Revista Nos Disparan desde el Campanario Año V La Pluma del Che ....Cuentos, Relatos, Poemas y una epístola revolucionaria refutando a Ernesto Sábato (1953-1965)

 



 

 

La Piedra


Me lo dijo como se deben decir estas cosas a un hombre fuerte, a un responsable, y lo agradecí. No me mintió con preocupación o dolor y traté de no mostrar ni lo uno ni lo otro. ¡Fue tan simple!

Además había que esperar la confirmación para estar oficialmente triste. Me pregunté si se podía llorar un poquito. No, no debía ser, porque el jefe es impersonal; no es que se le niegue el derecho a sentir, simplemente, no debe mostrar que siente lo de él; lo de sus soldados, tal vez.

        Fue un amigo de la familia, le telefonearon avisándole que estaba muy grave, pero yo salí ese día.

        Grave, ¿de muerte?

        Sí.

        No dejes de avisarme cualquier cosa.

        En cuanto lo sepa, pero no hay esperanzas. Creo.

Ya se había ido el mensajero de la muerte y no tenía confirmación. Esperar era todo lo que cabía. Con la noticia oficial decidiría si tenía derecho o no a mostrar mi tristeza. Me inclinaba a creer que no.

El sol mañanero golpeaba fuerte después de la lluvia. No había nada extraño en ello; todos los días llovía y después salía el sol y apretaba y expulsaba la humedad. Por la tarde, el arroyo sería otra vez cristalino, aunque ese día no había caído mucha agua en las montañas; estaba casi normal.

Decían que el 20 de mayo dejaba de llover y hasta octubre no caía una gota. Decían… pero dicen tantas cosas que no son ciertas. ¿La naturaleza se guiará por el calendario? No me importaba si la naturaleza se guiaba o no por el calendario. En general, podía decir que no me importaba nada de nada, ni esa inactividad forzada, ni esta guerra idiota, sin objetivos. Bueno, sin objetivo no; solo que estaba tan vago, tan diluido, que parecía inalcanzable, como un infierno surrealista donde el eterno castigo fuera el tedio. Y, además, me importaba. Claro que me importaba. Hay que encontrar la manera de romper esto, pensé. Y era fácil pensarlo; uno podía hacer mil planes, a cual más tentador, luego seleccionar los mejores, fundir dos o tres en uno, simplificarlo, verterlo al papel y entregarlo. Allí acababa todo y había que empezar de nuevo. Una burocracia más inteligente que lo normal; en vez de archivar, lo desaparecían. Mis hombres decían que se lo fumaban, todo pedazo de papel puede fumarse, si hay algo dentro. Era una ventaja, lo que no me gustara podía cambiarlo en el próximo plan. Nadie lo notaría. Parecía que eso seguiría hasta el infinito. Tenía deseos de fumar y saqué la pipa. Estaba, como siempre, en mi bolsillo. Yo no perdía mis pipas, como los soldados. Es que era muy importante para mí tenerla. En los caminos del humo se puede remontar cualquier distancia, diría que se pueden creer los propios planes y soñar con la victoria sin que parezca un sueño; solo una realidad vaporosa por la distancia y las brumas que hay siempre en los caminos del humo. Muy buena compañera es la pipa; ¿cómo perder una cosa tan necesaria? Qué brutos.

No eran tan brutos; tenían actividad y cansancio de actividad. No hace falta pensar entonces y ¿para qué sirve una pipa sin pensar? Pero se puede soñar. Sí, se puede soñar, pero la pipa es importante cuando se sueña a lo lejos; hacia un futuro cuyo único camino es el humo o un pasado tan lejano que hay necesidad de usar el mismo sendero. Pero los anhelos cercanos se sienten con otra parte del cuerpo, tienen pies vigorosos y vista joven; no necesitan el auxilio del humo. Ellos la perdían porque no les era imprescindible, no se pierden las cosas imprescindibles.

¿Tendría algo más de ese tipo? El pañuelo de gasa. Eso era distinto; me lo dio ella por si me herían en un brazo, sería un cabestrillo amoroso. La dificultad estaba en usarlo si me partían el carapacho. En realidad había una solución fácil, que me lo pusiera en la cabeza para aguantarme la quijada y me iría con él a la tumba. Leal hasta en la muerte. Si quedaba tendido en un monte o me recogían los otros no habría pañuelito de gasa; me descompondría entre las hierbas o me exhibirían y tal vez saldría en el Life con una mirada agónica y desesperada fija en el instante del supremo miedo. Porque se tiene miedo, a qué negarlo.

