Los mudos (1907)
Ha llegado a nuestra ciudad un
maestro inesperado. Se llama Ariel y viene de una isla, de una de aquellas
islas que los geógrafos no describen y que surgen de cuando en cuando de las
aguas del mar a la voz de los poetas. Dicen que, hace mucho tiempo, Ariel
estaba a las órdenes de un príncipe desterrado y que de él aprendió algunas de
aquellas cosas que no se pueden oír más de una vez. Tal vez por esto tiene la
costumbre, que ha parecido muy extraña, de no permitir que un hombre escuche por
segunda vez sus lecciones. Acoge como oyente a cualquiera que se presente, con
tal que no haya ido nunca antes. Si el mismo hombre vuelve, lo hace echar y
nadie puede vanagloriarse de haberlo oído hablar dos veces.
«Hoy –decía para mí–, dirá, sin duda,
cosas nuevas y maravillosas, porque todos los que salen de su casa se van por
las calles pensativos y transfigurados como si regresaran de algún nacimiento
divino. Pero mañana, acaso, dirá cosas todavía más extraordinarias. Pero,
si voy mañana, no podré escucharlo el día en que revele la más inesperada, la
más tremenda doctrina. No se trata de un maestro cualquiera, que se puede
escuchar cuando se quiere y seguir durante años enteros. Cada uno de sus
oyentes corre un riesgo de nuevo tipo y los arrepentimientos de lo desconocido
son incurables.»
Durante muchos años, pues, no he ido
a escuchar la palabra de Ariel. He pasado muchas horas a su puerta, indeciso,
tembloroso, ansioso y temeroso al mismo tiempo. Cuando sus alumnos de un día
salían de su casa, les preguntaba lo que les había dicho el maestro, pero ellos
no contestaban. Me miraban como en sueños y se iban a pasos lentos e inciertos,
como si se sorprendieran de encontrarse en nuestra ciudad, hecha de casas tan
pesadamente sumergidas en la tierra.
Durante muchos días he vivido aquí,
sin lograr vivir mi vida ordinaria, sin cuidarme de mis libros, sin besar a mi
madre por la mañana y por la noche. Sin observar siquiera la aparición de
las nuevas estrellas. Pero no he podido resistir más y, finalmente, he tirado
también mi dado.
Ayer mañana, junto con muchos hombres
que esperaban a su puerta, he entrado en la escuela de Ariel. Estaba en una
gran sala, simple y desnuda, desde cuyas ventanas se columbran hileras de
columnas; estaba de pie, apoyado contra una pared, y, aunque estamos en verano,
cubierto por una gran capa. Creo que la lleva para esconder las alas, porque
sus ojos parecen acostumbrados a mirar siempre desde arriba, por encima de las
montañas: ojos fijos, fríos, serenos, planetarios.
En cuanto hemos entrado todos nos ha
mirado uno a uno y ha echado a dos jóvenes, dos hermanos, que habían estado
allí otra vez ya. Habían intentado esconderse entre los demás, pero parece que
su poder de reconocer las caras es milagroso. Apenas los dos han salido, ha
hecho cerrar la puerta y se ha quedado durante unos instantes silencioso.
Todos estábamos de pie como él. En la
habitación no se oía otro ruido que el de nuestras respiraciones expectantes.
De repente, Ariel ha empezado a
hablar con voz fuerte y distinta:
«Hoy hablaré del hombre y de su gran
miseria. Nadie de ustedes sabe cuál es la gran miseria. ¡Cuántos los han
compadecido, advertido o maldecido! Algunos han descrito todas sus llagas
secretas en sus libros, y otros los han despreciado tanto, que ni siquiera han
podido llorar. De su miseria han nacido elegías de poetas, desesperaciones de
solitarios, discursos de santos, teorías de suicidas y nadie ha conocido la
grande, inmensa, suprema miseria de ustedes.
»¿Son acaso infelices porque se
mueren? Todas las cosas mueren y renacen en el mundo. ¿Son infelices porque sus
alegrías son breves y sus dolores eternos? El dolor los salva de la saciedad,
los mantiene puros, los eleva al conocimiento. ¿Son infelices porque no pueden
hacerlo todo? Serían bastante más infelices si todos tuvieran el poder de
ustedes.
»Su infelicidad no consiste en esto.
Su miseria es otra, y nadie, hasta hoy, les ha dicho cuál es. Y he aquí que yo
puedo decírsela y voy a decírsela a ustedes.
»¡Los hombres son mudos! He aquí
su gran, suprema y única miseria. Los hombres son mudos, no saben hablar, no
saben contestar. Si los hombres hubieran hablado, este mundo habría dejado de
existir y ellos no sufrirían más. Pero, hasta ahora, han estado mudos, obstinada
y estúpidamente mudos, y sólo por eso continúa su vida presente y su miseria
eterna.
»Ustedes no comprenden mis palabras,
lo sé. Veo en sus corazones la duda y en sus labios el deseo de una risa. Sin
embargo, no serán capaces de sonreír cuando hayan comprendido lo que quiero
decir.
