Revista Nos Disparan desde el Campanario Año V ARTE y SOCIEDAD... El contexto político en el arte… por Tamara Iglesias
Las Señoritas de Avignon de Pablo Picasso (1907)
Colores, formas vertiginosas, pliegues, trazos, manchas, materiales de deshecho, metales nobles, estructuras de madera, mármol, cortes, rayas, puntos… el arte es caos en el orden de nuestra pupila y orden en el caos de nuestra vida, representación de libertad y libertad de representación, alfa y omega del ingenio humano, único eje categórico que nos distancia de los animales (si se me permite tal afirmación); el arte nos transporta al pasado, nos regala información del genio, de su situación y de sus pensamientos, porque imbuido por su contexto histórico el artista adopta una postura, a menudo inconsciente, en la amalgama política.
“Echa el freno Tamara, que nos
conocemos ¿con esta introducción tan sensiblera me estás queriendo decir que
todo el arte tiene un componente político…?” Sé que estás pensando mientras
frunces el ceño y tuerces el morro; y la respuesta, me temo que será afirmativa. Espera.
Antes de que decidas terminar aquí tu lectura, molesto por esta mímesis
entre el bello mundo de la creatividad y el tedioso entorno diplomático, te
propongo un juego; piensa en estas cuatro obras:
“Carlos V en la Batalla de Mühlberg” de Tiziano,
“La rendición de Breda” de Velázquez,
“Los
fusilamientos del 3 de mayo” de Goya, y
“El Guernica” de Picasso.
Lo sé, posiblemente acabas de
indignarte frente a cuatro ejemplos tan básicos y en los que la materia
gubernamental (enlazada con la bélica) resultan tan evidentes, pero concédeme
el beneficio de la duda y continúa con el juego; los cuatro representan
consecuencias de conflagraciones en momentos históricos muy variados que
los artistas han preservado del olvido con sus obras (ya fueran por encargo o
por simple irritación personal); hasta ahí estamos de acuerdo y no hay
posibilidad de objeción.
Pero ahora usemos a esos mismos
artistas con obras completamente diferentes y que en nada tienen relación con
campañas o refriegas hostiles, ¿te parece?: “Dánae” de Tiziano”, “La
Venus del espejo” de Velázquez, “La maja desnuda” de Goya, y “Las señoritas
de Avignon” de Picasso. Tómate unos minutos para
visualizarlas y piensa: ¿Hay aquí una intención política? ¿Son algo
más estos cuadros que mujeres posando en diversas actitudes más o menos púdicas
y sosegadas? ¿Reflejan alguna provocación o respaldo al régimen histórico que
vivieron los artistas?… En este punto es cuando el juego se ha complicado y
cuando mi condición de historiadora se hace pertinente para decirte que SÍ, sin
duda existe una afección política en estos cuadros tanto en cuanto esa querencia
condiciona el contexto gubernativo en que se han creado.
Antes de entrar plenamente en
materia, no debemos olvidar que el fenómeno artístico es una manifestación
ideológica, cultural, económica y política, y no sólo estética, por lo que
la sociedad mantiene una serie de expectativas respecto a ella pretendiendo ver
reflejado su entorno, doctrina e ideas; precisamente la ideología será un
elemento importantísimo del gusto artístico (el gôut) y por supuesto
se imprimirá de la autoridad de las altas esferas como principales degustadores
de arte y confabuladores tendenciosos.
Esto derivará en la elaboración de
esquemas globales de una línea artística definida e inamovible, condicionante
de la libertad expositiva y de la reclusión a un mutismo censurable que entraña
su verdadera conceptualización; este es el caso de las obras de Tiziano y Velázquez antes
mencionadas y que ahora analizaremos.
