El primer comunista en la filmografía
de Chaplin es el jovial fresador de Tiempos modernos (1936), quien
tras caer entre las ruedas de la cadena de montaje de una gran fábrica sufre un
ataque de hiperactividad, se pone a danzar un ballet mecánico en la planta,
arrasa con todo y acaba encerrado en un manicomio; a la salida del sanatorio el
obrero vuelve al paro, y así reaparece el celebrado vagabundo de bombín y
levita por última vez, exceptuando una breve rememoración de su figura
en Candilejas (1952). Al callejear de nuevo, el hombrecillo
desempleado de Tiempos modernos se pone en cabeza sin darse cuenta de
una agria manifestación sindical enarbolando inocentemente una banderola roja
que ha encontrado en el suelo; en la contienda entre las fuerzas del orden y
los manifestantes es detenido por la policía y encarcelado por ser “líder
comunista”.
La trayectoria posterior del gran
cineasta y cómico daría, sin embargo, más pretextos para las acusaciones
personales de comunismo y antiamericanismo que le hicieron abandonar en 1952,
después de cuarenta años de residencia y trabajo en los Estados Unidos, el país
con el que ajustaría cuentas en dos películas fuera de lo común, Monsieur
Verdoux y, ya instalado en Europa, Un rey en Nueva York. Ahora que no
hay cine en los cines y el alimento de las series españolas y extranjeras
disponibles no me hace perder el apetito del séptimo arte consuetudinario, he
podido reconsiderar la quizá menos popular obra de sus últimos veinte años,
gracias a la incomparable Colección Chaplin de mk2, un estuche de diez discos
en formato dvd editado a comienzos del siglo XXI por el productor y
exhibidor Marin Karmitz con inusitada calidad y la bonificación (muy
afrancesada, eso sí) de ricos materiales adicionales.
Con el advenimiento del cine hablado,
que él tardó más de una década en aceptar, Chaplin fue sujeto de tres
transformaciones: el renuente abandono de su alter ego Charlot, el
afianzamiento de su independencia laboral dentro de la productora United
Artists que había cofundado en 1919 con D. W. Griffith, Mary Pickford y Douglas
Fairbanks, y la preponderancia, tanto en las tramas como en los discursos, de
una vertiente política de izquierdas que ya antes sentía. Naturalmente, la
conciencia social de Charles Spencer Chaplin, cockney londinense,
huérfano de una familia bohemia y con precaria vida adolescente, se manifiesta
en muchas de sus obras breves y largas del periodo, unos diez años, en el que,
con éxito inmediato, trabajó a sueldo de las cuatro grandes compañías
hollywoodenses: un socialismo humanitario nada ingenuo aunque muy sentimental y
de fondo cristiano, a menudo irreverente y hasta irónicamente anticlerical, en
el que el vagabundo torpe y audaz y un tanto ridículo nunca se arredra,
creciéndose, sin temor a llevarse palos y sufrir la cárcel, ante los
grandullones y los mandamases.
Burlesco de temperamento, dulzón casi
siempre aunque con brotes de cinismo, el personaje de Charlot the
tramp (el vagabundo) Chaplin lo encarnó destacadamente hasta Luces de
la ciudad (1931), excelente película ya sonora pero, al igual que la
siguiente Tiempos modernos (1936), sin diálogos; en esta última la
figura charlotesca es un avatar que acaba apoderándose del argumento
a partir del momento en que el protagonista asalariado pierde su trabajo en
tiempo de convulsión económica, y los distintos encierros a la fuerza
(manicomio, cárcel, comisaría) le devuelven, digámoslo así, su ser natural de
insumiso, de paria. Cuatro años después, Chaplin abordó de modo historicista el
presente en El gran dictador (1940), que aún tiene escenas
de slapstick desenfrenado y set pieces de irresistible
hilaridad (la cena del cruce de tartas entre Benzino Napaloni y Hynkel,
trasuntos clarísimos de Mussolini y Hitler, o la llegada imposible del tren
presidencial a la estación), pero entra de lleno en la palabra,
inolvidablemente convertida en metáfora. Hynkel, el dictador de esa Alemania
reconocible que es el país Tomania, habla de vez en cuando, y sobre todo en sus
discursos, un falso alemán comprensible por la fonética y la mímica; tanto él
como Napaloni en su italiano macarrónico son un presagio muy elocuente de lo
que hoy llamamos el lenguaje falso, la logorrea de los embustes.
