Revista Nos Disparan desde el Campanario Año V La fase terminal del desarrollo neoliberal es el abandono masivo de personas... por Horacio González (2019)
Un amigo del orden – René Magritte -
1964
Horacio González propone en esta nota el debate en torno al concepto de Orden. González afirma que el Orden, además de que siempre fue patrimonio de las derechas, supone también la vuelta a un paraíso perdido, que pone la apelación política en manos de un argumento bello pero riesgoso.
Una gran cantidad de compañeros, de
los más estimables, comenzaron a pronunciar la palabra orden en
vistas de las campañas electorales. Por cierto, esto implica un gran
debate. Con profundo respeto, voy a intentarlo. En primer lugar, habría un
error bastante notable, y finalmente muy grave, si por orden se entiende lo que
este concepto significa habitualmente en las conversaciones públicas y en
especial, en la conversación política. Teniendo en cuenta que es totalmente
natural que los individuos y los colectivos sociales deseen vivir escenas de
previsibilidad, todos nosotros empleamos la palabra orden en momentos en que se
hace necesaria una cohesión que parece garantizar un estado de acuerdos y
discusión argumental. Cuando amenaza con rasgarse, ¿por qué no una voz de orden?
No veo nada extraño ni cuestionable
en eso. Quien pide orden - el que dirige la asamblea, el que mantuvo más la
calma, el que avizora con mayores ecuaciones de sensatez y coraje el porvenir
-, se sitúa en la profunda verdad de una palabra. Orden para aceptar un fervor
constitutivo de un grupo asentado en memorias y compromisos admitidos, lo cual
implica un ímpetu fundador, del todo lícito, incluso más, como si fuéramos
juramentados de una nueva legitimidad. En cambio, me cuidaría de la palabra
“nuevo orden” por las indeseables connotaciones históricas que tiene, pero
admito que se está aludiendo a un horizonte social novedoso, que recoja
tradiciones y las reformule. Si es así ¿es necesaria la palabra orden, por lo
menos en este sentido?
Si vamos a las insinuaciones ocultas
que tiene el concepto de Orden en las tradiciones políticas, lanza una fuerte
indicación, un destello contundente hacia los sectores más conservadores de la
sociedad, que con esa palabra se sienten llamados a recolocarse en la forja de
un ordenancismo rígido para los conjuntos humanos. No podemos disimular el modo
que lo invocaron las derechas tradicionalistas o medievalistas. Claro que de
eso estamos todos bien alertas. ¿Pero para qué jugar con el borde extremo de
las palabras que son riesgosas? ¿Aunque parezcan traducir un deseo profundo,
comunitario, soteriológico? Apología de la tradición y la propiedad.
Por eso, una cosa es el Orden descriptivo
y otro el Orden epistemológico, una cosa es el Orden como deseo de una vida
donde predomina la persuasión sobre la violencia, y otra cosa es el Orden sin
un mínimo implícito de sigiloso respaldo teórico. Lo que haría del orden un
recurso ideológico para cuestionar una economía entendida como una fuerza
natural que no puede sino distribuir en forma desigual los recursos colectivos.
¿Pero es necesaria esa palabra? ¿Es tan neutral que puede combinarse con
cualquier otra? Una forma del orden es para garantizar la previsibilidad de los
tratos cotidianos, otra para subvenir las necesidades de los grandes monopolios
de la energía, la producción, las comunicaciones y la palabra. No es lo mismo.
Se dirá: basta con que las vidas
regulares urbanas o suburbanas se hayan desorganizado por culpa del
neoliberalismo, para que la voz de orden tenga efectos atractivos en la lid
electoral. A pesar de la confusión y ambigüedad implícitos en el concepto de
orden (y no niego que toda ambigüedad puede ser utilizada en términos de una
autoprotección), hay muchas aperturas posibles para pronunciarlo sin que
comprometa la pluralidad de niveles en que actúa la palabra orden. Pero en la
historia de los movimientos que se dijeron a sí mismos revolucionarios, no
recuerdo que se haya considerado este tema, más allá del esperable ataque al
“orden burgués”. No obstante, se dejaba vacío el lugar del desorden, pues
reclamar para sí un desorden, como es obvio, es suscitar esa múltiple fruición
interpretativa, que llega malamente recibida hasta el microcosmos cotidiano.