Por el humo, anduve mis viejos caminos y llegué a los rincones íntimos de mis miedos, siempre ligados a la muerte como esa nada turbadora e inexplicable, por más que nosotros, marxistas-leninistas explicamos muy bien la muerte como la nada. Y, ¿qué es esa nada? Nada. Explicación más sencilla y convincente imposible. La nada es nada; cierra tu cerebro, ponle un manto negro, si quieres, con un cielo de estrellas distantes, y esa es la nada-nada; equivalente: infinito. Uno sobrevive en la especie, en la historia, que es una forma mistificada de vida en la especie; en esos actos, en aquellos recuerdos. ¿Nunca has sentido un escalofrío en el espinazo leyendo las cargas al machete de Maceo?: eso es la vida después de la nada. Los hijos; también. No quisiera sobrevivirme en mis hijos: ni me conocen; soy un cuerpo extraño que perturba a veces su tranquilidad, que se interpone entre ellos y la madre. Me imaginé a mi hijo grande y ella canosa, diciéndole, en tono de reproche: tu padre no hubiera hecho tal cosa, o tal otra. Sentí dentro de mí, hijo de mi padre yo, una rebeldía tremenda. Yo hijo no sabría si era verdad o no que yo padre no hubiera hecho tal o cual cosa mala, pero me sentiría vejado, traicionado por ese recuerdo de yo padre que me refregaran a cada instante por la cara. Mi hijo debía ser un hombre; nada más, mejor o peor, pero un hombre. Le agradecía a mi padre su cariño dulce y volandero sin ejemplos. ¿Y mi madre? La pobre vieja. Oficialmente no tenía derecho todavía, debía esperar la confirmación. Así andaba, por mis rutas del humo cuando me interrumpió, gozoso de ser útil, un soldado.

        ¿No se le perdió nada?

        Nada –dije, asociándola a la otra de mi ensueño.

        Piense bien.

Palpé mis bolsillos; todo en orden.

        Nada.

        ¿Y esta piedrecita? Yo se la vi en el llavero.

        Ah, carajo.

Entonces me golpeó el reproche con fuerza salvaje. No se pierde nada necesario, vitalmente necesario. Y, ¿se vive si no se es necesario? Vegetativamente sí, un ser moral no, creo que no, al menos. Hasta sentí el chapuzón en el recuerdo y me vi palpando los bolsillos con rigurosa meticulosidad, mientras el arroyo, pardo de tierra montañera, me ocultaba su secreto. La pipa, primero la pipa; allí estaba. Los papeles o el pañuelo hubieran flotado. El vaporizador, presente; las plumas aquí; las libretas en su forro de nylon, sí; la fosforera, presente también, todo en orden. Se disolvió el chapuzón. Solo dos recuerdos pequeños llevé a la lucha; el pañuelo de gasa, de mi mujer, y el llavero con la piedra, de mi madre, muy barato este, ordinario; la piedra se despegó y la guardé en el bolsillo. ¿Era clemente o vengativo, o solo impersonal como un jefe, el arroyo? ¿No se llora porque no se debe o porque no se puede? ¿No hay derecho a olvidar, aun en la guerra? ¿Es necesario disfrazar de macho al hielo? Qué sé yo. De veras, no sé. Solo sé que tengo una necesidad física de que aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro y ella me diga: «mi viejo», con una ternura seca y plena y sentir en el pelo su mano desmañada, acariciándome a saltos, como un muñeco de cuerda, como si la ternura le saliera por los ojos y la voz, porque los conductores rotos no la hacen llegar a las extremidades. Y las manos se estremecen y palpan más que acarician, pero la ternura resbala por fuera y las rodea y uno se siente tan bien, tan pequeñito y tan fuerte. No es necesario pedirle perdón; ella lo comprende todo; uno lo sabe cuándo escucha ese «mi viejo»…

        ¿Está fuerte? A mí también me hace efecto; ayer casi me caigo cuando me iba a levantar. Es que no lo dejan secar bien, parece. Es una mierda, estoy esperando el pedido a ver si traen picadura como la gente. Uno tiene derecho a fumarse aunque sea una pipa, tranquilo y sabroso, ¿no?…

 

 

La Duda 

 

«No. Al toro sí que no…» Apenas con una vaga inquietud escondida en lo más hondo, que dejaba aflorar sin trabas su sonrisa confiada, observaba la escena. Miraba al toro bravo de tarros amenazantes; él no conocía otra limitación de la libertad que la vara tenue del pastor y ahora pateaba el suelo yermo, asombrado y doloroso. Se le adivinaba cómo la furia le iba ganando y estaba presto a atacar. Tenía que reconocerse a sí mismo que deseaba ver al soldado rodando por tierra, con un poco de sangre en el cuerpo. No es que le deseara algo malo, completamente, pero debía haber una definición ya. El soldado sonreía, respirando confianza por todos los poros. Lo miró con tal aire de burla que le penetró el corazón. Tiro a tiro está. Uno basta.

Estos hombres eran negros, pero eran distintos. Uno adivinaba que se sentían superiores, como si el viaje de sus antepasados por el océano les hubiera dado una fuerza nueva, un conocimiento superior de las cosas del mundo. Eso estaba bien, el comisario repetía siempre que hay que atender al progreso y a la ciencia para construir el mundo nuevo, pero ¿por qué ignorar así la antigua sabiduría de los montes? ¿Cómo podían reírse y desdeñar las fuerzas que los hacían invulnerables a las balas enemigas?

