Revista Nos Disparan desde el Campanario Año V A por la vejez

 

Imagino mi cercana vejez en estoica soledad, viviendo en una pequeña y modesta casita lindera al mar, alejada de los centros turísticos sediciosos, leyendo, escribiendo, pescando pero solo para alimentarme, no como deporte o entretenimiento criminal, compartiendo ese tiempo de descuento con aquellas mascotas que me escojan como su mascota. Huir por fin de un sistema perverso que aún me tiene acorralado y en estado de tortura permanente, lucha que me llevará todavía algún tiempo, acaso regresando a aquellos lejanos y únicos rincones en donde he sido feliz, desoyendo la falsa y negativa recomendación de no hacerlo, tiempos en los cuales estaba convencido que mi mundo afectivo era inacabable. Y ese mundo inacabable se fue deshojando transformándose en un otoño sombrío y cruel. Sé que no voy a encontrar aquellos aromas de mi infancia y primera adolescencia, sé que los sonidos serán otros, seguramente, menos benignos. Período de la vida en donde cinco años es una eternidad, y hoy a los sesenta, un par de décadas es ayer. Tal vez trataré de ir en la búsqueda del hombre que no fui, propuesta que por cobardía y por estupidez, dejé de lado tempranamente a la espera de un tiempo que nunca llegó.

 


El tiempo es nuestra máxima catástrofe

 

Con todas las prevenciones y temores que la empresa demanda y tolera ha llegado el momento de salir en la búsqueda del hombre que no fui. Y si me esfuerzo, acaso a través de una percepción rápida, completa en sentido común y falsos conformismos, dudo seriamente en desear encontrarlo. A mi edad, aborrecería sus reproches, que sus éxitos le reclamen a mis fracasos banales hidalguías, esas que solo pueden exhibirse post mortem y en boca de correveidiles que ingresaron a la verbena poco después de haber prestado atención a la existencia de un cierto haz de luz espiritual, un número indefinido de tazas colmadas con humeante café y aletargados sones de armonías sacras. Estimo que ser el muleto de lo que pudo haber sido y no fue resulta una pesada carga en horas en donde la contabilidad nos habla de absurdos balances y ficticias posteridades. No sería capaz de sostener sin rebeldía la irónica y cínica perplejidad de su mirada al detenerse en mi estado de proscripción, inseguridades que yo mismo comencé a diseñar al momento que cuando joven opté por darle licencia a sus servicios. Detesto la superioridad moral del que nunca rompió una fuente de loza porque nunca la lavó, del que no tuvo la valentía de perderse debido a que siempre se quedó esperando, del que jamás lloró porque evitó transitar por el sendero del sentimiento. El tiempo individual es nuestra máxima catástrofe; como nos conoce y es nuestra sombra y memoria nos delata, y es el que no nos permite, cual cancerbero, liberarnos, para intentar con modestia usurparle algunos minutos de descuento a la inexorable finitud. Allí, cual excelso anfitrión, echado holgazanamente en el sillón más cómodo del abismo, a la vera del hogar y su crepitar, me aguardaba paciente, escuchando, tal vez para edulcorar mi sosiego, los acordes de Close to the truth de Tony Joe White, cruzado de piernas, fumando un Montecristo número tres, el tabaco preferido del Che, con dos copas del mejor Merlot patagónico, todas elegancias y símbolos a compartir. Imposible negarme. Al ser su muleto, su mejor fracaso, conoce de mis debilidades y siniestros gustos terrenales. A la izquierda del hombre que no fui, sobre una mesa de hierro fundido lindera al sillón, descansan mis seis novelas, cada una de ellas prolijamente anilladas cual manuscritos de certamen, de igual modo mis tres antologías de cuentos y los dos compendios de poesía. No alcancé a entender el tenor de su desafío hasta que comenzó, a espacios temporales constantes, a lanzar cada pieza literaria hacia el centro del bracero para que las llamas hagan de los textos su extinción, excepción hecha de la miscelánea de cuentos titulada “El sendero de los extremos sucios”, borrador que inquisidoramente y para mi confusión atesoró, ignorando las razones que alimentó para tal afán. De inmediato comprendí que el hombre que no fui no venía solamente por mi tiempo y mi memoria, sino también por aquello que pudiera quedar de mí: una fuente de loza astillada pero limpia, un valeroso y épico extravío, y el cauce de una lágrima que aún se niega a dejar de amar. Y al hombre que no fui le tuve estima y respeto, y lo miré a los ojos, y cuando ya sonaban los últimos acordes del blues, y cuando el habano cubano exhalaba sus últimos círculos de humo, y cuando las copas quedaron vacías del tinto elixir, me puse de píe para iniciar el camino, tranquilo y satisfecho, en dirección a la pira, no sin antes agradecerle por los servicios prestados cuando de muchacho y ante la oportunidad tuve que escoger. Que a nadie se culpe, el único responsable fue el hombre que fui.

 

*Prólogo del Libro El Sendero de los Extremos Sucios.

 

 


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