Revista Nos Disparan desde el Campanario Año V Para la sociedad moderna los pobres son parte del pasivo… por Zygmunt Bauman
Gráfica: Haciendo amigos
Autor: George Henry Boughton
Fuente: https://www.oldbookillustrations.com/illustrations/making-friends/
Artículo del sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman, publicado por primera
vez en su libro " Work, consumerism and the new poor."
Hasta ahora, toda sociedad conocida
ha tenido pobres. Y —permítaseme repetirlo — no es cosa de extrañarse: la
imposición de cualquier modelo de orden es un acto discriminatorio y
descalificador, que condena a ciertos fragmentos de la sociedad a la condición
de inadaptados o disfuncionales, ya que elevar un modo de ser cualquiera al
estatus de norma implica, al mismo tiempo, que otras formas quedan,
automáticamente, por debajo del nivel adecuado y pasan a ser «anormales». Los
pobres, desde siempre, fueron y son el paradigma y prototipo de todo lo
«inadaptado» y «anormal».
Cada sociedad adoptó y adopta, hacia
sus pobres, una actitud ambivalente que le es característica: una mezcla
incómoda de temor y repulsión, por un lado; y misericordia y compasión, por el
otro. Todos estos ingredientes resultan igualmente indispensables. Los primeros
permiten tratar a los pobres con la dureza necesaria para garantizar la defensa
del orden; los segundos destacan el lamentable destino de quienes caen por
debajo del estándar establecido, y sirven para empalidecer o hacer parecer insignificantes
las penurias padecidas por quienes se esfuerzan en cumplir con las normas. De
este modo, oblicuo e indirecto, se les encontró siempre a los pobres, a pesar
de todo, una función útil en la defensa y la reproducción del orden social y en
el esfuerzo por preservar la obediencia de la norma. Sin embargo, de acuerdo
con el modelo de orden y de norma que tuviera, cada sociedad moldeó a sus
pobres a su propia imagen, explicó su presencia de forma diferente y les dio
una diferente función, adoptando estrategias distintas frente al problema de la
pobreza.
La Europa premoderna estuvo más cerca
que su sucesora en el intento de hallar una función importante para sus pobres.
Estos, al igual que todas las personas y las cosas en la Europa cristiana
premoderna, eran hijos de Dios y constituían un eslabón indispensable en la
«divina cadena del ser»; como parte de la creación divina —y como el resto del
mundo antes de su desacralización por la moderna sociedad racionalista— estaban
saturados de significado y propósito divinos. Sufrían, es cierto; pero su dolor
encarnaba el arrepentimiento colectivo por el pecado original y garantizaba su
redención. Quedaba en manos de los más afortunados la tarea de socorrer y
aliviar a quienes sufrían y, de este modo, practicar la caridad y obtener —
ellos también— su parte de salvación. La presencia de los pobres era, por lo
tanto, un regalo de Dios para todos los demás: una oportunidad para practicar
el sacrificio, para vivir una vida virtuosa, arrepentirse de los pecados y ganar
la bendición celestial. Se podría decir que una sociedad que buscara el sentido
de la vida en la vida después de la muerte habría necesitado, de no contar con
los pobres, inventar otro camino para la salvación personal de los más
acomodados.
Así eran las cosas en el mundo
premoderno, «desencantado», donde nada de lo existente gozaba el derecho de ser
por el solo hecho de estar allí, y donde todo lo que era debía demostrar su
derecho a la existencia con pruebas legítimas y razonables. Más importante resulta
que, a diferencia de aquella Europa premoderna, el nuevo mundo feliz de la
modernidad fijó sus propias reglas y no dio nada por sentado, sometiendo todo
lo existente al análisis incisivo de la razón, sin reconocer límites a su
propia autoridad y, sobre todo, rechazando «el poder de los muertos sobre los
vivos», la autoridad de la tradición, de la sabiduría tradicional y las
costumbres heredadas. Los proyectos de orden y de norma reemplazaron la visión
de una cadena divina del ser. A diferencia de aquella visión, el orden y la
norma fueron creaciones humanas, proyectos que debían ser implementados
mediante la acción humana: cosas por hacer, no realidades creadas por Dios que
deben ser acatadas. Si la realidad heredada ya no se adecuaba al orden
proyectado por los nuevos hombres, mucho peor para aquella realidad.
