Entre las ideas, o palabras talismán,
de las que es bueno y justo despedirse, hay algunas que se han vuelto patéticas
('derechos', 'pueblo', 'refundación', por ejemplo), que merecen la sonrisa
reservada a las cosas viejas de pésimo gusto, botín de chamarileros y del
Partido Democrático (PD). Pero hay otras, entre las palabras talismán, tenaces
como la mala hierba, pomposas y petulantes, capaces de obstaculizar durante
mucho tiempo la reanudación de la lucha de clases en el seno de un capitalismo
que ha barrido los talleres de Ford y Taylor. En este segundo grupo de
conceptos no sólo vacuos, sino también nocivos, destaca el de
"izquierda".
Herencia de la Revolución Francesa,
la noción de izquierda se ajusta a la plebe, no al trabajo asalariado; se
refiere a los excluidos y a los parias, no a los obreros de las fábricas. La
alineación política, pero también y sobre todo sentimental, denominada
"izquierda" se ha batido siempre por el "desarrollo de las
fuerzas productivas", ignorando con ánimo sereno la guerra civil latente
que anida en el seno de ese desarrollo (basta pensar en el mors tua vita
mea a cuenta de las horas extraordinarias y los ritmos de trabajo). Ha
invocado, la cultura de la izquierda, la "unidad nacional" y el
respeto a las prerrogativas del Estado soberano, aunque esa unidad no haya
excluido el voto a favor de la guerra mundial (voto concedido en 1914 por todas
las socialdemocracias europeas) y ese respeto puede implicar el asentimiento a
leyes especiales y cárceles de máxima seguridad (como ocurrió en los años del
"compromiso histórico").
La necesidad de abandonar sin
vacilaciones el territorio desolado marcado en los mapas con el nombre de
izquierda se advierte echando la vista atrás, a los años 70 del siglo pasado.
Fueron los años en los que tuvo lugar el primer y único intento de revolución
comunista en el seno del capitalismo maduro. Ni rastro de lucha contra el
atraso; ninguna "cuestión campesina" que dirimir luchando contra el
hambre y la pelagra; rápido abandono del empalagoso amor por los últimos y los
marginados, tan querido por los primeros y los bien conectados (todos de
izquierdas, of course). El catálogo era el siguiente: ralentizar los
ritmos de producción, reducir al frenesí a quienes se arrogaban el derecho de
fijarlo, segar las horas extraordinarias, arrancar aumentos iguales del salario
base para todos, arrinconar a la dirección de las empresas, discernir en todas
las articulaciones de la vida asociada (escuelas, transportes, aparatos de
comunicación, organización de los lugares de residencia, etc.) dos intereses
opuestos entre los que un compromiso es tan probable como la conversión de los
gorriones a la castidad. Ninguna de las voces de este catálogo goza de la
simpatía del progresismo encaprichado con los derechos civiles; todas, de
hecho, suscitan su repugnancia.
Mal visto por la izquierda fue
entonces el muy descortés poder obrero que se había afirmado en el interior de
los talleres y luego también en la esfera pública metropolitana. Mientras los
reformadores contagiados por Pasolini execraban las "necesidades
inducidas" por la sociedad de consumo en los lugareños hasta entonces
entregados a una admirable sobriedad, los obreros de las fábricas, deseosos de
consumir rápidamente los bienes de este mundo, hacían todo lo posible (un
posible convertido en tal, es decir, es decir posible sólo por el hecho de que
a menudo era ilegal) para sacudirse esa horrible necesidad inducida que es el
trabajo asalariado. Para nada de izquierdas, el deseo de disfrutar hasta el
fondo del propio aquí y del propio ahora remitía, si acaso, a un razonable
significado de la palabrita "comunismo".
El éxodo de ese lugar insalubre donde
se oficia el culto al progreso, comenzado en el curso de los años 70 gracias al
intento de revolución comunista entonces escenificado, es ahora un hecho
consumado, una realidad empírica de enorme relieve, a pesar del clamoroso
fracaso de esa revolución. La multitud que produce con el lenguaje y
con jirones de saber, para la que no existe una frontera fiable entre tiempo de
trabajo y tiempo de vida, ha metabolizado una ruptura irreversible con la
izquierda, con su claudicante doctrina y su praxis tan benéfica como un gas
urticante. Nada que ver con la adoración del Estado, la exaltación del pleno
empleo, la idea de ciudadanía de la que el progresismo reformador ha hecho
ostentación a modo de carné de identidad a lo largo de todo un siglo.
Tres me parecen los principios
constitucionales que podrían inspirar, hoy más que nunca, una práctica política
alejada de la izquierda, pero sin lugar a dudas comunista (comunistas, y por
tanto, no de izquierdas: he aquí una inferencia irrefutable, siempre a tener en
cuenta). El primer principio es la plena actualidad de la abolición del trabajo
asalariado. Escribe Marx que no hay que liberarlo, puesto que en todos los
países modernos ya es libre, sino abolirlo como una desgracia intolerable.