Sintió una pequeña comezón en la cicatriz y se rascó ligeramente, como queriendo apartar ese recuerdo inoportuno. El queloide insistía con su presencia terca y se rascó más fuerte, contoneando con precaución la cicatriz que aún dolía. Tenía vergüenza de confesarlo, al principio, pero creyó que era más noble decirlo, todos inculpaban al Muganga, amenazadores, y él lo confesó y pidió que los otros confesaran. En realidad el miedo le había comenzado antes de llegar a la posición. La selva tiene muchos ruidos extraños, siniestros. Uno no sabe si es una fiera que va a saltar de pronto, o una serpiente, o algún espíritu del bosque. Y, además, el enemigo esperando al final del camino. Recordó la angustia que le subía en olas a la garganta mientras la claridad anunciaba el alba… y el temblor de todo su cuerpo, que él le atribuía al frío, pero sabía que no era el frío, mientras la espera los abrumaba y ya no sabía si era más grande el temor al combate o a la espera. La ráfaga se elevó rojiza sobre las trincheras donde debía estar el enemigo antes de que sintiera el tableteo; luego el infierno desencadenado y la curiosa sensación de no tener miedo. El temblor se había marchado sin que él se diera cuenta y veía con orgullo cómo sus ráfagas cortas salían derechitas del fusil y no hacían ese arco grotesco – como un techo en la cabeza del enemigo – que observaba por todos los contornos. «Tiran cerrando los ojos, no han aprendido nada», pensó. Después oyó un silbido suave y un estruendo ampuloso, como si se quebrara la tierra, una nube de humo y polvo, y otra, y otra. Miró a su izquierda, tras la última explosión, más cercana que las anteriores, y vio a su compañero tendido en una pose extraña: una mano estaba aprisionada por el cuerpo y se movía queriendo liberarse, marcando un compás extraño, idéntico al de la cabeza doblada sobre el pecho. Alcanzó a vislumbrar a la luz del amanecer unos ojos espesos, como de chivo degollado. Observó que, a cada movimiento, salía un chorrito de sangre debajo del mentón, y que la sangre formaba una mancha en la tierra y se pegaba a la barba rala como el pelo del chivo… Fue entonces que volvió el temblor, pero distinto. Antes era como una competencia con su voluntad; ahora parecía tener resortes que lo impelían a correr… Y recuerda que no se acordó del fusil, y solo trató de huir, de alejarse del infierno y salvar la vida, y parecía que los árboles lo rechazaban o lo sujetaban con sus ramas prensiles, para arrebatárselo a la vida, y la sinfonía espeluznante de las balas, y el chasquido extraño… Porque al principio solo fue un chasquido, como de algo que saliera desde su cuerpo; no lo relacionó ni siquiera con la caída, que atribuyó a las ramas del árbol enemigo. Solo se dio cuenta que estaba herido cuando trató de volver a correr. Esa era la parte más tenebrosa de sus recuerdos. Hasta allí había corrido a la misma velocidad que su miedo, se fundía con él en uno, y no lo sentía tanto. Ahora el miedo se le adelantaba y corría entre la maraña de la selva, pero no quería seguir solo y volvía y lo halaba; entonces sentía toda la angustia de esa disociación y trataba de caminar, para caer con un gemido. Pero el miedo se cansó de esperarlo y huyó solo, dejándolo ahí tirado en el sendero borroso, gimiendo solamente, con una calma atormentada y mustia, porque ya el miedo se había ido.

En el soldado que apuntaba al toro bravo con insolencia de conquistador no podía reconocer a ese ser humano, a ese amigo, a ese hermano que lo ayudó a salir del infierno. Cómo se contraía aquella cara noble cuando una sombra de su propia tribu pasaba por al lado sin volver la cabeza, sin ayudarlo, y cómo se le adivinaban las palabras soeces, hijas de una bella furia, tras las cortinas herméticas de ese hablar bárbaro. Pero era una contracción tan distinta a esa que tenía ahora bajo el sol poderoso. El hermano se había convertido en conquistador y los miraba desde lo alto de una montaña lejana, como un dios o un demonio. Y sí era verdad que la Dawa protegía; mientras él había podido dominar el miedo, no le pasó nada, y solo fue herido cuando huía, presa del pánico. Le indignaba que sus compañeros fueran tan falaces como para negar eso y achacarlo todo a la ineficacia del Muganga. Era cierto que ni la oportunidad de tocar una mujer hubo, y se podía admitir la honradez de los muertos, pero el miedo, ¿no existió acaso? Y bien lo sabían todos: si se toca mujer, se toma un objeto que no nos pertenece, o se tiene miedo, la Dawa pierde eficacia. Él había sido el único con valor suficiente para decirlo ante la turba encrespada: había tenido miedo. Ellos también lo habían sentido, debían reconocerlo. Recordaba con fastidio el gesto de iracundia contenida que hacía aquel hombrecito herido en el cuello. ¡Con qué vehemencia hipócrita negaba su miedo! Con qué irreverencia acusaba al Muganga de fantoche, sin mover su cabeza, que parecía retenida por dos manos poderosas, mientras sus ojos le relumbraban.

