Texto que nos ayudará a pensar el presente y sobre todo la ordinaria necesidad
que tiene el gobierno actual de romper con todos los consensos sirviéndose de
la voluntad natural de las leyes legítimas, por caso “El terror es legalidad si
la ley es la ley del movimiento de alguna fuerza supranatural, la naturaleza o
la historia”
Precedentemente hemos recalcado
repetidas veces que no sólo los medios de dominación total son más drásticos,
sino que el totalitarismo difiere esencialmente de otras formas de opresión
política que nos son conocidas, como el despotismo, la tiranía y la dictadura.
Allí donde se alzó con el poder desarrolló instituciones políticas enteramente
nuevas y destruyó todas las tradiciones sociales, legales y políticas del país.
Fuera cual fuera la tradición específicamente nacional o la fuente espiritual
específica de su ideología, el gobierno totalitario siempre transformó a las
clases en masas, suplantó el sistema de partidos no por la dictadura de un
partido, sino por un movimiento de masas, desplazó el centro del poder del
ejército a la policía y estableció una política exterior abiertamente
encaminada a la dominación mundial. Los gobiernos totalitarios conocidos se han
desarrollado a partir de un sistema unipartidista; allí donde estos sistemas se
tornaron verdaderamente totalitarios comenzaron a operar según un sistema de
valores tan radicalmente diferente de todos los demás que ninguna de nuestras
categorías tradicionales legales, morales o utilitarias conforme al sentido
común pueden ya ayudarnos a entendernos con ellos, o a juzgar o predecir el
curso de sus acciones. Si es cierto que pueden hallarse elementos de
totalitarismo remontándose en la historia y analizando las implicaciones
políticas de lo que habitualmente denominamos la crisis de nuestro siglo,
entonces es inevitable la conclusión de que esta crisis no es una simple
amenaza del exterior, no es simplemente el resultado de una agresiva política
exterior, bien de Alemania o de Rusia, y que no desaparecerá con la muerte de
Stalin más de lo que desapareció con la caída de la Alemania nazi. Puede ser
incluso que los verdaderos problemas de nuestro tiempo sólo asuman su forma
auténtica - aunque no necesariamente la más cruel - sólo cuando el
totalitarismo se haya convertido en algo del pasado. Es en la línea de tales
reflexiones donde cabe suscitar la cuestión de si el gobierno totalitario,
nacido de esta crisis y, al mismo tiempo, su más claro y único síntoma
inequívoco, es simplemente un arreglo temporal que toma sus métodos de
intimidación, sus medios de organización y sus instrumentos de violencia del
bien conocido arsenal político de la tiranía, el despotismo y las dictaduras, y
debe su existencia sólo al fallo deplorable, pero quizás accidental, de las
fuerzas políticas tradicionales - liberales o conservadoras, nacionales o
socialistas, republicanas o monárquicas, autoritarias o democráticas. O si, por
el contrario, existe algo tal como la naturaleza del gobierno totalitario, si
posee su propia esencia y puede ser comparado con otras formas de gobierno, que
el pensamiento occidental ha conocido y reconocido desde los tiempos de la
filosofía antigua, y definido como ellas. Si esto es cierto, entonces las
formas enteramente nuevas y sin precedentes de la organización totalitaria y su
curso de acción deben descansar en una de las pocas experiencias básicas que
los hombres pueden tener allí donde viven juntos y se hallan ocupados por los
asuntos públicos. Si existe una experiencia básica que halla su expresión
política en la dominación totalitaria, entonces, a la vista de la novedad de la
forma totalitaria del gobierno, debe ser ésta una experiencia que, por la razón
que fuere, nunca ha servido anteriormente para la fundación de un cuerpo
político y cuyo talante general aunque pueda resultar familiar en
