Revista Nos Disparan desde el Campanario Año V … POLÍTICA La mentira como fin y La pequeña burguesía planetaria… por Giorgio Agamben

 

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Resulta cuando menos singular que no nos interroguemos sobre el hecho, no menos inesperado que inquietante, de que el papel de líder político sea asumido en nuestro tiempo cada vez más por actores: es el caso de Zelenski en Ucrania, pero lo mismo había ocurrido en Italia con Grillo (eminencia gris del Movimiento 5 Estrellas) e incluso antes en Estados Unidos con Reagan. Ciertamente, es posible ver en este fenómeno la evidencia del declive de la figura del político profesional y de la creciente influencia de los medios de comunicación y de la propaganda en todos los aspectos de la vida social; pero, en cualquier caso, es evidente que lo que está ocurriendo implica una transformación en la relación entre política y verdad sobre la que es necesario reflexionar. Que la política tenía algo que ver con la mentira es algo que, de hecho, se da por supuesto; pero esto significaba simplemente que el político, para conseguir unos objetivos que desde su punto de vista consideraba verdaderos, podía sin demasiados escrúpulos decir lo falso.

Lo que está ocurriendo ante nuestros ojos es algo diferente: ya no se utiliza la mentira para fines políticos, sino que, por el contrario, la mentira se ha convertido en sí misma en el fin de la política. Es decir, la política es pura y simplemente la articulación social de lo falso. Se comprende entonces por qué el actor es ahora necesariamente el paradigma del líder político. Según una paradoja que nos resulta familiar desde Diderot hasta Brecht, el buen actor no es, de hecho, el que se identifica apasionadamente con su papel, sino el que, manteniendo la sangre fría, lo mantiene por así decirlo a distancia. Parecerá tanto más verdadero cuanto menos disimule su mentira. El escenario teatral es, pues, el lugar de una operación sobre la verdad y la mentira, en la que lo verdadero se produce exhibiendo lo falso. El telón se levanta y se cierra precisamente para recordar a los espectadores la irrealidad de lo que están viendo.

Lo que define hoy la política —que se ha convertido, como se ha dicho efectivamente, en la forma extrema del espectáculo— es una inversión sin precedentes de la relación teatral entre verdad y mentira, que pretende producir la mentira mediante una operación particular sobre la verdad. La verdad, como hemos podido ver en los últimos tres años, no está, de hecho, oculta y, de hecho, sigue siendo fácilmente accesible a cualquiera que quiera conocerla; pero si antes —y no sólo en el teatro— la verdad se lograba mostrando y desenmascarando la falsedad (veritas patefacit se ipsam et falsum), ahora la mentira se produce mostrando y desenmascarando la verdad (de ahí la importancia decisiva del discurso sobre las fake news). Si antes lo falso era un momento en el movimiento de la verdad, ahora la verdad sólo cuenta como un momento en el movimiento de lo falso.

En esta situación, el actor se encuentra, por así decirlo, en casa, aunque, frente a la paradoja de Diderot, deba en cierto modo duplicarse. Ningún telón separa ya el escenario de la realidad, que —según un recurso que los directores modernos nos han hecho familiar, obligando a los espectadores a participar en la obra— se convierte en el teatro mismo. Si el actor Zelenski resulta tan convincente como líder político, es precisamente porque es capaz de proferir mentiras una y otra vez sin ocultar nunca la verdad, como si ésta no fuera sino una parte ineludible de su actuación.  Él —como la mayoría de los líderes de los países de la OTAN— no niega el hecho de que los rusos han conquistado y anexionado el 20 % del territorio ucraniano (que, además, ha sido abandonado por más de doce millones de sus habitantes), ni que su contraofensiva ha fracasado por completo; ni que, en una situación en la que la supervivencia de su país depende por completo de una financiación extranjera que puede cesar en cualquier momento, ni él ni Ucrania tienen ninguna posibilidad real. Decisivo para ello es que, como actor, Zelenski procede de la comedia. A diferencia del héroe trágico, que tiene que sucumbir a la realidad de unos hechos que desconocía o creía irreales, el personaje cómico hace reír porque no deja de exhibir la irrealidad y el absurdo de sus propias acciones. Sin embargo, Ucrania, antaño llamada la Pequeña Rusia, no es un escenario cómico, y la comedia de Zelenski acabará convirtiéndose en una amarga tragedia muy real.