Se sentía satisfecho de haber impuesto disciplina por su sola confesión y su actitud. Y los extranjeros, que no alardearan tanto, que también en otro combate habían tenido muertos y heridos, solo que su Dawa debía ser más poderosa porque no necesitaban hacérsela ante cada combate. Y eran egoístas; negaban, con una sonrisa, el tenerla. Al propio comandante se la negaron; él oyó cuando este le pedía humildemente al jefe de los extranjeros, y este se reía como si le hubieran hecho un cuento gracioso y farfullaba en su media lengua un no sé qué de conciencia y de internacionalismo y todos somos hermanos… sí, muy hermanos, pero no soltaban su Dawa. Lo del pollo lo confundía un poco. El Muganga (otro nuevo, porque a aquel el comandante cometió la debilidad de quitarlo) había preparado todo con esmero y asegurado que era invulnerable. Al primer tiro había sido muerto, bien muerto, y se lo habían comido los extranjeros ante la mirada escandalizada de los combatientes. Pero ahora, ese toro, ¡si enganchara entre sus tarros al insolente y le mostrara el poder de la Dawa! O, al menos, si huyera indemne. Porque era demasiado desagradecido desearle mal al hermano que lo había sacado del combate cuando todos corrían, y organizado su traslado al hospital. Tenía malos recuerdos del hospital; primero, esos médicos blancos que se reían porque la bala había penetrado por las nalgas, como si él pudiera elegir por dónde lo iban a herir. Y luego reían con más alegría cuando les contó que lo habían herido porque tuvo miedo. Esos blancos sí eran antipáticos; por su color y su ciencia se sentían capaces de reír de todo, superiores a todo lo que los rodeaba. Hubo un momento en que sintió deseos de haberse quedado muerto allí donde lo sorprendió la bala. Al menos no hubiera soportado esas humillaciones. Pero, ¿qué hubiera sido del Muganga entonces?  El hombrecito del tiro en el cuello quería que lo mataran y hubieran sido capaces de hacerlo si no interviene él. Estaba bien que hubiera vivido; en definitiva, había que ser honesto y reconocer que tener miedo es malo. Pero el hombrecito del tiro en el cuello decía que él había visto correr despavoridos a muchos y no les había pasado nada. Y los más cobardes, los que se quedaron atrás sin participar, estaban sanos y salvos. Él decía que decía que no había tenido miedo y que la herida era de mortero (porque la tenía en el cuello, pero atrás, en la nuca). Los blancos decían que no parecía herida de mortero, pero el hombrecito argumentaba que la bala lo había traspasado; sin embargo, su herida era solo en la nuca, si hubiera sido de bala le hubiera reventado la cabeza. Argumentaba mucho el hombrecito del tiro en el cuello, parecía que hubiera aprendido con los blancos. Se sentía incómodo cuando él hablaba. Decía, por ejemplo: «Si la Dawa no protege a los que tienen miedo, y todos tenemos miedo, ¿para qué sirve?» Él replicaba que había que tener fe en la Dawa, y el hombrecito respondía que no, que la Dawa debía dar esa fe, si no, no servía. Hablaba mucho el hombrecito del tiro en el cuello, pero se quedó en el hospital, no quiso volver al frente. Cuando se despidió, él le hizo sentir su cobardía al quedarse, era como una venganza… El estampido lo sacó de las brumas, lo sacudió todo, porque no lo esperaba. El toro miró estúpidamente, recostó sus rodillas en tierra y comenzó a temblar, mientras unos ojos sin brillo se quedaban fijos en él. «Igual que el chivo… y que el otro», pensó. Sintió apenas la palmada sobadora del extranjero, pero sí su risa estridente, hiriente como un cuchillo. Una gran somnolencia lo embargó; no tenía ganas de pensar en nada. Mientras caminaban juntos, el Muganga le explicaba que los extranjeros eran buenos amigos, estaba demostrado. Lo miró con sorpresa. El Muganga, paternalmente, le explicó que la Dawa preserva de los enemigos, pero nunca del arma del amigo, por eso el toro había muerto y quedaba demostrada la amistad de los extranjeros. Ante las explicaciones, el muchacho sintió que algo se descontraía dentro de él y le quitaba un peso grande que llevaba; pero ya más nítido, aunque sin forma definida, se agitaba en lo hondo, sin dejar que el peso se fuera definitivamente, un monstruo nuevo e insaciable: la duda.

 

 

Poemas del Che

 

Hermana, falta mucho para llegar al triunfo.

El camino es largo y el presente incierto;

¡el mañana es nuestro!

No te quedes a la vera del camino.

Sacia tus pies en este polvo eterno.

Conozco tu cansancio y tu desazón tan grandes;

sé que en el combate se opondrá tu sangre

y sé que morirías antes que dañarla;

a la reconquista ven, no a la matanza.

Si desdeñas el fusil, empuña la fe;

si la fe te falla, lanza un sollozo;

si no puedes llorar, no llores, pero avanza, compañera,

aunque no tengas armas y se niegue el norte.

No te invito a regiones de ilusión,

no habrá dioses, paraísos, ni demonios

–tal vez la muerte oscura sin que una cruz la marque–

Ayúdanos hermana, que no te frene el miedo,

¡vamos a poner en el infierno el cielo!

No mires a las nubes, los pájaros o el viento;

nuestros castillos tienen raíces en el suelo.

Mira el polvo,

la tierra tiene la injusticia hambrienta de la esencia humana.

Aquí este mismo infierno es la esperanza.

No te digo allí, detrás de esa colina;

no te digo allá, donde se pierde el polvo;

no te digo, de hoy, a tantos días visto...

Te digo: ven, dame tu mano cálida

–esa que conocen mis enjugadas lágrimas–

Hermana, madre, compañera...