En 1553 Felipe II encarga
a Tiziano la elaboración de seis “poesías” inspiradas por el
referente “ut pictura poesis” (“la pintura es como la poesía”) y por
la diligencia voyeurista del joven príncipe que anhelaba deleitarse con las
carnaciones infundidas en la “Metamorfosis” de Ovidio: Venus,
Andrómeda, Diana, Europa y Dánae eludían aquí su castidad y
modestia para exhibirse como recursos del deseo masculino frente a un
futuro regente que vigilaba su eterno diálogo durante horas, extasiado por esa
visión que había sido prohibida desde 1545.
Sí, la venida del Concilio de Trento
tras la fragmentación de la iglesia cristiana en el 1507 con la reforma
protestante había dificultado la posesión o encargo de estas tareas pictóricas
tan “libidinosas”, llegando a considerarse su tenencia como amoral,
inapropiada e incluso peligrosa para el alma; tan solo la temática
mitológica subsistía ante la censura, velada ante la idea de que la desnudez
era una condición propia del paganismo y que semejante pormenor sólo
ridiculizaría los pasados preceptos religiosos. Por supuesto tal procacidad
solo sirvió como vía de escape para la libre expresión de artistas como Tiziano, quien
floreó los relatos clásicos para satisfacer el gôut un tanto
discordante de Felipe.
En un alarde de enmascarada
provocación nos presenta una Dánae que nos recibe cual cortesana (a
diferencia de lo que hicieran Correggio en 1531
y Mabuse en 1527, optando por una dulce, pura e inocente doncella) y
que se entrega expectante a gozar del divino contacto de Zeus (transformado en lluvia
dorada); como era menester en esta línea de representación, nos
ofrece una lámina del decoro cristiano en la figura de la esclava, quien
trata de detener a duras penas el profetizado contacto. Aunque la expresión
anonadada y un tanto embelesada de este personaje queda relegada a un segundo
plano frente al protagonismo de la desnuda heredera del rey de Argos, es
inevitable hallar aquí la furtiva crítica del cadorino: frente a la pasión y el
deseo cualquier devoto procrastinaría el rechazo en favor de la delectación.
Podemos suponer que quizá esta
alusión no pasó inadvertida por los espectadores puntuales del camarín real,
pues en 1565 Tiziano exhibe una nueva versión en la que la esclava
(tornada y de piel más oscura) formula su horror y trata por todos los medios
de detener el contacto del inmortal con la hija de su señor. Muy probablemente,
querido lector, ahora te encuentres imbuyendo de un carácter puramente erótico
a esta célebre pintura, pero te pido por favor que no incurras en el error
de considerarla simple pornografía de lujo, pues su significado va mucho
más allá del goce o placer falocentrista; esta Dánae nos advierte de
un contexto histórico adverso a la libertad representativa del genio, nos
muestra el paragone entre la tenencia social y la contraria opinión de Tiziano apostando
por una exégesis que busca alejarse de ese argumento sacro encasillado en
imponer la moralidad con fines puramente supratorios (es decir, de tenencia al
control de la población mediante la turbación y la aprensión al fuego eterno).
Si bien esta estampa tizianesca nunca resultará lo suficientemente recusable
para ser considerada ruptura del canon, sí podríamos llegar a entenderla como
una revulsión agitadora.
En esta línea y avanzando un paso más
nos encontramos “La venus del espejo” (1649) de Velázquez, exhibiente
de un desnudo femenino realista y vivificado (muy influenciado por el trabajo
de Tiziano) caracterizado no sólo por dar la espalda al espectador
(que se convierte en un mero Peeping Tom) si no por desligarse de la imagen
original de aquellas Venus asombradas de su propia visión que se
acicalaban coquetamente. En contra de todo lo establecido 104 años antes por el
cónclave pío, Velázquez expone a una diosa que contempla sus
genitales a través del espejo (sin grado alguno de comedimiento) mientras
el pequeño Cupido medita y la escudriña con curiosidad; desde nuestra
perspectiva alcanzamos a ver tan sólo el reflejo de su rostro, que con la
mirada fija en las formas púbicas nos elude por completo.