Donde allí, sí, la palabra orden tiene un lugar asentado. Es precisamente eso,
lo que se asienta sobre una previsibilidad, incluso de una imaginación
controlada. Es en la historia donde no hay orden, hay contingencia. En el domus familiar,
puede regularse la contingencia, no dejar la pava entre las llamas pues nos
olvidamos de apagar la llave de gas luego de hacernos el mate. A mí me pasa
siempre y reniego de eso. Orden en las hornallas, sin metáfora intimista
trasladada al conservatismo social que llama cambio al hundimiento del
individuo singular en su caldo hirviente de frustraciones.
Por otro lado. ¿Es cierto que el
neoliberalismo desorganiza la vida? El poder de masacre que tiene el
neoliberalismo es muy alto. Es cierto que anula posibilidades vitales y
creativas, ve la sociedad como un conjunto de átomos que compiten entre sí y
talla un individuo que se mimetiza con un signo del mercado. Apunta así a una
cosificación que definía de lo que en el siglo XIX fue la mercancía, en el XX
el concepto de operación política y en el XXI el rapto masivo de la intimidad
burguesa para sustituirla por otra, postiza, que es la del sujeto que se siente
amenazado -por ejemplo-, por los subsidios estatales a la desocupación que el
neoliberalismo auxilia a desgano, pues aun no entró en su última fase, que es
el abandono masivo de personas.
El mar Mediterráneo es el símbolo del
pantano siniestro y muchos, aun los que recorren en crucero para recordar las
mitologías de Creta o Corintio, saben que tienen que repudiar a los sumergidos
de las barriadas de Quilmes o Florencio Varela, los mare Nostrum del
conurbano, con sus movimientos sociales y sus tensas correas de transmisión con
el Estado. El cartonero caído. El sobrante poblacional que está a cargo de un
plan, sigue siendo una víctima, no está exento de odio si sabe que lo odian.
Cada vez más nuestras ciudades se parecen a la Metrópolis de Fritz Lang. Y
quizás pidan un salvador, muy probablemente un falso salvador. Incluso uno que
prometa orden, más y más Orden.
El símbolo de la humanidad afligida
es el Mediterráneo de nuestra época, no el de Felipe II. Por eso, palabras de
régimen burgués anterior, el humanitarismo, los diversos humanismos, la
felicidad familiar, la intimidad ampliada con nuevas formas familiares, la
emancipación del yugo doméstico, las escrituras del goce y del deseo, legítimas
como son en sí mismas, también pueden ser retomadas como fórmulas que el
neoliberalismo acepta. Incluso los ecologismos y ambientalismos. Pero lo
confiscan bajo un fuerte signo ficcional, son las grandes burocracias
financieras las que no pueden chocar con “los buenos pensamientos” de la
modernidad viralizada. La publicidad que nos indica y nos muestra que es feliz
alguien con su tarjeta de crédito, ilustra sobre nuestra época como La
pietá nos indica cual era la religiosidad en el siglo XV. El ideal
financiero del ciudadano supone uno que es invitado a la libre elección luego
de estar informado sobre el “riesgo país”. Cómo no vamos a vivir en catalogaciones
fijas si así se catalogan países a fin de ser sometidos.
La publicidad de Hoteles Trivago es
un simple ejemplo, mínimo, pero minucioso, de qué se espera de las acciones
vinculadas a la intimidad, y al consumidor informado, al que se le dice que es
un bípedo implume racional que emplea un juicio sintético a priori para elegir
el mejor cuarto de Hotel las Bahamas. No creo que “todo” sea político. Pero no
puede el ser político pasar por alto estas poderosas defunciones de la libertad
de elegir, en el fondo coactivas, que compiten diversamente con lo que lo
político tiene la dimensión libertaria de la existencia.