¡CAMARADA! este camino conduce a la batalla.

Deja tu cansancio, deja tus temores,

deja tus pequeñas angustias cotidianas.

¿Qué importa el polvo acre?, ¿qué importan los escollos?

¿Qué importa que tus hijos no escuchen el llamado?

A su cárcel de green-backs vamos a buscarlos.

Camarada, sígueme; es la hora de marchar...

 

*

 

Encallado navío,

te entrego mi canción de despedida.

 

*

 

Y sembrada en la sangre de mi muerte lejana

con raíces mudables bajo un tiempo de piedra.

¡Soledad! flor nostálgica de vivientes paredes,

soledad de mi tránsito detenido en la tierra.

 

*

 

Quise llevar en la maleta

el sabor fugaz de tus entrañas

y quedó en el aire circular y cierto,

el insulto a lo viril de mi esperanza.

Ya me voy por caminos más largos que el recuerdo

con la hermética soledad del peregrino,

pero, circular y cierto,

a mi costado algo marca el compás de mi destino.

Cuando al final de todas las jornadas

ya no tenga un futuro hecho camino,

vendré a reverdecerme en tu mirada

ese riente jirón de mi destino.

Me iré por caminos más largos que el recuerdo

eslabonando adioses en el fluir del tiempo.

 

*

 

De pie el recuerdo caído en el camino,

cansado de seguirme sin historia,

olvidado en un árbol del camino.

Iré tan lejos que el recuerdo muera destrozado

en las piedras del camino

seguiré siendo el mismo peregrino

de pena adentro y la sonrisa fuera.

Esa mirada circular y fuerte

en un mágico pase de muleta

esquivó en mi ansia toda meta

convirtiéndome en vector de la tangente.

Y no quise mirar para no verte,

sonrosado torero de mi dicha,

invitarme con aire displicente.

 

*

 

El mar me llama con su amistosa mano.

Mi prado –un continente–

se desenrosca suave e indeleble

como una campana en el crepúsculo.

 

*

 

Así cuando este día con mano temblorosa

pongo mi prisma en un registro ambiguo.

Con el sabor extraño de fruto encajonado

 antes de consumar la madurez al árbol.

A veces no percibo su llamado

desde mi alada torre de viejo solitario,

pero hay días que siento despertar al sexo

y voy a la hembra, a mendigar un beso;

y sé entonces que jamás besaré el alma

de quien no logre llamarme camarada...

Sé que los perfumes de valores puros

llenarán mi mente de fecundas alas,

sé que dejaré los agnósticos placeres,

de copular ideas sin funciones prácticas.

Sé que el día del combate a muerte

hombros del pueblo apoyarán mis hombros,

que si no veo la total victoria

de la causa porque lucha el pueblo,

será porque caí en la brega

por llevar la idea hasta un fin supremo,

lo sé con la certeza de la fe que nace

quitando del plumaje el cascarón antiguo.

 

*

 

“Soy mestizo”, grita un pintor de paleta encendida,

“soy mestizo”, me gritan los animales perseguidos,

“soy mestizo”, claman los poetas peregrinos,

“soy mestizo”, resume el hombre que me encuentra

en el diario dolor de cada esquina,

y hasta el enigma pétreo de la raza muerta

acariciando una virgen de madera dorada:

“es mestizo este grotesco hijo de mis entrañas”.

Yo también soy mestizo en otro aspecto:

en la lucha en que se unen y repelen

las dos fuerzas que disputan mi intelecto,

las fuerzas que me llaman sintiendo de mis vísceras

el sabor extraño de fruto encajonado

antes de lograr su madurez de árbol.

Me vuelvo en el límite de la América hispana

a saborear un pasado que engloba el continente.

 El recuerdo se desliza con suavidad indeleble

con el lejano tañir de una campana.

 

*

 

A ti, encallado amigo,

hacia las aguas quietas

del arrecife blanco

donde te amarra tu sueño de náufrago,

va mi canción de despedida.

Hoy he despertado

con afán de alas en las jarcias,

 y tiendo velas inalámbricas

navegando hacia el puerto de la hora

marcado por la brújula indolente.

Hoy estiro mi lenguaje al viento

para estrechar tus palabras

y llevarme algo de tu lamento tierno

a compartir asombros que ya estoy viviendo.

Se fue ya la primavera

que fertiliza tu almohada;

no es por mi partida

sino por tu nave que ya no navega.

Te comprendo, golondrina truncada.

Quisiera llevarte a la fuente Castalia

o darte elixir de iguales poderes;

y aunque soy un médico asomado

a las cosas que no las transforma

y apenas comprende.

Tengo no obstante una fórmula mágica

–creo que la aprendí en una mina de Bolivia,

o tal vez chilena, peruana o mexicana,

o en el destroncado imperio de Sonora,

o en un puerto negro del Brasil africano,

o tal vez en cada punto una palabra–.

La fórmula es sencilla:

No te ocupes del cerco, ataca el arrecife,

une tus manos jóvenes a la piedra anciana

y dale en tu pulso a los rojos corales

palpitantes en diminutas ondas cotidianas.

Un día, aunque mi recuerdo sea

una vela más allá del horizonte

y tu recuerdo sea

una nave encallada en mi memoria,

se asomará la aurora a gritar con asombro

viendo a los rojos hermanos del horizonte

marchando alegres hacia el porvenir.