cualquier otro aspecto nunca ha penetrado y dirigido el tratamiento de los
asuntos públicos (…). En lugar de decir que el gobierno totalitario carece de
precedentes, podríamos decir también que ha explotado la alternativa misma
sobre la que se han basado en filosofía política todas las definiciones de la
esencia de los gobiernos, es decir, la alternativa entre el gobierno legal y el
ilegal, entre el poder arbitrario y el legítimo. Nunca se ha puesto en tela de
juicio que el gobierno legal y el poder legítimo, por una parte, y la
ilegalidad y el poder arbitrario, por otra, se correspondían y eran
inseparables. Sin embargo, la dominación totalitaria nos enfrenta con un tipo
de gobierno completamente diferente. Es cierto que desafía todas las leyes
positivas, incluso hasta el extremo de desafiar aquellas que él mismo ha
establecido (como en el caso de la Constitución soviética de 1936, por citar
sólo el ejemplo más sobresaliente) o de no preocuparse de abolirlas (como en el
caso de la Constitución de Weimar, que el gobierno nazi jamás revocó). Pero no
opera sin la guía del derecho ni es arbitrario porque afirma que obedece
estrictamente a aquellas leyes de la naturaleza o de la historia de las que,
supuestamente, proceden todas las leyes positivas. Ésta es la monstruosa y sin
embargo aparentemente incontestable reivindicación de la dominación
totalitaria, que, lejos de ser «ilegal», se remonta a las fuentes de la
autoridad de las que las leyes positivas reciben su legitimación última, que,
lejos de ser arbitraria, es más obediente a esas fuerzas suprahumanas de lo que
cualquier gobierno lo fue antes y que, lejos de manejar su poder en interés de
un solo hombre, está completamente dispuesta a sacrificar los vitales intereses
inmediatos de cualquiera a la ejecución de lo que considera ser la ley de la
historia o la ley de la naturaleza. Su desafío a las leyes positivas afirma ser
una forma más elevada de legitimidad, dado que, inspirada por las mismas
fuentes, puede dejar a un lado esa insignificante legalidad. La ilegalidad
totalitaria pretende haber hallado un camino para establecer la justicia en la
tierra algo que, reconocidamente, jamás podría alcanzar la legalidad del
derecho positivo. La discrepancia entre la legalidad y la justicia jamás puede
ser salvada, porque las normas de lo justo y lo injusto en las que el derecho
positivo traduce su propia fuente de autoridad «el derecho natural» que
gobierna a todo el universo o ley divina revelada en la historia humana, o
costumbres y tradiciones que expresan el derecho común a los sentimientos de
todos los hombres- son necesariamente generales y deben ser válidas para un
incontable e imprevisible número de casos, de forma tal que cada individuo
concreto con su irrepetible grupo de circunstancias se escapa a esas normas de
alguna manera. La ilegalidad totalitaria, desafiando la legitimidad y
pretendiendo establecer el reinado directo de la justicia en la tierra, ejecuta
la ley de la historia o de la naturaleza sin traducirla en normas de lo justo y
lo injusto para el comportamiento individual. Aplica directamente la ley a la
humanidad sin preocuparse del comportamiento de los hombres. Se espera que la
ley de la naturaleza o la ley de la historia, si son adecuadamente ejecutadas,
produzcan a la humanidad como su producto final; y esta esperanza alienta tras
la reivindicación de dominación global por parte de todos los gobiernos
totalitarios. La política totalitaria afirma transformar a la especie humana en
portadora activa e infalible de una ley, a la que de otra manera los seres
humanos sólo estarían sometidos pasivamente y de mala gana. Si es cierto que el
lazo entre los países totalitarios y el mundo civilizado quedó roto a través de
los monstruosos crímenes de sus regímenes, también es cierto que esta
criminalidad no fue debida a la simple agresividad, a la insensibilidad, a la