Así fue como la presencia de los
pobres se transformó en un problema (un «problema» es algo que causa
incomodidad y provoca la necesidad de ser resuelto, remediado o eliminado). Los
pobres representaron, desde entonces, una amenaza y un obstáculo para el orden;
además, desafiaron la norma.
Y fueron doblemente peligrosos: si su
pobreza ya no era una decisión de la Providencia, ya no tenían razones para
aceptarla con humildad y gratitud. Por el contrario, encontraron todo tipo de
razones para quejarse y rebelarse contra los más afortunados, a los cuales
empezaron a culpar por sus privaciones. La antigua ética de la caridad
cristiana pareció ya una carga intolerable, una sangría para la riqueza de la
nación. El deber de compartir la buena suerte propia con quienes no lograban
los favores de la fortuna había sido, en otro tiempo, una sensata inversión
para la vida después de la muerte, pero ya «no resistía el menor razonamiento»;
sobre todo, el razonamiento de una vida de negocios, aquí y ahora, bien sobre
la tierra.
Se agregó, muy pronto, una nueva
amenaza: los pobres que aceptaban mansamente su desgracia como decisión divina
y no hacían esfuerzo alguno por liberarse de la miseria eran también inmunes a
las tentaciones del trabajo en las fábricas y se rehusaban a vender su mano de
obra una vez satisfechas las escasas necesidades que consideraban, por
costumbre milenaria, «naturales». La permanente escasez de fuerza de trabajo
fue obsesión durante las primeras décadas de la sociedad industrial.
Los pobres, incomprensiblemente
satisfechos y resignados a su suerte, fueron la pesadilla de los nuevos
empresarios industriales: inmunes al incentivo de un salario regular, no
encontraban razón para seguir sufriendo largas horas de trabajo una vez
conseguido el pan necesario para pasar el día. Se formó un círculo vicioso: los
pobres que objetaban su miseria generaban rebelión o revolución; los pobres
resignados a su suerte frenaban el progreso de la empresa industrial. Forzarlos
al trabajo interminable en los talleres parecía una forma milagrosa de romper
el círculo.
Así, los pobres de la era industrial
quedaron redefínidos como el ejército de reserva de las fábricas. El empleo
regular, el que ya no dejaba lugar para la malicia, pasó a ser la norma; y la
pobreza quedó identificada con el desempleo, fue una violación a la norma, una
forma de vida al margen de la normalidad. En tales circunstancias, la receta
para curar la pobreza y cortar de raíz las amenazas a la prosperidad fue
inducir a los pobres —obligarlos, en caso necesario— a aceptar su destino de
obreros. El medio más obvio para conseguirlo fue, desde luego, privarlos de
cualquier otra fuente de sustento: o aceptaban las condiciones ofrecidas, sin
fijarse en lo repulsivas que fueran, o renunciaba a toda ayuda por parte de los
demás. En esa situación «sin alternativa», la prédica del deber ético habría
sido superflua; la necesidad de llevar a los pobres a la fábrica no necesitaba
de impulsos morales. Y, sin embargo, la ética del trabajo siguió siendo
considerada casi universalmente como el remedio eficaz e indispensable frente a
la triple amenaza de la pobreza, la escasez de mano de obra y la revolución. Se
esperaba que actuara como cobertura para ocultar la falta de sabor de la torta
ofrecida. La elevación de la pesada rutina del trabajo a la noble categoría de
deber moral tendría que endulzar los ánimos de quienes quedaran sometidos a
ella, al mismo tiempo que calmar la conciencia moral de quienes los sometían.
La opción por la ética del trabajo se vio notablemente facilitada —y hasta
llegó a resultar natural— por el hecho de que las clases medias de la época ya
se habían convertido a ella y juzgaban su propia vida a la luz de esa ética.
La opinión ilustrada del momento se
encontraba dividida. Pero, en lo que se refería a la ética del trabajo, no
había desacuerdo entre quienes veían a los pobres como bestias salvajes y
obstinadas que era preciso domar, y aquellos cuyo pensamiento se guiaba por la
ética, la conciencia y la compasión. Por un lado, John Locke concibió un
programa integral para erradicar la «pereza» y el «libertinaje» a que los
pobres se entregaban, recluyendo a sus hijos en escuelas para indigentes que
los formaran en el trabajo regular y a los padres en asilos para pobres cuya
severa disciplina, un sustento mínimo, el trabajo forzado y los castigos
corporales fueran la regla. Por el otro, Josiah Child, que lamentaba el destino
«triste, desgraciado, impotente, inútil y plagado de enfermedades» de los pobres,
entendía —tanto como Locke— que «poner a trabajar a los pobres» era «un deber
del hombre hacia Dios y la Naturaleza ».