La posesión sobre los medios de
producción se traduce en los medios para reorientar los consumos de materiales
simbólicos, regidos por trazados territoriales que son análogos a los estigmas
sobre las herejías. Se consumen también fórmulas diarias de desprecio. Por
ejemplo, el trabajo que se hizo sobre la letra K, que no se revierte con la M
en términos de infamación, pues esta última letra está ligada a mamá,
amamantamiento, mar. También a marasmo, ojo. Su misma forma de grafo
ondulatorio indica que es más difícil ultrajarla de modo patibulario y
“matarla”, como escucho que se dice en la jerga política cuando se decidió “no
levantarle el teléfono” a tal o cual. Esta última expresión usa metáforas menos
letales que la primera. Una cosa es la negación de persona y otra la
incomunicación. Las metáforas políticas se hacen cada vez más cueles.
Para el futuro próximo intuyo
campañas hecha en condiciones desfavorables, con timadores profesionales, para
decir lo mínimo, con un aparato judicial carcomido por dentro, que promueve la
delación recompensada, rompiendo una cuerda última del consenso profundo en un
grupo humano, con la pérdida de la noción de una comunidad como permanente
imagen de pertenencia siempre reelaborada. No digo aquí comunidad organizada
porque la respuesta al neoliberalismo es una comunidad que no pierda el ideal
utópico de una mancomunión, pero que abra continuamente sus formas cohesivas
para dar lugar a lo que se expresa súbitamente, inopinadamente. Fuera de sus
ejes. Los momentos fugaces de un discurso colectivo que se recogen como oleajes
heterogéneos, los deseos de trabajo en común de sectores contrapuestos de la
sociedad, las fructíferas divergencias sobre el trabajo, sobre los cuadros de
la creatividad social, el papel de los consumidores frente a los medios masivos
que fabrican materiales consumibles, sean Microondas, Información o Netflix. La
comunidad no está tranquila con eso. Por eso es sociedad más que comunidad,
pues la sociedad es el modo crítico de esas construcciones aparentemente
solidarias. La hechicera derretida en dulzuras, subyuga con una bondad que deja
escuchar detrás un tenue zumbido ofídico. Esa comunidad no. Escucho esa voz
melosa sobre la vuelta a clases. Es la melosidad amenazante.
Quedamos en que el Orden, además de
que siempre fue patrimonio de las derechas, supone también la vuelta a un
paraíso perdido, que pone la apelación política en manos de un argumento bello
pero riesgoso. La comunidad organizada es ese paraíso perdido, pero se presta
en su inmediatez a la cita por parte de los sectores más conservadores, astutos
y manipuladores de la sociedad argentina, que están en el gobierno y en la
parte de la oposición “complementaria”, que piensa como el gobierno -esto es,
el FMI-, pero sin personajes que durmieron en la misma cama de Rabindranath
Tagore, como el “impresentable” Macri. Ya que la dijimos, tomemos precisamente
esa palabra, “impresentable”, que es de uso habitual en la política, como “no
quedar pegado” y otras. Por supuesto, entonces hay que “despegarse”. ¿Qué
quiere decir? Es una terminología que hay que abandonar. Son formas de un orden
de batalla entre una capa de personas que forman la “clase política”. El imperativo
es escaparse de ese lenguaje. Porque quiere decir que todo es un campo minado
de deyecciones, de figuras contaminadas y venenosas que contagian, según las
más célebres metáforas mefíticas para tratar la política. Lo que no asombra,
pues la viralización es palabra corriente para designar la difusión de un acto,
una noticia o una imagen. La palabra se hizo cotizable. ¿Se sabe lo que se está
diciendo con ella? Al contrario, nos preocupamos si algo no se viraliza
El tiempo pasado se usaba la
expresión piantavotos, argentinismo de cuño itálico-lunfardo, que Perón usó
muchas veces en relación a la intervención de los nacionalistas que apoyaban a
su movimiento. Eran demasiado ideológicos. En 1973, en la elección de Capital
fue el único lugar donde no ganó el peronismo. ¿Quiénes fueron los piantavotos?
Los nacionalistas Marcelito Sánchez Soriondo y José María “Pepe” Rosa, éste
último más peronista que el primero, pero ambos hicieron campaña contra Brasil,
pues aún estaban pensando en la Batalla de Caseros de 1852, ganada por Urquiza
gracias a las tropas del Duque de Caxias. Perón desde Madrid alerta: cuidado,
con Brasil tenemos que hacer una alianza, un mercado común, el pueblo espera
ese gesto de amistad y no recordar guerras del pasado. Menudo problema. Hoy el
infierno son los otros. Cada uno es el pianatvotos del otro. ¿Qué se puede
decir en una campaña?