Se trata pues de una imagen
provocadora, incapaz de dejar indiferentes a sus puntuales espectadores y
que sin duda habría suscitado más de un inconveniente a su destinatario de
haber sido encontrada por algún cargo coadjutor. Y sé que te estás preguntando,
querido lector “¿Quién era el mecenas de semejante paradigma de indocilidad?
Sin duda otro rey como Felipe II, que desde su cargo habría podido
eludir cualquier enjuiciamiento canónigo a cambio de una peregrinación y unas
cuantas donaciones a la Iglesia, ¿no?”. Para nuestra desgracia, la respuesta
incluso a día de hoy resulta incierta y plagada de enigmas; de su historia nos
quedan los nombres de dos de sus propietarios: don Gaspar Méndez de Haro y
Guzmán (sobrino-nieto del Conde Duque de Olivares, primer
mecenas de Velázquez y VII Marqués del Carpio y del Heliche) que la
rebautizó como “Venus contemplativa” en su inventario, y Domingo
Guerra Coronel dueño anterior que la habría adquirido tras la muerte de Velázquez en
la propia hacienda del artista. El descubrimiento de una serie de cartas
referentes a una “Venus tendida” que decoraba una de las alcobas del pintor
barroco, pudiera provocarnos la sospecha de que el mismísimo artista fue
también el destinatario del cuadro; pero contar con semejante obra en el
domicilio particular y exponerse a su revelación, acarrearía la pérdida del
prestigio así como una acusación de libertinaje que habría privado de sus
rentas incluso a un miembro de las más altas esferas, por lo que deberíamos
cuestionarnos… ¿Qué lleva a Velázquez a arriesgarlo todo sólo por un
cuadro? A mi juicio personal, se trata del sublime placer de la
instigación a romper con el prototipo de cosificación femenina (aquí
autocomplaciente y auto-satisfecha) así como el rotundo antagonismo al
santificado régimen de dominio; la Venus no repara en el espectador como
no repara en las preconcepciones político-sociales que censuran su libertad, en
su lugar lucha contra ellas portando su indiferencia como arma.
Incurrimos pues en una
intencionalidad histórica fácilmente desglosable (un hecho que entra en
oposición con la percepción idealista de la creación como una actividad no
objetivable) a partir de sus variables, dado que el arte es un fenómeno
social y cultural que existe dentro de la propia estructura mundial, sea
ésta política o incluso religiosa. A este título, es interesante que la
pertenencia a un espacio público o la acumulación de relaciones culturales
(heredadas o adquiridas) provoque un cambio significativo no sólo en la forma
en que el espectador ve la obra si no en la manera en que el artista la plantea,
regido por principios de inspección e ideología (elemento importantísimo del
gusto artístico como nos señalaban Antal y Hausser), convirtiendo
al arte en parte simbiótica de estos sistemas de poder político y social; tanto
es así, que nuestra consideración de una obra puede llegar a mutar según los
preceptos filosóficos que maneje nuestra sociedad así como de nuestra instancia
histórica. Por ejemplificar escuetamente este principio, cuando observamos
las Venus en la actualidad tendemos a simplificarlas como un desnudo
femenino, pero contempladas en el siglo XVII mantenían un fuerte carácter
crítico e instigador. Bajo esta premisa el arte puede ser tanto una
porción fundamental de la lucha de clases, como eje de gran importancia en la
construcción doctrinaria de la sociedad que continúa evolucionando y virando
con los cambios históricos; en ese sentido, merecen destacarse “Los
fusilamientos del 3 de mayo” o “el Guernica” si queremos centrarnos en ejemplos
más paradigmáticos, o incluso la “Maja Desnuda” y “Las señoritas de Avignon”
que nos ocupan a continuación.