Ellos, como los males, quietos terribles y blancos,

como la noche sorprendida al revés.

Y entonces, poeta blancuzco de cuatro paredes,

serás el cantor del universo;

entonces, poeta trágico, delicado, enfermo,

serás un robusto poeta del pueblo.

 

*

 

Vieja María, vas a morir,

quiero hablarte en serio:

Tu vida fue un rosario completo de agonías,

no hubo hombre amado,

ni salud, ni dinero,

apenas el hambre para ser compartida;

quiero hablar de tu esperanza,

de las tres distintas esperanzas

que tu hija fabricó sin saber cómo.

Toma esta mano de hombre que parece de niño

en las tuyas pulidas por el jabón amarillo.

Restriega tus callos duros y los nudillos puros

en la suave vergüenza de mis manos de médico.

Escucha, abuela proletaria:

cree en el hombre que llega,

cree en el futuro que nunca verás.

Ni reces al dios inclemente

que toda una vida mintió tu esperanza.

Ni pidas clemencia a la muerte

para ver crecer a tus caricias pardas;

los cielos son sordos y en ti manda el oscuro;

sobre todo tendrás una roja venganza,

lo juro por la exacta dimensión de mis ideales

tus nietos todos vivirán la aurora,

muere en paz, vieja luchadora.

Vas a morir vieja María; treinta proyectos de mortaja

dirán adiós con la mirada, el día de estos que te vayas.

Vas a morir vieja María,

quedarán mudas las paredes de la sala

cuando la muerte se conjugue con el asma

y copulen su amor en tu garganta.

Esas tres caricias construidas de bronce

(la única luz que alivia tu noche),

esos tres nietos vestidos de hambre,

añorarán los nudos de los dedos viejos

donde siempre encontraban alguna sonrisa.

Eso será todo, vieja María.

Tu vida fue un rosario de flacas agonías,

no hubo un hombre amado, salud, alegría,

apenas el hambre para ser compartida,

tu vida fue triste, vieja María.

Cuando el anuncio de descanso eterno

enturbia el dolor de tus pupilas,

cuando tus manos de perpetua fregona

absorban la última ingenua caricia,

piensas en ellos... y lloras,

pobre vieja María.

¡No, no lo hagas!

No ores al dios indolente

que toda una vida mintió tu esperanza

ni pidas clemencia a la muerte,

tu vida fue horriblemente vestida de hambre,

acaba vestida de asma.

Pero quiero anunciarte,

en voz baja y viril de las esperanzas,

 la más roja y viril de las venganzas

quiero jurarlo por la exacta dimensión de mis ideales.

Toma esta mano de hombre que parece de niño

entre las tuyas pulidas por el jabón amarillo,

restriega los callos duros y los nudillos

puros en la suave vergüenza de mis manos de médico.

Descansa en paz, vieja María, descansa en paz,

vieja luchadora, tus nietos todos vivirán la aurora,

LO JURO.

 

*


Canto a Fidel

 

Vámonos,

ardiente profeta de la aurora,

por recónditos senderos inalámbricos

a liberar el verde caimán que tanto amas.

Vámonos,

derrotando afrentas con la frente

plena de martianas estrellas insurrectas,

juremos lograr el triunfo o encontrar la muerte.

Cuando suene el primer disparo y se despierte

en virginal asombro la manigua entera,

allí, a tu lado, serenos combatientes, nos tendrás.

Cuando tu voz derrame hacia los cuatro vientos

reforma agraria, justicia, pan, libertad,

allí, a tu lado, con idénticos acentos, nos tendrás.

Y cuando llegue al final de la jornada

la sanitaria operación contra el tirano,

allí, a tu lado, aguardando la postrer batalla, nos tendrás.

El día que la fiera se lama el flanco herido

donde el dardo nacionalizador le dé,

allí, a tu lado, con el corazón altivo, nos tendrás.

No pienses que puedan menguar nuestra entereza

las doradas pulgas armadas de regalos,

pedimos un fusil, sus balas y una peña. Nada más.

Y si en nuestro camino se interpone el hierro,

pedimos un sudario de cubanas lágrimas

para que se cubran los guerrilleros huesos

en el tránsito a la historia americana. Nada más.

 

*

A hurtadillas extraje de la alacena de Hickmet

este solo verso enamorado,

para dejarte la exacta dimensión de mi cariño.

No obstante,

en el laberinto más hondo del caracol taciturno

se unen y repelen los polos de mi espíritu: tú y todos.

Los todos me exigen la entrega total,

¡qué mi sola sombra oscurezca el camino!

Mas, sin burlar las normas del amor sublimado

le guardo escondida en mi alforja de viaje.

(Te llevo en mi alforja de viajero insaciable

como al pan nuestro de todos los días.)

Salgo a edificar las primaveras de sangre y argamasa

y dejo en el hueco de mi ausencia,

este beso sin domicilio conocido.

Pero no me anunciaron la plaza reservada

en el desfile triunfal de la victoria

y el sendero que conduce a mi camino

está nimbado de sombras agoreras.