En un sentido indirecto, la
concepción del trabajo como «deber del hombre hacia Dios» venía a bendecir la
perpetuación de la pobreza. La opinión compartida era que, puesto que los
pobres se arreglaban con poco y se negaban a esforzarse para conseguir más, los
salarios debían mantenerse en un nivel de subsistencia mínima; sólo así, cuando
tuvieran empleo, los pobres se verían igualmente obligados a vivir al día y a
estar siempre ocupados para poder sobrevivir. Como dice Arthur Young, «todos,
salvo los idiotas, saben que se debe mantener pobres a las clases bajas; si no,
jamás trabajarán». Los expertos economistas de la época se apresuraron a
calcular que, cuando los salarios son bajos, «los pobres trabajan más y
realmente viven mejor» que si reciben salarios más altos, puesto que entonces
se entregan al ocio y los disturbios.
Jeremy Bentham, el gran reformador
que resumió la sabiduría de los tiempos modernos mejor que cualquier otro
pensador de su tiempo (su proyecto fue elogiado en forma casi unánime por la
opinión ilustrada como «eminentemente racional y luminoso»), avanzó un paso
más. Concluyó que los incentivos económicos de cualquier tipo no eran fiables
para obtener los efectos deseados; la coacción pura, en cambio, resultaría más
efectiva que cualquier apelación a la inteligencia —por cierto inconstante y
hasta inexistente— de los pobres. Propuso la construcción de 500 hogares, cada uno
de los cuales albergaría a dos mil de los pobres que representaran «una carga
más pesada» para la sociedad, manteniéndolos allí bajo la vigilancia constante
y la autoridad absoluta e indiscutida de un alcaide: Según este esquema, «los
despojos, la escoria de la humanidad», los adultos y los niños sin medios de
sustento, los mendigos, las madres solteras, los aprendices rebeldes y otras
gentes de su calaña debían ser detenidos y llevados por la fuerza a esos
hogares de trabajo forzado administrados en forma privada, donde «la escoria se
transformaría en metal de buena ley». A sus escasos críticos liberales, Bentham
respondió airado: «Se objeta la violación de la libertad; se pide, en cambio,
la libertad de actuar contra la sociedad». Entendía que los pobres, por el solo
hecho de serlo, habían demostrado no tener más capacidad para ejercer su
libertad que los niños revoltosos. No estaban en condiciones de dirigir su
propia vida; había que hacerlo por ellos.
Corrió mucha agua bajo los puentes
desde que gente como Locke, Young o Bentham, con el ardor desafiante de quienes
exploran tierras nuevas y vírgenes, proclamaran esas ideas que, con el tiempo,
se afirmarían como una opinión moderna y universalmente aceptada sobre los
pobres. Sin embargo, pocos se atreverían a sostener hoy esos principios con
arrogancia y franqueza similares; si lo hicieran, sólo provocarían indignación.
Pero buena parte de esa filosofía ha vuelto a ser, en gran medida, la base de
políticas oficiales frente a quienes, por una u otra razón, no son capaces de
llegar a fin de mes y de ganarse la vida sin ayuda pública. Hoy resuena el eco
de aquellos pensadores en cada campaña contra los «parásitos», los «tramposos»
o los «dependientes de subsidios de desempleo», y en cada advertencia, repetida
una y otra vez, de que pedir aumentos salariales es poner en riesgo «la fuente
de trabajo». Donde el impacto de aquella filosofía vuelve a sentirse con mayor
fuerza es en la reiterada afirmación —a pesar de las irrefutables pruebas en su
contra— de que negarse a «trabajar para vivir» es hoy, como lo fue antes, la
causa principal de la pobreza, y que el único remedio contra ella es reinsertar
a los desocupados en el mercado laboral. En el folclore de las políticas
oficiales, sólo como una mercancía podría la fuerza de trabajo reclamar su
derecho a medios de supervivencia que están igualmente mercantilizados.
