Revista Nos Disparan desde el Campanario Año V Hannah y Martin... No hay amores banales, como tampoco hay crímenes banales… por Osvaldo Bayer
Obra de Zdzisław Beksínski
La Banalidad del Amor…
Sí. Tal cual. En vez de La banalidad
de la Maldad, como subtituló la ensayista judía Hannah Arendt su libro sobre
Eichmann, se ha estrenado una obra teatral en Alemania que lleva por título La
banalidad del amor. Y justo se refiere a la relación entre la misma Hannah
Arendt con el filósofo alemán Martín Heidegger, quien en 1933 se afilió al
partido nazi. Una relación que nadie –la mayoría– ha podido entender todavía.
La autora de la obra de teatro también es judía, se llama Savyon Liebrecht y
trata de interpretar en la obra de ficción esa relación entre dos personas tan
distintas en sus ideologías. La obra se ha estrenado con un gran éxito de
público. No es para menos.
Antes de morir, Hannah Arendt
declaró: “Me siento elevada hasta hoy por Heidegger como ser pensante y como
mujer”. Sí, una escritora que describió como pocos la miseria absoluta de
pensamiento del nazismo.
El comienzo de esa relación fue la
del profesor con la alumna. Heidegger era ya, a los 35 años, en 1924, un
profesor de filosofía cuyos libros habían comenzado a trascender en todo el
mundo. Ella, de 17 años, era su alumna. Profesor y alumna pasaron muchas horas
muy enamorados en una cabaña no muy lejana de la casa de Heidegger, quien era
casado con dos hijos. La relación amorosa fue muy intensa entre 1924 y 1926,
hasta que después ella se fue a estudiar a otra universidad. En 1929 Hannah se
casó con el escritor Günther Anders. En 1933 ella comienza a hacer una labor
muy intensa en defensa de los judíos alemanes y Heidegger se afilia al partido
nazi y es elegido rector de la Universidad Albert-Ludwig.
La pregunta es: cómo un hombre de
estudios y pensamientos tan profundos como Heidegger pudo apartarse tan
profundamente de la ética. Nunca pidió disculpas a la humanidad por haber
apoyado en ese momento a un régimen absolutamente racista y totalitario. Tal
vez al quedar al desnudo su equivocación o su oportunismo podría haber
declarado: sí, yo tal vez fui un genio pero no fui un sabio. Me dejé llevar por
los entusiasmos (tal vez la mejor palabra sería oportunismo) de ese entonces
pero no supe jugarme por los principios éticos que tienen que ser
irrenunciables en todo momento, aunque sea ante el peligro de muerte, de
cárcel, de pérdida de posición y más cuando se es un docente famoso. No, nunca
se sintió culpable de nada.
Hannah Arendt fue presa por la
Gestapo en 1933. En 1937 le fue quitada la ciudadanía alemana y finalmente
emigró, primero a Francia y desde 1941 vivirá en Estados Unidos. Allí dedicó
sus mejores horas a luchar contra el Holocausto y formó parte de la
Reconstrucción Cultural Judía. Terminada la guerra, en 1950, Hannah volvió a
visitar a Heidegger y mantuvo una nutrida correspondencia con él hasta que
Heidegger murió en 1976. Además se preocupó para que los últimos libros de
Heidegger se editaran en Estados Unidos y que las traducciones sean excelentes.
Pero claro, el tema no es sólo
Heidegger, sino también Hannah Arendt. Ella, que vivió en carne propia toda la
injusticia nazi y su total irracionalidad. Ella que asistió al juicio de
Eichmann y supo describir en su libro toda la trivialidad de un asesino de
masas, un autor de crímenes de lesa humanidad, pero al mismo tiempo un
representante típico de un sistema al que adhirió su amado Heidegger. Cómo nos
puede explicar ella que, después de la caída del nazismo, fue a visitarlo y no
le pidió que reconociera públicamente haberse equivocado. No, sigue su amistad.
Hanna Arendt se conforma tal vez con la única defensa de sí mismo que ensaya
Heidegger: “Hitler me engañó, me traicionó”. Un hombre de la inteligencia de
Heidegger no puede dejarse engañar por un demagogo que ya en los años ’20 basó
su marcha hacia el poder con su injustificable racismo. Hannah Arendt escribirá
muchos años después, buscando una interpretación, tal vez de Heidegger o tal
vez de ella misma, lo siguiente: “Nosotros,
que queremos honrar a los pensadores, y aunque nuestro lugar de residencia se
encuentre en el centro del mundo, no podemos dejar de sentir como llamativo y
al mismo tiempo enojoso que tanto Platón como Heidegger – cuando se referían a
situaciones humanas – buscaran refugio en tiranos y ‘Führer’.” A esa pasión
ella la llamó deformation profesionelle. Y añade: “Esa inclinación hacia lo tiránico teóricamente puede adjudicarles a
casi todos los grandes pensadores (Kant sería una gran excepción)”. Citándolo
a Heidegger continúa: “Muy pocos tenían
la capacidad de asombrarse ante la sencillez... tomar ese asombro como lugar
habitable... en estos pocos es últimamente igual hacia dónde nos llevan las
tormentas del siglo. Porque el huracán que atraviesa el pensamiento de
Heidegger – como aquel que todavía nos roza desde la voz de Platón – no tiene
nada que ver con el siglo. Proviene de lo más antiguo y deja algo concluso que,
como todo lo concluso, atañe al pasado”.
