales, un tipo de sociedad en la que sólo merece vivir quien se haya sobrepuesto
a los desafíos del libre mercado.
La Argentina no tiene un gobierno,
sino que está sometida a un plan de negocios. Las medidas de política doméstica
y los lineamientos de la política exterior se aparean como el nado
sincronizado. El discurso de Milei en Davos, más allá de sus gravísimos errores
históricos y de sus disparates conceptuales -como señalar a los monopolios como
los grandes benefactores de la humanidad- es orientador sobre cuál es su
estrategia de inserción internacional. Y la integración de su gabinete
económico con altos representantes del sector privado, preanuncia, una vez más,
a cuáles intereses sirven ellos durante su paso por el Estado.
Ambos planos, el de la política
exterior y la doméstica, confluyen en la entrega de nuestras reservas, nuestras
empresas y nuestros recursos naturales a los monopolios privados tanto internos
como externos, pero ambos tras-nacionalizados.
A Milei no le afecta la incoherencia
de abrazarse con Donald Trump en una cumbre de las ultra-derechas y luego
rogarle a Biden que lo ayude con el FMI. Porque más allá de la competencia
electoral que mantienen en los EE.UU, ambos ceden a la potencia del capital
financiero globalizado.
La economía de ese país, así como la
del eje nor-atlántico que incluye a la Unión Europea, están exhaustas por los
malos resultados de la guerra en Ucrania, a lo que se suma la reciente
agudización de la situación de Medio Oriente. El mundo capitalista no goza de
las mismas condiciones de liquidez monetaria de los años 90, las que permitieron
financiar el ajuste del menemismo, sostenerlo en el tiempo y demorar su caída.
No hay tal financiamiento para Milei.
¿Cómo llegamos a esto?
Los siguientes señalamientos están
realizados desde la más absoluta buena fe, con el objetivo de que reflexionemos
seria, pacífica y profundamente sobre lo acontecido en los últimos años, para
no cometer los mismos desaciertos, y analicemos el momento histórico y los
cambios ocurridos, para intervenir en ellos con el menor margen de error
posible. Comprender, para tomar las decisiones más apropiadas.
Formular una autocrítica no es
sinónimo de debilidad. El reconocimiento de un error humaniza a la política, le
otorga un tono de sinceridad, necesario para empatizar con las personas que no
piensan como nosotros y a las cuales debemos persuadir de nuestras ideas y de
nuestros valores.
Hablo en primera persona. Porque,
como tantos miles de militantes, estuve presente, bajo la lluvia, aquel 13 de
abril de 2016 a las 7.30, en la primera presentación de Cristina en Comodoro
Py. A partir de allí se inició un proceso de organización, movilización,
esclarecimiento, resistencia y construcción de una alternativa, a la cual
Cristina nominó inicialmente como Frente Patriótico y luego fue la unidad
ciudadana. Un gran frente orientado a defender los derechos que se habían
ganado durante los gobiernos kirchneristas, en una suerte de continuidad de su
discurso del 9 de diciembre de 2015, cuando expresó que no venían por ella sino
por nuestros derechos. Al cabo de ese proceso recuperamos el gobierno en 2019,
por eso no me considero ajeno a él, porque fui partícipe de toda la lucha que
nos demandó conseguirlo.
Y cuando hablo de empatizar con
quienes no piensan como nosotros, no me refiero a quienes representan
definitivamente los intereses antagónicos a los de las mayorías populares. Me
refiero, más bien, a todas aquellas personas sin una posición política
definitiva ni una orientación permanente de su voto, sino que oscilan según el
panorama que observan al momento de decidir. Porque, objetivamente, pertenecen
a nuestro campo de representación, aunque circunstancialmente hayan votado a
otro espacio político.
Hay personas –votantes- que por
momentos toman decisiones que nos parecen incomprensibles a primera vista,
incluso injustificables. Personas del común que no han tenido la oportunidad de
estar suficientemente informadas o politizadas, que no han ejercitado el
pensamiento crítico, y por lo tanto son más permeables a la información
hegemónica que a las explicaciones más complejas o a la comprensión profunda de
la realidad. Y sin embargo deben ser representadas por nosotros.
Los atributos de persuasión
subliminal de los aparatos ideológicos del poder real, las enormes
máquinas-herramienta con las que cuenta el poder, son los suficientemente potentes
como para lograr que muchas personas adhieran a su discurso, si no tienen los
correspondientes elementos de análisis.
Además, está de por medio una
cuestión matemática: si en algún momento fuimos mayoría y dejamos de serlo,
quiere decir que hay una cantidad de personas que votaron otro espacio pero
deberían ser nuestros votantes. Por lo tanto, debemos reconquistar su adhesión.
Es imprescindible indagar sobre las
causas que llevaron a una mayoría a inclinarse por un candidato cuyas actitudes
lindan con lo demencial.
Un enorme porcentaje de votantes del
actual oficialismo no comparte que haya que desmantelar la educación pública y
la investigación, ni el monto abusivo de las tarifas ni la inclusión de la
Argentina en una guerra de terceros países. Entonces, ¿por qué?
¡Qué mal habremos hecho las cosas
como para que una mayoría prefiriera al actual presidente! ¡Cómo habrá sido de
mala la sensación que dejamos! Sensación de desorden, de impotencia, de falta
de autoridad.
