Revista Nos Disparan desde el Campanario Año V Algunos aforismos, visiones y sueños de Kafka… (1917)

 

 

 

- El camino verdadero transcurre sobre una cuerda que no ha sido tendida en las alturas, sino apenas a escasa distancia del suelo. Parece haber sido dispuesta para tropezar antes que para pasar sobre ella.

- Todos los errores humanos provienen de la impaciencia, de una ruptura precipitada del método, de la aparente aprehensión de una cuestión aparente.

- Si se llega a un punto determinado, ya no hay regreso posible. Hay que alcanzar ese punto.

- El primer signo del conocimiento incipiente es el deseo de morir. Esta vida parece insoportable, cualquier otra, inalcanzable. Ya no se siente vergüenza de querer morir; se solicita que nos lleven desde la antigua y odiada celda a una nueva que, a partir de ese momento, aprenderemos a odiar. Un resto de fe contribuirá a ello. Durante el transporte pasará casualmente el Señor por el corredor, verá al prisionero y dirá: «A éste no debéis encerrarle de nuevo, viene conmigo.»

- Si fueras por una llanura, tuvieras la sana intención de avanzar y, sin embargo, sólo dieras pasos hacia atrás, sería una situación desesperada. Pero como escalas una pendiente escarpada, tan escarpada como tú mismo visto desde abajo, los pasos atrás pueden haber sido causados sólo por la disposición del suelo, así que no debes desesperar.

- Como un camino en otoño: tan pronto como se barre, vuelve a cubrirse de hojas secas.

- Una jaula fue en busca de un pájaro.

- Nunca había estado hasta ahora en este lugar: la respiración es diferente, una estrella brilla más cegadora que el sol.

- No dejes que el Mal te confunda y creas que puedes tener secretos para él.

- Tú eres la obra, ningún discípulo hasta donde la vista alcanza.

- El verdadero enemigo te transmite un valor sin límites.

- La fortuna de comprender que el suelo sobre el que permaneces no puede ser más grande que los dos pies que lo cubren.

- Los escondites son incontables, la salvación es una; pero posibilidades de salvación hay tantas como escondites.

- Nos ha sido impuesto hacer lo negativo, hacer lo positivo ya nos ha sido dado.

- Cuando alguien ha dado cabida al Mal en su interior, ya no reclama más que se le crea.

- Los pensamientos secretos con los que permites la entrada del Mal en tu interior ya no son tuyos, sino del Mal.

- El animal arrebata el látigo al amo y se azota a sí mismo para ser a su vez amo, sin saber que todo es una fantasía engendrada por un nuevo nudo en el látigo del amo.

- El Bien está en cierto sentido desconsolado.

- Los mártires no infravaloran el cuerpo, dejan que lo suban a la cruz. En ello coinciden con sus enemigos.

- Su cansancio es el del gladiador después del combate, su trabajo había sido el blanqueo de un rincón en una oficina.

- No hay un «tener», sólo hay un «ser», sólo un «ser» anhelante del último suspiro, de la asfixia.

- Antes no entendía por qué no recibía ninguna respuesta a mi pregunta, hoy no comprendo cómo pude creer que podía preguntar. Pero antes no creía en absoluto, sólo preguntaba.

- No se puede pagar al Mal a plazos -y se intenta ininterrumpidamente.

- Sólo nuestro concepto de «tiempo» nos permite denominar de este modo al Juicio Final, aunque en realidad se trata de un tribunal de excepción.

- La desproporcionalidad del mundo parece ser, para nuestro consuelo, sólo numérica.

- Hundir la cabeza llena de asco y odio en el pecho.

- Te has engalanado de manera ridícula para este mundo.

- Se les concedió la facultad de elegir entre ser reyes o mensajeros de los reyes. Como los niños, eligieron ser mensajeros. Por esta causa hay mensajeros vocingleros que recorren el mundo y, como ya no hay reyes, intercambian entre ellos mismos las noticias carentes de sentido. Con placer pondrían fin a sus vidas miserables, pero no osan hacerlo por el juramento profesional.