Justo es decir que tanto la alocución
final del barbero judío idéntico al dictador Hynkel (ambos interpretados por
Chaplin), como el alegato del asesino de mujeres Verdoux o los soliloquios de
Shahdov, rey de otro país imaginario en el exilio, incurren en el discursismo
aleccionador del cine de tesis, sin que por ello ninguna de las
tres pierda su eficacia alegórica y su potencia dramática. Monsieur
Verdoux, aún rodada en los Estados Unidos en 1947, sufrió de censuras y
denuestos desde antes de su realización, quizá porque sus autores, el Chaplin
de irregular vida marital y simpatías gauchistas, y Orson Welles, que le
dio (y cobró a buen precio) la sinopsis de esta variante ficticia del personaje
real de Henri Désiré Landru, no eran bien vistos por
el establishment y menos bien aún por la Legión Estadounidense de
actividades antiamericanas; recordemos que el senador McCarthy estaba en esos
años en plena furia de cazador de brujas y brujos. Monsieur Verdoux,
fascinante como es desde su comienzo engañoso hasta sus giros inesperados,
tanto líricos como grotescos y aun graciosamente ridículos, fue un fracaso
comercial en América y prohibida en España, donde no se estrenó hasta 1977.
Aunque tuvo un padrino muy esclarecido, el gran novelista James Agee, que,
famoso y respetado crítico de cine como era entonces, le dedicó, cosa
excepcional, tres artículos seguidos y entusiastas entre mayo y junio de 1947
en las páginas del semanario The Nation. En Francia, y ante las
reconvenciones de cariz puritano de Les Temps Modernes, André Bazin salió
en su defensa, dedicándole a ese filme, en ocasiones diversas, páginas de pormenorizado
estudio; también Rohmer, que escribió con Bazin un libro seminal sobre Chaplin,
y Chabrol, autor en 1963 de un Landru con guion de Françoise Sagan,
defendieron vivamente esta historia de un criminal hacedor de justicia que,
descubiertos sus crímenes, tiene dos grandes momentos de bravura: la deposición
antibelicista ante el tribunal que le condenará a muerte, y su perorata al
reportero que le interroga poco antes del ajusticiamiento: “Un asesinato te
convierte en un villano; millones en un héroe. Los números santifican.”
Es curioso que un ser tan
universalmente adorado como Charlot contuviera dentro de sí a un vilipendiado
por la gran derecha de varios países, por no decir medio mundo. El desenlace
de Monsieur Verdoux no se olvida. El asesino exquisito, antiguo
cajero de banco despedido y empobrecido tras el crack del 29, que
Chaplin interpreta sin charlotada ninguna, se muestra respetuoso pero esquivo
ante el sacerdote que le conforta (“estoy en paz con Dios; mi conflicto es con
los hombres”), rechaza el cigarrillo de gracia que le ofrecen y acepta al
contrario con una bella frase la copa servida: “Nunca había probado el ron”; se
la bebe, con aparente placer, y sale en comitiva hacia la guillotina.
Hostigado por McCarthy y una parte de
la prensa, tenido por defraudador de hacienda, filocomunista y antipatriota
(nunca solicitó la ciudadanía estadounidense), Chaplin, que se negó a denunciar
en la caza de brujas, dirigió diez años más tarde su mirada de mofa al
país al que llegó huyendo de la pobreza londinense y del que salió para siempre
en 1952 como hombre rico casado sospechosamente con una joven de dieciocho años
teniendo él más de sesenta. En Un rey en Nueva York (1957) hay
sublimes momentos de comicidad sarcástica (la sesión de cine y sus tráileres
trillados, los anuncios publicitarios, la cirugía estética facial) y mensajes
un tanto crudos, aunque certeros e incluso proféticos; Jim Jarmusch, en una
entrevista hecha ex profeso para la citada Colección Chaplin,
sostiene que la película “predice el futuro de la cultura estadounidense”. El
reparto flaquea de modo ostensible en los papeles femeninos, siendo sin embargo
un gran acierto su propio hijo Michael, de diez años, interpretando al
deliciosamente redicho niño Rupert, hijo de militantes encarcelados, que lee a
Marx y discursea. También discursea Chaplin más que nunca, y se ablanda con ese
Rupert tajante en sus dogmas infantiles que sucumbe a la persecución policial y
da nombres de amigos comunistas de sus padres. Sentimental y ácidamente vengativa,
la fábula del rey depuesto por la revolución y enamoradizo de mujeres jóvenes
da el adiós definitivo a la tierra que le dio la personalidad y la fama. Desde
la ventanilla del avión que sobrevuela Nueva York rumbo a Europa, el rey
Shahdov es más que una sombra. ¿Formula un vaticinio? ¿Echa una maldición? El
presente del Trump más ensoberbecido frente el errante tramp de
Charles Chaplin. ~
*Vicente Molina Foix. Escritor
Fuente: Letras Libres
Link de Origen: AQUÍ
Discurso
contra el fascismo de la película El
Gran Dictador
Lo siento, pero yo no quiero ser
emperador; ése no es mi oficio. No quiero gobernar ni conquistar a nadie, sino
ayudar a todos si fuera posible. Judíos y gentiles, blancos o negros. Tenemos
que ayudarnos unos a otros. Los seres humanos somos así. Queremos hacer felices
a los demás, no hacerlos desgraciados. No queremos odiar ni despreciar a nadie.