Palabras... Para justificar a quien
tal vez seguía siendo, en lo más recóndito, su amor de adolescente. O para
justificarse a sí misma. Por qué para un apenas lacayo de cuarta como Eichmann,
la pena de la horca, y a Heidegger, la comprensión dentro de la crítica
rebuscadamente filosófica. Para Eichmann, el ejecutor, nada más que la soga al
cuello. Para Heidegger – que dio el ejemplo en 1933 de afiliarse al partido
nazi y así influenciar a sus miles de alumnos y de lectores en su tierra y en
el mundo entero –, a él nada más que explicar todo como “una deformación profesional”. ¿Es banal el amor o son banales los
que justifican todo a través del amor? Una pregunta difícil de contestar. Ni el
amor es banal ni la maldad es banal, aunque muchos se comportan en forma banal
con expresiones profundas. (Esto no implica ninguna crítica a los títulos de la
obra de Hannah Arendt ni a la obra teatral de Savyon Liebrecht, al contrario,
son títulos mordaces que hacen pensar.)
Hannah Arendt escribirá en 1949 que
para ella los dos más grandes filósofos de su época fueron Heidegger y Jaspers.
La pregunta es: ¿a la humanidad y al propio Heidegger les sirvió de algo en la
vida ser “grande”, cuando se falta tan profundamente a la ética?
Pero en esa misma Alemania se
demuestra lo que es la verdadera conducta ética. El 15 de enero concurrieron
más de setenta mil personas (cálculo del diario principal de Berlín,
Tagespiegel) a llevar claveles rojos a la tumba de Rosa Luxemburgo, a 89 años
de su cobarde asesinato por militares en Berlín. Se repite así un homenaje que
se cumple todos los años. No hay figura que se recuerde así, en ninguna parte
del mundo. Ni grandes pensadores, ni héroes históricos, ni políticos. Es un
increíble ejemplo de respeto, recuerdo y admiración por la obra y la ética de
esa mujer. Sus profundos escritos acerca de cómo el mundo debía luchar por un
sistema definitivo que trajera la paz eterna y terminara con las injusticias
sociales deberían ser lectura en todos los últimos años de los colegios
secundarios y de las universidades, y tema preferido en centros culturales. Fue
pacifista y por su lucha estuvo presa en las cárceles del Kaiser casi los
cuatro años de la Primera Guerra Mundial. Fue en ese tiempo fundadora del Grupo
Internacional Antimilitarista. Propuso siempre la solidaridad internacional de
los trabajadores y por eso sostenía que ningún trabajador alemán debía apretar
el gatillo contra un trabajador francés o de cualquier otra nación. Cuando,
pese a su lucha, se declaró la guerra, dijo: “Cuando escuché la noticia, pensé en suicidarme. Me di cuenta de que
había vencido el oportunismo”. Ese oportunismo e irracionalidad que costó
la muerte de miles de jóvenes. Rosa estaba contra la violencia y señalaba que
el arma fundamental para la revolución obrera debía ser la huelga general. Fue
una luchadora contra la pena de muerte. Y defendía la Libertad como un
fundamento absoluto de la sociedad. Su frase que más trascendió en la historia
fue: “Libertad es siempre la Libertad del que piensa distinto”. Durante la
revolución alemana, el 15 de enero de 1919, fue detenida en el hotel Eden, y en
la puerta misma el suboficial Runge le dará un culatazo en la cabeza y luego
será asesinada por el teniente Souchon, que le pegó un tiro en la sien.
Terminaba así esa cabeza que tantos principios profundos enseñaron a la humanidad.
En el recordatorio, ante su tumba, se
vieron a jóvenes y viejos con lágrimas en los ojos. Su tumba quedó cubierta
totalmente por claveles rojos que llevaron cada uno de los asistentes. Un
diario tituló el acto así: “El día en que
faltaron claveles rojos en Berlín”. Y se escucharon las viejas canciones
obreras de siglos pasados.
Un ejemplo. Es curioso: los héroes de
la sociedad en sus monumentos no son recordados, amén de algún acto oficial
cada cincuentenario de su muerte. Pero a Rosa Luxemburgo la recuerdan como a
nadie, año tras año, después del espantoso y cobarde crimen.
Que tengan esto en cuenta todos
aquellos que aman el poder por el poder mismo. La historia va filtrando y sólo
quedan aquellos que dieron sus vidas por esa palabra con la que comenzamos: la Ética,
que es siempre el no rotundo a la muerte y el firme sí a la Vida.
No hay amores banales, como tampoco
hay crímenes banales.
Fuente:
http://www.sinpermiso.info/textos/la-banalidad-del-amor
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