- Tener fe en el progreso no quiere decir que ya se haya producido algún progreso. Eso no sería tener fe.

- El ser humano no puede vivir sin poseer una confianza duradera en que hay algo indestructible en sí mismo, por lo que tanto lo indestructible como la confianza pueden permanecer ocultos para él de manera duradera. Una de las posibilidades de expresión de ese «permanecer oculto» es la fe en un dios personal.

- Necesitaba la mediación de la serpiente: el Mal puede seducir al Hombre, pero no puede convertirse en Hombre.

- No se puede engañar a nadie, tampoco al mundo por su victoria.

- Hay preguntas que no podríamos olvidar, si no fuéramos liberados de ellas por naturaleza.

- Se intenta mentir lo menos posible sólo cuando se miente lo menos posible y no cuando se tiene la menor oportunidad posible de mentir.

- Quien renuncia al mundo debe amar a todos los hombres, pues renuncia también a su mundo. Comienza a vislumbrar, por tanto, al verdadero ser humano, que no puede ser más que amado, presuponiendo que se sea de su misma condición.

- Quien ama en el mundo a su prójimo no comete una injusticia mayor ni menor que el que se ama a sí mismo en el mundo. Sólo queda la cuestión de si lo primero es posible.

- El hecho de que no hay nada más que un mundo espiritual nos quita la esperanza y nos otorga la certeza.

- Nuestro arte radica en un «ser-cegado» por la verdad: la luz en el rostro grotesco que retrocede es verdadera; si no, nada.

- Es un ciudadano libre y protegido del mundo, pues está sujeto por una cadena que es lo suficientemente larga para alcanzar cualquier espacio libre de la tierra y, sin embargo, tan corta que nada le puede llevar más allá de los límites terráqueos. Al mismo tiempo, es un ciudadano libre y protegido del cielo, pues también está sujeto por una cadena celestial similar en sus características a la anterior.Si pretende ir a la tierra, le estrangula la argolla del cielo, si pretende ir al cielo, la de la tierra. No obstante, posee todas las posibilidades y así lo siente; sí, incluso se niega a atribuirlo todo a un error en el primer encadenamiento.

- Persigue los hechos como un principiante que patina sobre hielo y que además se ejercita en un lugar prohibido.

- ¡Qué es más alegre que la fe en un dios casero!

- Hay conocimientos en el mismo ser humano que, aunque absolutamente diferentes, tienen el mismo objeto, de tal modo que éste sólo puede ser deducido de nuevo en distintos sujetos del mismo ser humano.

- Tratar con seres humanos induce a ejercitar la introspección.

- El espíritu queda libre desde el mismo momento en que deja de ser un apoyo.

- ¿Por qué nos lamentamos por el pecado original? No por su causa fuimos expulsados del paraíso, sino por el árbol de la vida, para que no comamos de él. No somos pecadores sólo porque hayamos comido del árbol del conocimiento, sino también porque no comimos del árbol de la vida. Pecador es el estado en que nos encontramos, independientemente de la culpa.

- El Mal es una emanación de la conciencia humana en determinados momentos de tránsito. Ni el mundo sensible es apariencia, sino su Mal, que ciertamente constituye para nuestros ojos el mundo sensible.

- Una fe es como una guillotina, tan pesada, tan ligera.

- Un hombre posee libertad volitiva y, además, por triplicado: en primer lugar, era libre cuando quiso esta vida; ahora, sin embargo, ya no puede anular la decisión, pues ya no es el mismo que quiso con anterioridad; sería como si ejecutara su voluntad primigenia al vivir. En segundo lugar, el hombre es libre porque puede escoger el camino y la forma de marchar por la vida. En tercer lugar, es libre al poseer la voluntad, como aquel que será de nuevo una vez, de marchar por la vida en cualquier condición y de esta manera llegar hasta sí mismo, aunque por un camino que, si bien es elegible, es en todo caso tan laberíntico que no podrá dejar sin tocar el más pequeño fleco de esta vida. Ésta es la trinidad de la libertad volitiva, aunque también, ya que se produce simultáneamente, constituye una unidad, y constituye en el fondo tal unidad que no hay lugar para una voluntad, ni libre ni esclava.

