Gráfica:
https://www.tizaylapiz.com/2015/04/7-pecados-capitales.html
Los siete pecados capitales se
definen por su oposición a una virtud: soberbia versus humildad; avaricia (no
acaparar para gastar, sino para tener) versus generosidad; envidia versus
caridad; /odio versus bondad; lujuria versus castidad; gula versus templanza;
pereza versus diligencia. El contraste entre los siete pecados y el decálogo es
evidente: de la prohibición legal de actos externos precisamente definidos
(asesinato, robo, adoración de falsos dioses, etcétera) pasamos a
lasactitudes internas que provocan ese mal. Esto explica la estructura de
los siete pecados: primero, los tres pecados del ego en relación consigo
mismo, como su falta o incapacidad para el autocontrol, su explosión inmoderada
y excesiva (lujuria, gula, ira); luego, los tres pecados del egoen relación con
su objeto de deseo, es decir, la interiorización reflexiva de los tres primeros
pecados (orgullo de hacerse con ello, avaricia de acapararlo, envidia hacia
quienes lo tienen; en simetría con la lujuria de consumirlo, la gula para
engullirlo, la ira ante el otro, que lo posee). Por último, la pereza como
nivel cero, como afirmación del abismo que nos separa del objeto de deseo, que,
según Agamben (véanse sus Estancias), vuelve a estar estructurado en tres: la
tristeza melancólica de no poseerlo, la acedía o desesperación de no poder
conservarlo y la pereza como indiferencia hacia quienes lo tienen («demasiado
abúlico como para preocuparse o incluso para sentir envidia»; como una actitud
ética: «Sé cuál es mi deber, pero soy incapaz de obligarme a cumplirlo, me da
igual»). ¿Hemos de concluir que hay pecados capitales?
Por otro lado, ¿no es posible oponer
los primeros siete pecados en el eje del yo y el otro? La frugalidad es lo
opuesto de la envidia (el deseo de tenerlo versus la envidia del otro, que
supuestamente lo tiene), la soberbia (del propio yo) es lo opuesto a la ira
(hacia el otro), y la lujuria (experimentada por el yo) es lo opuesto a la gula
(el insaciable anhelo del objeto). Y los tres aspectos de la pereza también se pueden
desplegar en este eje: la acedía no es ni frugalidad ni envidia por la posesión
del bien; la melancolía no es ni lujuria masoquista autoindulgente ni anhelo
insatisfecho; y, por último, la pereza no es lujuria ni gula, sino
indiferencia. La frugalidad no es la mera pereza (anti)capitalista, sino una
desesperada «enfermedad hacia la muerte», la actitud que consiste en conocer
nuestro deber eterno y, sin embargo, evitarlo; la acedía es la tristitia
mortifera, no una simple pereza, sino una resignación desesperada: quiero el
objeto, no la forma de llegar hasta él, por lo que renuncio al abismo entre el
deseo y el objeto. En este preciso sentido, la acedía es lo opuesto a la
diligencia. Lo que la acedía revela es, en última instancia, el deseo y su objeto;
la acedía no es ética en el sentido lacaniano de comprometer el deseo, céder sur son désir.
Incluso tenemos la tentación de
historizar el último pecado: antes de la modernidad, fue la melancolía (que se
resistía a la búsqueda del bien); con el capitalismo, se reinterpretó como
pereza (que se resistía al trabajo ético); hoy, en nuestra sociedad pos-, es la
depresión (que se resiste al disfrute de la vida, a ser felices a través del
consumo). Una película japonesa en blanco y negro de principios de la década de
1960, ambientada en la Segunda Guerra Mundial —por razones traumáticas he
olvidado su título, pero no es El paciente japonés— cuenta la historia de un
soldado que se recupera en un hospital después de haber perdido sus dos manos
en combate. Anhelando desesperadamente algún tipo de placer sexual, pide a una
enfermera amable que lo masturbe (no puede hacerlo él mismo al no tener manos).
La enfermera accede y, compadeciéndose de él, al día siguiente entra en su cama
y mantienen una relación sexual completa. Cuando al día siguiente lo visita
descubre su cama vacía y le dicen que la noche anterior el soldado se suicidó
arrojándose por la ventana: el placer inesperado fue demasiado para él… Aquí
nos enfrentamos a un dilema ético simple: ¿habría sido mejor que la enfermera
no hiciera el amor con el soldado, de modo que este probablemente habría
sobrevivido (para vivir una existencia miserable) o hizo lo correcto, aunque
esto condujera al suicidio del soldado (obtener el placer total de manera
fugaz, mientras era consciente de que no podía durar, ya que pronto se vería
privado de ello y para siempre, fue demasiado para él)? La expresión lacaniana
«no comprometas tu deseo» impone definitivamente la segunda opción como la
única opción ética.
Fuente: Bloghemia
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