»Yo sé que muchos de ustedes encuentran
este mundo demasiado igual a sí mismo, fastidioso, lleno de costumbres,
melancólicamente monótono. Veo entre ustedes a un joven pálido, vestido de
negro, lector de las obras completas de Byron, predestinado al suicidio, y que
muchas veces, a solas y con los demás, se ha abandonado a semejantes
lamentaciones. Siempre el sol que ilumina, el agua que corre, la luna que
aparece y desaparece, los pájaros que cantan, las mujeres que aman, las flores
que se abren y luego se marchitan, los hombres que se engañan, las campanas que
tocan en la aurora y al crepúsculo, las naves que zarpan y luego vuelven al
puerto, los días que siguen a las noches, y todo esto para siempre, para toda
la vida, desde el día de los primeros gemidos al de los últimos gemidos. También
rodando por la tierra y conociendo hombres nuevos y buscando sensaciones no
experimentadas, se acaba descubriendo por todas partes la universal constancia
de las cosas, la tediosa uniformidad de los actos mal enmascarados con nombres
diversos, la fundamental unidad de nuestra pequeña vida de animales
momentáneos. El día de hoy es semejante al que le sigue; cada año vuelve a
traer las mismas estaciones y los mismos acontecimientos de sol y de viento, de
calor y de tempestad; cada vida humana se puede narrar con pocas palabras,
siempre las mismas: nació, sufrió, amó, esperó, murió.
»Así hablan los hombres que ya no son
niños y que no se dejan emborrachar por los juegos peligrosos de la vida. Pero
éstos no han comprendido todavía la gran miseria. Creen haber llegado al fondo
de la copa de las amarguras y, en cambio, apenas si se han acercado al borde y
se han retirado con el deseo de suprimir la vida, el mundo y ellos mismos.
»Pero ¿quién les enseñará el camino
del fin, si no han comprendido el sentido del mundo y la profunda razón de la
monotonía del mundo?
»El mundo es monótono, el mundo es
continuamente igual a sí mismo, el mundo se repite. Todo eso es muy cierto, y
todo eso tiene su razón. El mundo se debe repetir, y el mundo se repite, y
la culpa es de los hombres, de los hombres, que son mudos, que no saben
responder.
»Sepan, pues, de una vez, ¡oh alumnos
de este día!, que el mundo no es más que un discurso, un largo y
complicado discurso, enorme, oscuro, secular, que espera una respuesta. Hay
alguien que quiere decir algo a los hombres y no habla la lengua de los hombres.
Habla por símbolos, por medio de las cosas, de los hechos, de los
acontecimientos. El universo es su discurso, es su palabra hecha carne, hecha
tierra, hecha planta, hecha sol; es su palabra misteriosa, que desde hace
siglos y siglos va del cielo a la tierra sin que ninguno de ustedes la escuche
o la comprenda. Y por eso, y no por otra razón, este discurso se repite y
vuelve a decir para cada vida las mismas cosas, las mismas eternas cosas. El
mundo es monótono porque es un discurso que se repite, y se repite porque
ninguno de ustedes sabe responder, porque son mudos.
»Ustedes miran el mundo, lo copian,
lo describen, lo usan para las necesidades de la vida, pero nunca piensan
en escucharlo. A ninguno se le ocurre que el mundo le habla, que le dice
algo, que espera de ustedes alguna respuesta. Conciben el mundo como un almacén
o una hacienda, como una casa de pena o de alegría, pero nunca han pensado que
acaso el mundo es una voz, una voz que repite insistentemente ciertas
preguntas, una voz dirigida a los oídos, al alma de ustedes; una voz
desesperada, cansada, que invoca e implora de ustedes una respuesta. ¿Por qué
creen que los ruiseñores se desfogan siempre con los mismos gorjeos, y que las
ranas dejan oír siempre su ritmo angustioso, y el viento la misma respiración
sonora, y el agua la misma fresca voz? ¿Para qué creen que las golondrinas
trazan en el aire, con sus vuelos innumerables, círculos y jeroglíficos? ¿Para
qué pasa el sol lentamente cada día, sobre nuestras cabezas, siguiendo el mismo
camino? ¿Para qué se disponen cada noche en el cielo las estrellas para formar
esas constelaciones, esas cifras siderales que dicen desde hace infinito tiempo
la misma frase? ¿Para qué creen que los árboles vuelven a florecer cada
primavera e intentan comunicarnos las mismas divinas verdades con sus flores de
color inmutable?
»Todo cuanto aparece, todo cuanto
reaparece forma parte del mismo discurso. Los retornos de las cosas son
repeticiones de palabras y de frases idénticas. El que les habla tiene
paciencia. No lo humilla su silencio. Repite hasta lo infinito sus preguntas –o
sea el universo– y no desespera de que un día le respondan. Cuando le hayan
respondido, el mundo actual acabará de repente y, con él, acabará la vida de
ustedes. Entonces comenzará un nuevo discurso; la palabra creará una nueva
tierra, un nuevo cielo, y el diálogo maravilloso entre el hombre y Dios
proseguirá sin descanso. Ahora les toca a ustedes hablar. Desde hace miles y
miles de años la voz habla y ustedes son mudos. Desde hoy, esforzaos por
cumplir el mundo como una serie de palabras. Agucen el oído, fijen la mente,
elévense hasta el oscuro lenguaje. Cuando dejen de ser mudos, su gran miseria
será un recuerdo y una nueva página del universo se habrá pasado. Les he
dado el miedo, creen ustedes la esperanza.»
Sólo recuerdo esto del discurso de
Ariel. Pero ¿quién podría repetir sus palabras una a una, tal como salieron
fuertes y terribles de su boca? Ninguno de nosotros tuvo el valor de mirarlo o
de hablarle después que calló, y nos encontramos de nuevo en la calle,
pensativos y como en sueños, como hombres que volvieran de un nacimiento
divino. Por el camino, un hombre me detuvo y me preguntó temblando qué había
dicho aquel día el maestro. Yo lo miré sin verlo y seguí adelante sin pronunciar
palabra.
Fuente: El Libro Total
https://www.ellibrototal.com/ltotal/
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