- Dos posibilidades: hacerse infinitamente pequeño o serlo. Lo segundo es perfección, o sea inactividad; lo primero comienzo, o sea acto.

- La primera adoración de ídolos no era más que miedo ante las cosas, pero era también en conexión miedo ante la necesidad de las cosas y, a su vez, era, en conexión, miedo ante la responsabilidad por las cosas. Esta responsabilidad pareció tan monstruosa que ni una sola vez se osó atribuirla a un único ser sobrehumano, pues a través de la mediación de un ser no habría sido aligerada suficientemente la responsabilidad humana. El trato con un único ser habría estado todavía demasiado cargado de responsabilidad; de ahí que se otorgara a cada cosa la responsabilidad por sí misma, más incluso, se otorgó a las cosas una cierta responsabilidad relativa por los seres humanos.

- Dos tareas para el comienzo de la vida: reducir cada vez más tu círculo y examinar una y otra vez si no te estás escondiendo en algún lugar fuera del círculo.

- A veces el Mal se encuentra en la mano como una herramienta. Lo hayas reconocido o no, permite que le dejes a un lado sin resistencia, si posees la voluntad para hacerlo.

- La idea de la infinitud y plenitud del cosmos es el resultado de la mezcla, impulsada hasta el extremo, de creación esforzada y libre autoconocimiento.

- Más opresiva que la convicción de nuestro inexorable estado actual pecaminoso es la débil convicción de la antigua y eterna justificación de nuestra temporalidad.

- Padeceremos todos los sufrimientos que se encuentran a nuestro alrededor. Todos nosotros no tenemos un cuerpo común, pero sí un crecimiento y eso nos hace pasar por todos los dolores, ya sea de una o de otra forma. Del mismo modo en que el niño se desarrolla a través de todos los estadios de la vida hasta la ancianidad y la muerte (y este estadio le parece al primero, ya sea por deseo o miedo, inalcanzable), así nos desarrollamos (unidos con la humanidad no con menos profundidad que con nosotros mismos) a través de todos los sufrimientos de este mundo. No hay lugar para la justicia en este contexto, pero tampoco para el miedo ante el sufrimiento o para la interpretación del sufrimiento como un premio.

- Puedes mantenerte apartado de los sufrimientos del mundo, la libertad para hacerlo te ha sido dada y además esa actitud corresponde a tu naturaleza, pero quizá sea ese alejamiento el único sufrimiento que podrías evitar.

 

Sobre la libertad

 

- El mundo es una enorme celda abierta en la que el ser humano cumple su condena.

- Mi celda -mi fortaleza.

- Tu voluntad es libre quiere decir: era libre, cuando eligió el desierto, es libre porque puede elegir el camino para atravesarlo, es libre porque puede escoger el modo de andar, pero no es libre, ya que tienes que ir a través del desierto, no es libre, ya que todo camino toca cada palmo de desierto de un modo laberíntico.

- Ya he sido castigado lo suficiente por todo. Incluso mi posición en la familia es castigo suficiente. He sufrido tanto que no podré recuperarme jamás (mi sueño, mi memoria, mi fuerza mental, mi resistencia contra las más mínimas preocupaciones se han debilitado de un modo irremediable. Es extraño que se trate de las mismas secuelas que dejan las largas condenas de cárcel. )

- Tengo miedo de que no comprendan correctamente lo que quiero decir con «salida». Empleo la palabra en su sentido más acostumbrado y completo. No digo intencionadamente «libertad». No hago referencia a ese gran sentimiento de libertad absoluta. Como simio quizá lo conocía y he conocido seres humanos que lo anhelan. Pero por lo que a mí concierne, no he reclamado la libertad ni antaño ni hoy. Además, los seres humanos se estafan con la libertad demasiado a menudo. Y así como la libertad se cuenta entre los sentimientos más nobles, del mismo modo también el desengaño correspondiente pertenece a los más nobles.