Tenemos el tremendo ejemplo de Menem,
al cual tomamos como una curiosidad argentina, como la falsa publicidad de
Macri y de la bonaerense musaraña piadosa que toma la mano de los pobres,
escena originaria del macrismo, que en la historia argentina significa
retroceder de la comunidad organizada a los focus groups. Más fugaz
agrupamiento humano que éste, que pretenda cargar sobre sí la representación
del absoluto social, no hay.
Se quiere ganar. Es justo, ¿quién no
lo quiere? Estamos ante un momento de destrucción, personas de profunda
irresponsabilidad desenraizadas de cualquier tejido ético-moral, que dicen que
sin Macri “esto hubiera sido Venezuela”, y demás tópicos asociativos de la
ponzoña. Menem dijo salariazo, en campaña. Luego explicó ante su giro
neoliberal, o sea, contrario a sus patillas postizas que evocaban la espesura
de un provincianismo redentor. “Si decía lo que iba a hacer nadie me votaba”. Desde
allí la cosa empeoró. El mejor remedio contra este caradurismo que opera el
desmonte profundo de las sociedades, es no hacer lo mismo. La campaña debe ser
ingeniosa, no para abandonar luego la utopía relatada por la concreta realidad,
ella con sus dominios de fuerza. No, mejor cuando más continuidad haya entre
campaña y ánimos efectivos de realizar las cosas enunciadas, sabiendo los
obstáculos, pues deben incluirse como previsión real en lo que se formula, pues
es obvio que se lo hace sin tener la decisión en la mano. La promesa es lo más
fácil de hacer y lo más delicado de la política. Siempre hay promesa y siempre
hay duelo, no una cosa sin la otra, sino sería siempre el baile de máscaras de
los sempiternos operadores.
Por todo ello, pienso que decir que
habrá orden donde hoy hay desorganización, no deja de ser una descripción
posible, pero corre el riesgo de que quien lo diga, pague en el futuro el
precio de la mímesis que produjo con el plano inferior de la palabra orden, que
no es la forma estable que adquiere una construcción de sociedades liberadas.
Estas son las que por sus propios medios reconocen el horizonte nuevo al que
han llegado. Pero nos acecha ese plano inferior, el temor al piantavotos, la
autocensura para hablar del estado real de coacción que la política y la
economía mundial arrojan sobre nosotros.
Un Frente, se llame como se llame, no
es mera sumatoria. O sea, no es peticiones de un orden inmediatista, que junta
fracciones sueltas de agrupamientos pululantes. Si de reorganizar la vida se
trata esto ocurrirá cuando se descubra qué viga significativa hay que nombrar,
hasta ahora no tocada por nuestras formulaciones, que emerja superando los
campos en que se está cristalizando la lengua social: réprobos y favoritos.
Ganar se gana con un simulacro de macrismo, cambiando uno dos o tres nombres
propios y haciendo lo mismo o casi lo mismo. ¿Ganar perdiendo, o perder
ganando? Me expreso a favor de un triunfo amasado en la conciencia levantada de
muchos argentinos, proletarios inspirados y ungidos por una gesta común, que
rescate a la sociedad y a la vida nacional emancipada.
Mejor es definirse en nombre de una
gesta común, que de un sistema político sin sobresaltos, de la “tranquila
mansedumbre de nuestra buena gente” a la que devolveríamos el edicto, el
precepto y la regla. Me recuerda que los teóricos de la democracia en la época
de Alfonsín decían que mejor era el aburrimiento político, las “rutinas”, para
que la sociedad se autorreconoza en sus valores de vitalidad. No creo que si
queremos hacer algo trascendente debamos convocarnos al aburrimiento político.
Por lo tanto, no debe haber tema sobre el que no podamos pronunciarnos, sin
temor a quedar engomados al pegajoso “desorden”.
Sobre el concepto de Orden – Por Horacio González, para La Tecl@ Eñe
Fuente:
https://lateclaenerevista.com/sobre-el-concepto-de-orden-por-horacio-gonzalez/
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