 

 

Hoy no existen más clases sociales

 


 

 Si debiésemos pensar todavía una vez más el destino de la humanidad en términos de clase, entonces deberíamos decir que hoy no existen más clases sociales, sino una única pequeña burguesía planetaria, en la que las viejas clases se han disuelto: la pequeña burguesía ha heredado el mundo. Esta es la forma en la que la humanidad ha sobrevivido al nihilismo. Pero esto era exactamente lo que tanto el fascismo como el nazismo comprendieron, y haber visto con claridad el final irrevocable de los viejos sujetos sociales constituye también su insuperable patente de modernidad.

(Desde un punto de vista estrictamente político, fascismo y nazismo no han sido superados y vivimos aún bajo su signo). Ellos representaban, sin embargo, una pequeña burguesía nacional, todavía apegada a una postiza identidad popular, sobre la cual actuaban sueños de grandeza burguesa. La pequeña burguesía planetaria, por el contrario, se ha emancipado de estos sueños y se ha apropiado de la actitud del proletariado para renunciar a cualquier identidad social reconocible. El pequeño burgués anula todo lo que tiene entidad con el mismo gesto con el que parece obstinadamente adherirse a ello. Sólo conoce lo impropio y lo inauténtico y rechaza incluso la idea de una palabra propia. Las diferencias de lengua, de dialecto, de modos de vida, de carácter, de costumbre, y sobre todo, la particularidad física misma de cada uno, lo que constituyó la verdad y la mentira de los pueblos y de las generaciones que se han sucedido sobre la faz de la tierra, todo esto ha perdido para el pequeño burgués todo significado y toda capacidad de expresión y de comunicación. En la pequeña burguesía, las diversidades que han caracterizado la tragicomedia de la historia universal están expuestas y recogidas en una vacuidad fantasmagórica.

Pero la insensatez de la existencia individual, que esta pequeña burguesía ha heredado del subsuelo del nihilismo, se ha convertido entretanto en algo tan insensato a su vez como para perder todo pathos y transformarse, una vez ganado el aire libre, en exhibición cotidiana: nada se parece tanto a la vida de la nueva humanidad como un reportaje publicitario del cual se ha retirado toda huella del producto anunciado. La contradicción del pequeño burgués es que, sin embargo, él busca todavía en este sketch el producto que le ha defraudado, obstinándose a pesar de todo en hacer propia una identidad que se ha convertido para él, en realidad, en absolutamente impropia e insignificante. Vergüenza y arrogancia, conformismo y marginalidad restan así los extremos polares de toda su tonalidad emotiva.

El hecho es que la insensatez de su existencia se topa con la última insensatez sobre la que naufraga toda publicidad: la muerte. En ésta, el pequeño burgués se dirige a la última expropiación, a la última frustración de la individualidad: la vida desnuda, el incomunicable puro donde su vergüenza

encuentra finalmente paz. De este modo, con la muerte cubre el secreto que debe finalmente resignarse a confesar: que también la vida desnuda le es en verdad impropia y exterior, que no hay para él refugio alguno sobre la tierra. Esto significa que la pequeña burguesía planetaria es con verosimilitud la forma en la que la humanidad camina hacia la propia destrucción. Pero esto significa también que ella representa una ocasión inaudita en la historia de la humanidad, una ocasión que a toda costa no debemos dejar escapar. Pues si los hombres, en lugar de buscar todavía una identidad propia en la forma ahora impropia e insensata de la individualidad, llegasen a adherirse a esta impropiedad como tal, a hacer del propio ser-así no una identidad y una propiedad individual, sino una singularidad sin identidad, una singularidad común y absolutamente manifiesta —si los hombres pudiesen no ser así, en esta o aquella identidad biográfica particular, sino ser sólo el así, su exterioridad singular y su rostro, entonces la humanidad accedería por primera vez a una comunidad sin presupuestos y sin sujetos, a una comunicación que no conocería más lo incomunicable. Seleccionar en la nueva humanidad planetaria aquellos caracteres que permitan su supervivencia, remover el diafragma sutil que separa la mala publicidad mediática de la perfecta exterioridad que se comunica sólo a sí misma —ésta es la tarea política de nuestra generación.


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