Un objetivo central de la política de
masas es conducir el Estado. La resistencia puede ser un camino, pero las
verdaderas transformaciones se producen a partir de la administración del
Estado.
Desde luego que administrar el Estado
no equivale a tener todo el poder, eso es una obviedad. Pero sí permite contar
con una gran cantidad de herramientas, tales como incidir sobre la agenda
política diaria, convocar a las organizaciones sociales, sindicales y
empresarias, orientar el sentido de la comunicación pública, establecer reglas
para el funcionamiento de la economía, evitar los abusos del poder fáctico,
propender a la administración soberana de los recursos estratégicos, instar a
la movilización social en defensa de determinados intereses. Herramientas a las
cuales no se puede renunciar, porque eso implica no ejercer la autoridad.
Cuando se conduce el Estado se puede
apelar a múltiples justificativos, menos decir que, por acción u omisión, no se
tiene responsabilidad sobre lo que ocurre. Además, quien conduce el Estado no
puede victimizarse. Quien conduce el poder ejecutivo puede argumentar muchas
cosas, pero no que no tiene responsabilidad sobre cómo votó la gente.
La tendencia general en occidente
Se escucha con frecuencia mencionar
al crecimiento de las ultra-derechas como un fenómeno universal; yo prefiero,
por el momento, remitirme a Europa y América.
Estas tendencias no son súbitas ni
responden a una causa única. La robotización, la automatización del trabajo y
la revolución tecnológica digital transformaron la organización de la
producción y, por lo tanto, la forma de vida. Entre los rasgos centrales de
estos nuevos modos de trabajar y de vivir encontramos una creciente propensión
a la fragmentación de los sujetos sociales y políticos que conocíamos. Adonde
una sola rama de la industria concentraba no sólo el centro de la actividad
productiva, sino también la provisión de insumos, el trasporte, la
comercialización, la indumentaria y la alimentación de sus trabajadores, hoy
encontramos una multiplicidad de firmas diferentes; cada una con sus propias
características. ,
Si a eso le sumamos los efectos de
las nuevas plataformas y las mal llamadas redes sociales, y su predilección por
los tiempos cortos, las frases de impacto, el retraimiento individual, todos
rasgos agravados por la pandemia, encontramos como resultado una inevitable
predisposición al malentendido, y de allí a la ansiedad, el malestar, la
inquina, la enemistad y finalmente, la polarización social.
Los grandes servidores digitales se
apropian de nuestros gustos, nuestras preferencias, nuestras inclinaciones,
nuestros deseos. Y sus algoritmos preparan una respuesta particular para cada
uno de nosotros. Así, bajo la apariencia de que somos sujetos libres,
protagonistas de una comunicación más democrática, nos convertimos en meros
engranajes de una maquinaria absolutamente manipulada desde el vértice, una
mercancía. Se fragmenta hasta el infinito el sujeto social y colectivo, y
se concentra el poder en el vértice. En esencia, todo lo contrario de una mayor
democratización de la comunicación.
Con la pandemia, aunque no sólo por
la pandemia, este fenómeno se aceleró e incrementó exponencialmente nuestra
dependencia, y el poder y la rentabilidad de los grandes servidores. Desde su
lógica, ¿por qué deberían subordinarse a las normas establecidas por la
autoridad pública, en este caso el Estado?
Las lógicas de las redes y del
mercado están invadiendo velozmente todos los aspectos de nuestras vidas. La
colecta de un “influencer” de las redes sociales afronta los gastos de una
intervención quirúrgica que debería estar a cargo del sistema de salud estatal.
Hoy, los grandes estudios jurídicos de los fondos de inversión, como parte del
mismo sistema de poder financiero, no sólo compran los derechos para litigar en
los grandes juicios internacionales, sino también de los pleitos personales de
la gente común. Se aprovechan de las urgencias del ciudadano común que debe
enfrentar un juicio y de la lentitud y de los laberintos del sistema judicial
para comprarles, por poco dinero, su derecho a litigar. Se ganan los juicios
pero no se hace justicia, y la justicia pública, emanada de la autoridad, se
aleja cada vez más de las personas.
Las últimas palabras no buscan agotar
el análisis del tema, sino, simplemente, explicar por qué hoy no tienen la
misma fuerza que antaño conceptos como “el movimiento obrero” que protagonizó
el 17 de octubre o “la clase trabajadora” o “la unidad obrero-estudiantil” que
impulsó el Cordobazo.
Esto no significa que se deba
renunciar a la idea de gesta popular. Todo lo contrario. Hoy es más importante
que nunca contraponer la gesta popular al híper-individualismo, pero con formas
y contenidos que interpreten las nuevas necesidades y demandas de una sociedad
que ha cambiado profundamente.
Las protestas de honda raíz popular,
y en muchos casos indígena, que tuvieron lugar en nuestra América Latina
durante los últimos años, demuestran el hastío, el hartazgo moral frente a los
ajustes del neo-liberalismo y la expectativa en las alternativas políticas de
raigambre popular. Ahora bien, si esas alternativas políticas no les mejoran la
vida, terminan por defraudar aquella expectativa, y sobre ellas cunde el mismo
desencanto que respecto del neoliberalismo. Y la tendencia de la época marca el
rumbo hacia las salidas individuales y no socialistas, y, por lo tanto, hacia
los grupos y liderazgos políticos que las alientan.
Continuará…
*Carlos Raimundi: Abogado y docente, exdiputado nacional y del Mercosur y
último embajador en la OEA.
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