Además de constituir desde el principio una calamidad, el trabajo asalariado se
ha convertido en las últimas décadas en un coste social excesivo. Hay algo de
superfluo, incluso de parasitario, en el rendimiento bajo patrón cuando el
pensamiento y el lenguaje se muestran como el recurso público, es decir, el
bien común, que más contribuye a satisfacer necesidades y deseos. Para quien
tenga necesidad de frasecitas marxianas: hay algo parasitario en el trabajo
asalariado cuando el proceso de reproducción de la vida se confía al general
intellect, al intelecto general de una multitud.
El segundo principio constitucional
que sanciona la definitiva despedida de los defensores de los derechos de
ciudadanía es la destrucción de la soberanía del Estado. A condición de que
adoptemos al menos por un momento la definición de esta última propuesta por un
jurista nazi, vejada sin freno por los filósofos de izquierda desde hace
treinta años. Según Carl Schmitt, la soberanía del Estado consiste enteramente
en el "monopolio de la decisión política". Pues bien, escapan de la
jaulita del reformismo progresista quienes, lejos de proyectar su transferencia
a un sujeto social distinto, pretenden socavar y extinguir tal monopolio.
Rehuyendo la "toma del poder", el antimonopolismo de los muy jóvenes
y de los declinantes que detestan el socialismo por comunistas se vale de todo
tipo de tácticas: cautelosos compromisos e invención de instituciones
acreditadas precisamente por ilegales, secesión y participación. La palabra
clave a la que se recurrirá después de la era del reformismo estatal, es decir,
del éxodo, indica ante todo el muy variopinto conjunto de decisiones políticas
que permiten dejar atrás el Egipto en el que prevalece el monopolio de la toma
de decisiones políticas.
El tercer principio de una política
que ya no es de izquierdas estriba en la meticulosa apreciación de todo lo que
hay de único e irrepetible en la existencia de cada miembro de nuestra especie.
Se podría decir que se saborea, en nuestra época, la posibilidad de un
individualismo por fin no caricaturizado. De un individualismo, por tanto, en
el que la singularidad del individuo es el resultado complejo de la relación
con lo que es máximamente común, compartido, impersonal. El pronombre
"yo" desciende del infame y sin embargo muy digno "se" (se
habla, se juega, se ama, etc.). A esta descendencia ha aludido Marx con el
sintagma 'individuo social'. Es la trama colectiva de la experiencia
("social") la que finalmente alumbra una incomparable variación
("individual").
Estos principios constitucionales, lejos
de apuntar a un melancólico sol del porvenir, forman parte de nuestra
experiencia inmediata. Definen el lugar de la posible lucha anticapitalista, lo
circunscriben y la amueblan, substrayéndola con serena resolución a esa
historia de un loco contada por un borracho en que se ha convertido la
izquierda política y cultural de los últimos años.
Paolo Virno Filósofo
y semiólogo napolitano, fue militante de Potere Operaio en los años 70. Encarcelado
en 1979, acusado de pertenencia a las Brigadas Rojas, quedó finalmente absuelto
después de tres años en prisión. Ha sido profesor en las universidades de
Urbino, Cosenza y Montreal, y enseña actualmente Filosofía del Lenguaje en la
Universidad de Roma III.
Fuente Original: il manifesto, 29 de
diciembre de 2024
Revista Sin Permiso
Fuente: https://www.sinpermiso.info/textos/lugares-ya-no-comunes-izquierda
describe la realidad italiana, es difícil, creo, traspolar esas experiencias a nuestro pais
ResponderEliminarno entendí un soto del artículo. ni a qué se refería, ni cuáles eran las referencias que usaba. escribo lo que pienso del tema, que al menos sí entiendo lo que digo.
ResponderEliminarmarx utilizó la noción de dialéctica de hegel (que postulaba que todo cambia, gracias a una maquinita que "naturalmente" brindaba a cada "tesis" o sistema, (por ejemplo un sistema productivo, como la industria) una naturalmente surgida "antítesis", que en la industria sería el proletariado, que se le enfrentaba y con el tiempo lograba "superarlo". de ésa base teórica (que como vemos era filosófica) la realidad no ha mostrado nada.
lo que ha sucedido, es que de la famosa antítesis defendida por la izquierda, no ha quedado nada. ahora los que producen en la fábrica son los robots. los pocos trabajadores que quedan ya no producen. ordenan, llevan y traen, un tornero de los ´70s era un líder obrero natural. hoy ya no trabaja ahí.
consecuentemente, la teoría marxiana ha demostrado ser falsa, la revolución (si sucediera) ya no la harán los trabajadores y en éste momento, pareciera que los pocos trabajadores que quedan se someten a la explotación más abyecta llevando pizzas a los hogares con el delivery.
no sé si la izquierda podrá reinventarse. ni tengo idea de qué pasará en el futuro. pero en éste siglo XXI nada queda ya del ideario marxista.
Es un texto que presenta disparadores filosóficos y políticos interesantes más allá estar de acuerdo o no. Confieso que como hombre de izquierdas su primera lectura me descolocó, sobre todo porque de quien proviene, acaso por eso necesité un par de lecturas más para intentar comprender su crítica visión hacia la actualidad de la izquierda, en definitiva una idea que velozmente va recorriendo un camino hacia la obsolescencia. Gustavo M. Sala
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