guerra y a la traición, sino a una consciente ruptura de ese consensus iuris que, según Cicerón,
constituye a un «pueblo» y que, como derecho internacional, ha constituido en
los tiempos modernos al mundo civilizado en tanto permanezca como piedra
fundamental de las relaciones internacionales, incluso bajo las condiciones
bélicas. Tanto el juicio moral como el castigo legal presuponen este
asentimiento básico; el criminal puede ser juzgado justamente sólo porque
participa en el consensus iuris, e
incluso la ley revelada por Dios puede funcionar en los hombres sólo cuando
éstos la escuchan y la aceptan. En este punto surge a la luz la diferencia
fundamental entre el concepto totalitario del derecho y todos los otros
conceptos. La política totalitaria no reemplaza a un grupo de leyes por otro,
no establece su propio consensus iuris,
no crea, mediante una revolución, una nueva forma de legalidad. Su desafío a
todo, incluso a sus propias leyes positivas, implica que cree que puede
imponerse sin ningún consensus iuris
y que, sin embargo, no se resigna al estado tiránico de ilegalidad, arbitrariedad
y temor. Puede imponerse sin el consensus
iuris, porque promete liberar a la realización de la ley de toda acción y
voluntad humana; y promete la justicia en la tierra porque promete hacer de la
humanidad misma la encarnación de la ley. En la interpretación del
totalitarismo, todas las leyes se convierten en leyes de movimiento. Cuando los
nazis hablaban sobre la ley de la naturaleza o cuando los bolcheviques hablan
sobre la ley de la historia, ni la naturaleza ni la historia son ya la fuente
estabilizadora de la autoridad para las acciones de los hombres mortales; son
movimientos en sí mismas. Subyacente a la creencia de los nazis en las leyes
raciales como expresión de la ley de la naturaleza en el hombre, se halla la
idea darwiniana del hombre como producto de una evolución natural que no se
detiene necesariamente en la especie actual de seres humanos, de la misma
manera que la creencia de los bolcheviques en la lucha de clases como expresión
de la ley de la historia se basa en la noción marxista de la sociedad como
producto de un gigantesco movimiento histórico que discurre según su propia ley
de desplazamiento hasta el fin de los tiempos históricos, cuando llegará a
abolirse por sí mismo. La diferencia entre el enfoque histórico de Marx y el enfoque
naturalista de Darwin ha sido frecuentemente señalada, usual y certeramente en
favor de Marx. Esto nos ha llevado a olvidar el gran interés positivo que tuvo
Marx por las teorías de Darwin; Engels no pudo concebir mejor elogio para los
logros investigadores de Marx que el de llamarle el «Darwin de la historia». Si
se consideran, no los auténticos logros, sino las filosofías básicas de ambos
hombres, resulta que, en definitiva, el movimiento de la naturaleza y el
movimiento de la historia son uno y el mismo. La introducción de Darwin del
concepto de la evolución en la naturaleza, su insistencia en que, al menos en
el campo de la biología, el movimiento natural no es circular, sino unilineal,
desplazándose en una dirección indefinidamente progresiva, significa en
realidad que la naturaleza, como si dijéramos, está siendo arrastrada en la
historia, que a la vida natural se la puede considerar histórica. La ley
«natural» de la supervivencia de los más aptos es, pues, una ley histórica, y
puede ser utilizada tanto por el racismo como por la ley marxista de las clases
más progresistas. La lucha de clases de Marx, por otra parte, como fuerza
impulsora de la historia es sólo la expresión exterior de la evolución de las
fuerzas productivas, que a su vez tienen su origen en el «poder de trabajo» de
los hombres. El trabajo, según Marx, no es una fuerza histórica, sino una
fuerza natural –biológica- liberada a través del «metabolismo del hombre con la
naturaleza», por la que conserva su vida individual y reproduce la especie.