Si me destinan al oscuro sitial de los cimientos,

guárdalo en el archivo nebuloso del recuerdo;

úsalo en noches de lágrimas y sueños…

Adiós, mi única,

no tiembles ante el hambre de los lobos

ni en el frío estepario de la ausencia;

del lado del corazón te llevo

y juntos seguiremos hasta que la ruta se esfume…

 

*

 


 

Epístola de Ernesto Che Guevara a Ernesto Sábato  

Un intelectual y ameno tirón de orejas político… 

La Habana, 12 de abril de 1960  -

 

Sr. Ernesto Sábato

Estimado compatriota:

 

Hace ya quizás unos quince años, cuando conocí a un hijo suyo, que ya debe estar cerca de los veinte, y a su mujer, por aquel lugar creo que llamado Cabalango, en Carlos Paz, y después, cuando leí su libro Uno y El Universo, que me fascinó, no pensaba que fuera Ud. – poseedor de lo que para mí era lo más sagrado del mundo, el título de escritor – quien me pidiera con el andar del tiempo una definición, una tarea de reencuentro, como Ud. llama, en base de una autoridad abonada por algunos hechos y muchos fenómenos subjetivos.

Fijaba estos relatos preliminares solamente para recordarle que pertenezco, a pesar de todo, a la tierra donde nací y que aún soy capaz de sentir profundamente todas sus alegrías, todas sus desesperanzas y también sus decepciones. Sería difícil explicarle por qué “esto” no es Revolución Libertadora; quizás tendría que decirle que le vi las comillas a las palabras que Ud. denuncia en los mismos días de iniciarse, y yo identifiqué aquella palabra con lo mismo que había acontecido en una Guatemala que acaba de abandonar, vencido y casi decepcionado. Y, como yo, éramos todos los que tuvimos participación primera en esta aventura extraña y los que fuimos profundizando nuestro sentido revolucionario en contacto con las masas campesinas, en una honda interrelación, durante dos años de luchas crueles y de trabajos realmente grandes. No podíamos ser “libertadora” porque no éramos parte de un ejército plutocrático sino éramos un nuevo ejército popular, levantado en armas para destruir al viejo; y no podíamos ser “libertadora” porque nuestra bandera de combate no era una vaca sino, en todo caso, un alambre de cerca latifundiaria destrozado por un tractor, como es hoy la insignia de nuestro INRA. No podíamos ser “libertadora” porque nuestras sirvienticas lloraron de alegría el día que Batista se fue y entramos en La Habana y hoy continúan dando datos de todas las manifestaciones y todas las ingenuas conspiraciones de la gente “Country Club” que es la misma gente “Country Club” que Ud. conociera allá y que fueran a veces sus compañeros de odio contra el peronismo. Aquí la forma de sumisión de la intelectualidad tomó un aspecto mucho menos sutil que en la Argentina. Aquí la intelectualidad era esclava a secas, no disfrazada de indiferente, como allá, y mucho menos disfrazada de inteligente; era una esclavitud sencilla puesta al servicio de una causa de oprobio, sin complicaciones; vociferaban, simplemente. Pero todo esto es nada más que literatura. Remitirlo a Ud., como lo hiciera Ud. conmigo, a un libro sobre la ideología cubana, es remitirlo a un plazo de un año adelante; hoy puedo mostrar apenas, como un intento de teorización de esta Revolución, primer intento serio, quizás, pero sumamente práctico, como son todas nuestras cosas de empíricos inveterados, este libro sobre la Guerra de Guerrillas. Es casi como un exponente pueril de que sé colocar una palabra detrás de otra; no tiene la pretensión de explicar las grandes cosas que a Ud. inquietan y quizás tampoco pudiera explicarlas ese segundo libro que pienso publicar, si las circunstancias nacionales e internacionales no me obligan nuevamente a empuñar un fusil (tarea que desdeño como gobernante pero que me entusiasma como hombre gozoso de la aventura). Anticipándole aquello que puede venir o no (el libro), puedo decirle, tratando de sintetizar, que esta Revolución es la más genuina creación de la improvisación. En la Sierra Maestra, un dirigente comunista que nos visitara, admirado de tanta improvisación y de cómo se ajustaban todos los resortes que funcionaban por su cuenta a una organización central, decía que era el caos más perfectamente organizado del universo. Y esta Revolución es así porque caminó mucho más rápido que su ideología anterior. Al fin y al cabo Fidel Castro era un aspirante a diputado por un partido burgués, tan burgués y tan respetable como podía ser el partido radical en la Argentina; que seguía las huellas de un líder desaparecido, Eduardo Chibás, de unas características que pudiéramos hallar parecidas a las del mismo Irigoyen; y nosotros, que lo seguíamos, éramos un grupo de hombres con poca preparación política, solamente una carga de buena voluntad y una ingénita honradez. Así vinimos gritando: “en el año 56 seremos héroes o mártires”. Un poco antes habíamos gritado o, mejor dicho, había gritado Fidel: “vergüenza contra dinero”. Sintetizábamos en frases simples nuestra actitud simple también. La guerra nos revolucionó. No hay experiencia más profunda para un revolucionario que el acto de la guerra; no el hecho aislado de matar, ni el de portar un fusil o el de establecer una lucha de tal o cual tipo, es el total del hecho guerrero, el saber que un hombre