En este mundo hay sitio para todos. La Tierra es rica y puede alimentar a todos
los seres. El camino de la vida puede ser
libre y hermoso, pero lo hemos perdido. La codicia ha envenenado las almas. Ha
levantado barreras de odio. Nos ha empujado hacia la miseria y las matanzas. Hemos progresado muy deprisa, pero nos hemos
encarcelado nosotros. El maquinismo, que crea abundancia, nos deja en la
necesidad. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia,
duros y secos. Pensamos demasiado y sentimos muy poco. Más que máquinas, necesitamos humanidad. Más que inteligencia,
tener bondad y dulzura. Sin estas cualidades, la vida será violenta. Se perderá
todo. Los aviones y la radio nos hacen
sentirnos más cercanos. La verdadera naturaleza de estos inventos exige bondad
humana. Exige la hermandad universal que nos una a todos nosotros.
Ahora mismo mi voz llega a millones de seres en todo el mundo, a millones de
hombres desesperados, mujeres y niños. Víctimas de un sistema que hace torturar
a los hombres y encarcelar a gentes inocentes. A
los que puedan oírme, les digo: no desesperéis. La desdicha que padecemos no es
más que la pasajera codicia y la amargura de hombres que temen seguir el camino
del progreso humano. El odio de los
hombres pasará. Y caerán los dictadores. Y el poder que le quitaron al pueblo,
se le reintegrará al pueblo. Y así, mientras el hombre exista, la libertad no
perecerá. ¡Soldados, no os rindáis a esos hombres! que en realidad os
desprecian, os esclavizan, reglamentan vuestras vidas y os dicen lo que tenéis
que hacer, que pensar y que sentir. Os barren el cerebro, os ceban, os tratan
como a ganado. Y como a carne de cañón. No
os entreguéis a esos individuos inhumanos, hombres máquinas, con cerebros y
corazones de máquinas. Vosotros no sois máquinas; no sois ganado. Sois hombres.
Lleváis el amor de la humanidad en vuestros corazones. No el odio. Sólo los que
no aman, odian. Los que no aman y los inhumanos.
¡Soldados, no luchéis por la esclavitud, sino por la libertad! En el
capítulo XVII de San Lucas se lee: el reino de Dios está dentro del hombre. No
de un hombre ni de un grupo de hombres, sino de todos los hombres. En vosotros. Vosotros, el pueblo, tenéis el poder. El poder
de crear máquinas, el poder de crear felicidad. Vosotros, el pueblo, tenéis el
poder de hacer esta vida libre y hermosa. De convertirla en una maravillosa
aventura. En nombre de la democracia,
utilicemos ese poder actuando todos unidos. Luchemos por un mundo nuevo, digno
y noble, que garantice a los hombres trabajo. Y dé a la juventud un futuro. Y a
la vejez, seguridad. Con la promesa de
esas cosas, las fieras alcanzaron el poder. Pero mintieron. No han cumplido sus
promesas ni nunca las cumplirán. Los dictadores son libres, sólo ellos. Pero
esclavizan al pueblo. Luchemos ahora para hacer nosotros realidad lo prometido.
Todos a luchar para liberar al mundo. Para derribar barreras nacionales. Para
eliminar la ambición, el odio y la intolerancia.
Luchemos por el mundo de la razón. Un mundo donde la ciencia, donde el
progreso, nos conduzca a todos a la felicidad. ¡Soldados,
en nombre de la democracia, debemos unirnos todos!
Fuente: https://www.amnistiacatalunya.org/edu/2/guerra/guerra-chaplin.html
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