Citada en el 1800 como parte del
gabinete de Godoy, “La maja ” rompe la veda pictórica establecida
desde el siglo XVI, eludiendo completamente la temática mitológica para mostrar
a una fémina realista que incluso luce su vello púbico con naturalidad mientras
nos observa con picardía; con dos sencillas decantaciones en la
mirada y postura de la figura, Goya desliga a la mujer de cualquier
atadura precedente, inclusive de esas líneas beatarias que equiparaban a
la hembra gozosa de su cuerpo con una meretriz; la protagonista desafía
todos los convencionalismos con su ofrecimiento físico, y a diferencia de
la Venus de Velázquez decide valerse de su propia
sexualidad para enfrentar la materia legislativa estatal cual performance
contemporánea. Esta emancipación gráfica le costaría a Goya su
enjuiciamiento inquisitorial en el 1814 cuando un tribunal resolvió que la
pieza incitaba a la conducta lasciva y obscena, un proceso del que él
lograría la absolución gracias al influjo del cardenal Luis María de
Borbón y Vallabriga, mientras que la pintura quedaría relegada al olvido
de la memoria pública hasta los inicios del siglo XX (un hecho que puede
parecer una derrota para la libertad expositiva pero que tan sólo reforzó la
idea de que la oposición al canon impuesto había surtido su efecto). “Las
señoritas de Avignon” continúan con esta desligazón desde una circunstancia
histórica de mayor comodidad, ya que con la llegada del siglo XX el cambio en
las inclinaciones sociales no se hicieron esperar: la venida de las
reformas propias del modernismo trajo consigo una fuerte independencia
testimonial que ni la restauración borbónica de 1874 (manida en las
actitudes tradicionalistas) pudo coartar, además los cambios culturales
propugnados por la burguesía llevaron a la sustitución de los valores
religiosos por el arte y la ciencia convirtiendo al siglo XX en la época
por antonomasia del ateísmo y de la comunicación insubordinada. En tal
grado, los artistas como Picasso resolvieron apostar por formas
novedosas y sin edulcorar (caso del cubismo y sus
duros planos perspectívicos) así como por temáticas que anteriormente podrían
haber resultado hirientes si no se modificaban bajo el velo de la
leyenda: la prostitución y el puro desafío a la idiosincrasia retrógrada
estaban ligados a esta nueva forma de crear-impeler- hostigar. En la obra
del malagueño cubista, estas señoritas de la calle Avinyó (en Barcelona) no nos
estudian premeditadamente, ni con sentimentalismo o con una historia bajo el
brazo que quieran compartir con nosotros. Posiblemente ni siquiera reparan
en nuestra presencia pues somos meras sombras del tiempo que permanece
irrisorio para ellas, desafiadoras del ciclo genuino y de la narración
pictórica; ellas son pura carne y desnudo, que se exhibe (bajo un
claro trasfondo heteropatriarcal) y que rompe con el mutismo estadista y
recatado de una sociedad que sufrió demasiado tiempo el influjo de
obcecaciones monitorizadas bajo una sotana.
Poco a poco la idea de que la materia
creativa ejerce un papel liberador, así como la asimilación del arte del pasado
por el pensamiento presente, dieron lugar a una nueva estética crítica que
abrió las alas del genio para convertir el talento en herramienta de diatriba y
cambio social.
La aparición de las instalaciones
de Nam June Paik, las performance de Joseph Beuys o
las sucesiones informalistas de Tapiés, tan
solo redundaron en la idea de que el arte constituía una herramienta de
activismo político capaz de ahondar a favor o en contra del pensamiento y
el marco circunstancial (a los que se encuentra completa e irremediablemente
atado), de manera que pudiera gestionar una nueva evolución-evaluación social;
una tendencia que ha pasado desapercibida por su acción de tácita subsistencia
pero que acaso (tras esta lectura) te resultará ineludible, querido lector.
* Profesora Tamara Iglesias. Conferenciante y escritora española, historiadora del arte, especializada en investigación y dinamización histórica..
Fuente: Historia Arte
Link de Origen: https://historia-arte.com/articulos/el-contexto-politico-en-el-arte
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