armado vale como unidad combatiente, y vale igual que cualquier hombre armado, y puede ya no temerle a otros hombres armados. Ir explicando nosotros, los dirigentes, a los campesinos indefensos cómo podían tomar un fusil y demostrarle a esos soldados que un campesino armado valía tanto como el mejor de ellos, e ir aprendiendo cómo la fuerza de uno no vale nada si no está rodeada de la fuerza de todos; e ir aprendiendo, asimismo, cómo las consignas revolucionarias tienen que responder a palpitantes anhelos del pueblo; e ir aprendiendo a conocer del pueblo sus anhelos más hondos y convertirlos en banderas de agitación política. Eso lo fuimos haciendo todos nosotros y comprendimos que el ansia del campesino por la tierra era el más fuerte estímulo de la lucha que se podría encontrar en Cuba. Fidel entendió muchas cosas más; se desarrolló como el extraordinario conductor de hombres que es hoy y como el gigantesco poder aglutinante de nuestro pueblo. Porque Fidel, por sobre todas las cosas, es el aglutinante por excelencia, el conductor indiscutido que suprime todas las divergencias y destruye con su desaprobación. Utilizado muchas veces, desafiado otras, por dinero o ambición, es temido siempre por sus adversarios. Así nació esta Revolución, así se fueron creando sus consignas y así se fue, poco a poco, teorizando sobre hechos para crear una ideología que venía a la zaga de los acontecimientos. Cuando nosotros lanzamos nuestra Ley de Reforma Agraria en la Sierra Maestra, ya hacía tiempo se habían hecho repartos de tierra en el mismo lugar. Después de comprender en la práctica una serie de factores, expusimos nuestra primera tímida ley, que no se aventuraba con lo más fundamental como era la supresión de los latifundistas. Nosotros no fuimos demasiado malos para la prensa continental por dos causas: la primera, porque Fidel Castro es un extraordinario político que no mostró sus intenciones más allá de ciertos límites y supo conquistarse la admiración de reporteros de grandes empresas que simpatizaban con él y utilizan el camino fácil en la crónica de tipo sensacional; la otra, simplemente porque los norteamericanos que son los grandes constructores de test y de raseros para medirlo todo, aplicaron uno de sus raseros, sacaron su puntuación y lo encasillaron. Según sus hojas de testificación donde decía: “nacionalizaremos los servicios públicos”, debía leerse: “evitaremos que eso suceda si recibimos un razonable apoyo”; donde decía: “liquidaremos el latifundio” debía leerse: “utilizaremos el latifundio como una buena base para sacar dinero para nuestra campaña política, o para nuestro bolsillo personal”, y así sucesivamente. Nunca les pasó por la cabeza que lo que Fidel Castro y nuestro Movimiento dijeran tan ingenua y drásticamente fuera la verdad de lo que pensábamos hacer; constituimos para ellos la gran estafa de este medio siglo, dijimos la verdad aparentando tergiversarla. Eisenhower dice que traicionamos nuestros principios, es parte de la verdad; traicionamos la imagen que ellos se hicieron de nosotros, como en el cuento del pastorcito mentiroso, pero al revés, tampoco se nos creyó. Así estamos ahora hablando un lenguaje que es también nuevo, porque seguimos caminando mucho más rápido que lo que podemos pensar y estructurar nuestro pensamiento, estamos en un movimiento continuo y la teoría va caminando muy lentamente, tan lentamente, que después de escribir en los poquísimos este manual que aquí le envío, encontré que para Cuba no sirve casi; para nuestro país, en cambio, puede servir; solamente que hay que usarlo con inteligencia, sin apresuramiento ni embelecos. Por eso tengo miedo de tratar de describir la ideología del movimiento; cuando fuera a publicarla, todo el mundo pensaría que es una obra escrita muchos años antes. Mientras se van agudizando las situaciones externas y la tensión internacional aumenta, nuestra Revolución, por necesidad de subsistencia, debe agudizarse y, cada vez que se agudiza la Revolución, aumenta la tensión y debe agudizarse una vez más ésta, es un círculo vicioso que parece indicado a ir estrechándose y estrechándose cada vez más hasta romperse; veremos entonces cómo salimos del atolladero. Lo que sí puedo asegurarle es que este pueblo es fuerte, porque ha luchado y ha vencido y sabe el valor de la victoria; conoce el sabor de las balas y de las bombas y también el sabor de la opresión. Sabrá luchar con una entereza ejemplar. Al mismo tiempo le aseguro que en aquel momento, a pesar de que ahora hago algún tímido intento en tal sentido, habremos teorizado muy poco y los acontecimientos deberemos resolverlos con la agilidad que la vida guerrllera nos ha dado. Sé que ese día su arma de intelectual honrado disparará hacia donde está el enemigo, nuestro enemigo, y que podemos tenerlo allá, presente y luchando con nosotros. Esta carta ha sido un poco larga y no está exenta de esa pequeña cantidad de pose que a la gente tan sencilla como nosotros le impone, sin embargo, el tratar de demostrar ante un pensador que somos también eso que no somos: pensadores. De todas maneras, estoy a su disposición.

 

 

 

Fuente: El Libro Total

https://www.ellibrototal.com/ltotal/

 


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