Engels advirtió muy claramente la afinidad entre las concepciones básicas de
los dos autores, porque comprendió el papel decisivo que desempeñaba en ambas
teorías el concepto de la evolución. Por gobierno legal entendemos un cuerpo
político en el que se necesitan leyes positivas para traducir y realizar el
inmutable ius naturale o los
mandamientos eternos de Dios en normas de lo justo y lo injusto. Sólo en estas
normas, en el cuerpo de leyes positivas de cada país, pueden lograr su realidad
política el ius naturale o los
mandamientos de Dios. En el cuerpo político del gobierno totalitario el lugar
de las leyes positivas queda ocupado por el terror total, que es concebido como
medio de traducir la ley del movimiento de la historia o de la naturaleza en
realidad. De la misma manera que las leyes positivas, aunque definen
transgresiones, son independientes de ellas - la ausencia de delitos en
cualquier sociedad no torna superfluas a las leyes, sino que, al contrario,
significa su más perfecto gobierno -, así el terror en el gobierno totalitario
ha dejado de ser un simple medio para la supresión de la oposición, aunque es
también utilizado para semejantes fines. El terror se convierte en total cuando
se torna independiente de toda oposición; domina de forma suprema cuando ya
nadie se alza en su camino. Si la legalidad es la esencia del gobierno no
tiránico y la ilegalidad es la esencia de la tiranía, entonces el terror es la
esencia de la dominación totalitaria. El terror es la realización de la ley del
movimiento; su objetivo principal es hacer posible que la fuerza de la
naturaleza o la historia discurra libremente a través de la humanidad sin
tropezar con ninguna acción espontánea. Como tal, el terror trata de
«estabilizar» a los hombres para liberar a las fuerzas de la naturaleza o de la
historia. Es este movimiento el que singulariza a los enemigos de la humanidad
contra los cuales se desata el terror, y no puede permitirse que ninguna acción
u oposición libres puedan obstaculizar la eliminación del «enemigo objetivo» de
la historia o de la naturaleza, de la clase o de la raza. La culpa y la
inocencia se convierten en nociones sin sentido; «culpable» es quien se alza en
el camino del proceso natural o histórico que ha formulado ya un juicio sobre
las «razas inferiores», sobre los «individuos no aptos para la vida», sobre las
«clases moribundas y los pueblos decadentes». El terror ejecuta estos juicios,
y ante su tribunal todos los implicados son subjetivamente inocentes; los
asesinados porque nada hicieron contra el sistema, y los asesinos porque
realmente no asesinan, sino que ejecutan una sentencia de muerte pronunciada
por algún tribunal superior. Los mismos dominadores no afirman ser justos o
sabios, sino sólo que ejecutan leyes históricas o naturales; no aplican leyes,
sino que ejecutan un movimiento conforme a su ley inherente. El terror es
legalidad si la ley es la ley del movimiento de alguna fuerza supranatural, la
naturaleza o la historia. El terror, como ejecución de una ley de un movimiento
cuyo objetivo último no es el bienestar de los hombres o el interés de un solo
hombre, sino la fabricación de la humanidad, elimina a los individuos en favor
de la especie, sacrifica a las «partes» en favor del «todo». La fuerza
supranatural de la naturaleza o de la historia tiene su propio comienzo y su
propio final, de forma tal que sólo puede ser obstaculizada por el nuevo
comienzo y el mero final individual que constituyen en realidad la vida de cada
individuo. En el gobierno constitucional las leyes positivas están concebidas
para erigir fronteras y establecer canales de comunicación entre hombres cuya
comunidad resulta constantemente amenazada por los nuevos hombres que nacen
dentro de ella. Con cada nuevo nacimiento nace un nuevo comienzo, surge a la
existencia potencialmente un nuevo mundo. La estabilidad de las leyes
corresponde al constante movimiento de todos los asuntos humanos, un movimiento
que nunca puede tener final mientras los hombres nazcan y mueran. Las leyes
cercan a cada nuevo comienzo y al mismo tiempo aseguran su libertad de
movimientos, la potencialidad de algo enteramente nuevo e imprevisible; las
fronteras de las leyes positivas son para la existencia política del hombre lo
que la memoria es para su existencia histórica: garantizan la preexistencia de
un mundo común, la realidad de una continuidad que trasciende al espacio
de vida individual de cada generación, absorbe todos los nuevos orígenes y se
nutre de ellos”.
Fuente: Bloghemia
https://www.bloghemia.com/2019/12/ideologia-y-terror-una-nueva-forma-de.html
Del libro "Los orígenes del
totalitarismo" en 1951.
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