Se crea, de este modo, la sensación
de que los pobres conservan la misma función que tuvieron en los primeros
tiempos de la era industrial: la de reserva de mano de obra. Al reconocerles
este papel, se echa un manto de sospecha sobre la honestidad de quienes quedan
fuera del «servicio activo», y se señala claramente la forma de «llamarlos al
orden» y restaurar, así, el orden de las cosas, roto por quienes eluden el
trabajo. Pero, en nuestros días, la filosofía que intentó capturar y articular
las realidades emergentes de la era industrial ya dejó de funcionar, anulada
por las nuevas realidades de estos tiempos. Después de haber servido alguna vez
como eficaz agente para instaurar el orden, aquella filosofía se convirtió
lenta pero inexorablemente en una espesa cortina que oscurece todo lo nuevo e
imprevisible que aparece en los actuales padecimientos de los pobres. La ética
del trabajo, que los reduce al papel de ejército de reserva de mano de obra,
nació como una revelación; pero vive este último período como un verdadero
encubrimiento.
En el pasado tenía sentido —tanto en
lo político como en lo económico— educar a los pobres para convertirlos en los
obreros del mañana. Esa educación para la vida productiva lubricaba los
engranajes de una economía basada en la industria y cumplía la función de
«integrarlos socialmente», es decir, de mantenerlos dentro del orden y la
norma. Esto ha dejado de ser cierto en nuestra sociedad «posmoderna» y, ante
todo, de consumo. La economía actual no necesita una fuerza laboral masiva:
aprendió lo suficiente como para aumentar no sólo su rentablilidad sino también
el volumen de su producción, reduciendo al mismo tiempo la mano de obra y los
costos. Al mismo tiempo, la obediencia a la norma y la «disciplina social»
queda asegurada por la seducción de los bienes de consumo más que por la
coerción del Estado y las instituciones panópticas. Tanto en lo económico como
en lo político, la comunidad de los consumidores posmodernos vive y prospera
sin que el grueso de sus miembros esté obligado a cargar con la cruz de pesadas
jornadas industriales. En la práctica, los pobres dejaron de ser su ejército de
reserva, y las invocaciones a la ética del trabajo suenan cada vez más huecas y
alejadas de la realidad.
Los integrantes de la sociedad
contemporánea son, ante todo, consumidores; sólo de forma parcial y secundaria
son también productores. Para ajustarse a la norma social, para ser un miembro
consumado de la sociedad, es preciso responder con velocidad y sabiduría a las
tentaciones del mercado de consumo: es necesario contribuir a la «demanda que
agotará la oferta» y, en épocas de crisis económicas, ser parte de la
«reactivación impulsada por el consumidor». Los pobres que carecen de un
ingreso aceptable, que no tienen tarjetas de crédito ni la perspectiva de
mejorar su situación, quedan al margen. En consecuencia, la norma que violan
los pobres de hoy, la norma cuyo quebrantamiento los hace «anormales», es la
que obliga a estar capacitado para consumir, no la que impone tener un empleo.
En la actualidad, los pobres son ante todo «no consumidores», ya no
«desempleados». Se los define, en primer lugar, como consumidores expulsados
del mercado, puesto que el deber social más importante que no cumplen es el de
ser compradores activos y eficaces de los bienes y servicios que el mercado les
ofrece. Indudablemente, en el libro de balances de la sociedad de consumo, los
pobres son parte del pasivo; en modo alguno podrían ser registrados en la
columna de los activos presentes o futuros.
De ahí que, por primera vez en la
historia, los pobres resultan, lisa y llanamente, una preocupación y una
molestia. Carecen de méritos capaces de aliviar —menos aún, de contrarrestar—
su defecto esencial. No tienen nada que ofrecer a cambio del desembolso
realizado por los contribuyentes. Son una mala inversión, que muy probablemente
jamás será devuelta, ni dará ganancias; un agujero negro que absorbe todo lo
que se le acerque y no devuelve nada a cambio, salvo, quizás, problemas. Los
miembros normales y honorables de la sociedad —los consumidores— no quieren ni
esperan nada de ellos. Son totalmente inútiles. Nadie —nadie que realmente
importe, que pueda hablar y hacerse oír— los necesita. Para ellos, tolerancia
cero. La sociedad estaría mucho mejor si los pobres desaparecieran de la
escena. ¡El mundo sería tan agradable sin ellos! No necesitamos a los pobres;
por eso, no los queremos. Se los puede abandonar a su destino sin el menor
remordimiento.
Fuente Bloghemia
Link de Origen:
https://www.bloghemia.com/2024/03/trabajo-consumismo-y-nuevos-pobres-por.html
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