- Bien, la respuesta a su pregunta es simple: no, no hay que desear la salvación. No quiero promulgar ninguna ley, eso es cosa del carcelero. Yo sólo hablo de mí. Y en lo que a mí concierne apenas habría podido soportar la libertad, la misma libertad que supondría nuestra salvación, o, realmente, no habría podido soportarla en absoluto, pues ahora estoy encerrado en mi celda. Es cierto, jamas he aspirado a la celda, sino a la lejanía, quizá a otra estrella, pero ¿no sería allí el aire irrespirable y no me ahogaría como aquí, en la celda? Habría podido aspirar del mismo modo a la celda.

 

Un artista del hambre…

 

En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno: todos querían verle siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma en la que tomaban parte medio por moda, pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortamente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían, o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, volviendo después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos entrecerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios. Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, bajo ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo prohibía. A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender tal cosa; muchas veces había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas con la manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; le atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A veces, se sobreponía a su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba aquella guardia, mientras le quedaba aliento, para mostrar a aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se admiraban de su habilidad que hasta permitía comer mientras cantaba. Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el empresario. La luz cruda no le molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar transpuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sola llena de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siembre dispuesto a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, en cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos. Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la mañana, y, por su cuenta, les era servido a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que quisieran ver en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus sospechas. Pero éstas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la profesión del ayunador. Nadie estaba en situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente había ayunado sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al mismo tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz, que muchos, con gran pena suya, tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista: tal vez su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía –sólo él y ninguno de sus adeptos– qué fácil cosa era el ayuno. Era la cosa más fácil del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más favorable, le tomaban por modesto, pero, en general le juzgaban un reclamista, o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo entrever. Había que aguantar todo esto y, con el curso de los años, ya se había acostumbrado a ello; pero, en su interior, siempre le recomía ese descontento y ni una sola ver, al fin de su ayuno –esta justicia había que hacérsela– había abandonado su jaula voluntariamente. El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había señalado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían observarse pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por regla general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de una banda militar; dos médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas científicas; y el resultado de la medición se anunciaba a la sala por medio de un altavoz; Por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se resistía. Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado; se hallaba muy a gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse de pie cuan largo era, y acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que contenía difícilmente por respeto a las damas. Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia, tan amables, en realidad tan crueles, y movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el empresario silenciosamente –con la música no se podía hablar–, alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones, como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas. Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le diera vueltas y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba como vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra otra; los pies rascaban el suelo como si no fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento –jamás se hubiera imaginado de este modo aquella misión honorífica–, alargan, todo lo posible su cuello para librar siquiera su rostro del contacto con el ayunador. Pero después, como lo lograba, y su compañera, más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la portadora, en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que ser librada de su carga, por un criado de largo tiempo atrás preparado para ello. Después venía la comida, en la cual el empresario, en el ensueño del desenjaulado, más parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de una divertida charla con que apartaba la atención de los espectadores del estado en que se hallaba el ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo, marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había visto; nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él. Vivió así muchos años, cortados por periódicos descansos, respetado por el mundo, en una situación de aparente esplendor; mas, no obstante, casi siempre estaba de un humor melancólico, que se acentuaba cada vez más, ya que no había nadie que supiera tomarle en serio. ¿Con qué, además, podrían consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez surgía alguien, de piadoso ánimo, que le compadecía, quería hacerle comprender que, probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien podía ocurrir, sobre todo si estaba ya muy avanzado el ayuno, que el ayunador le respondiera con una explosión de furia y, con espanto de todos, comenzara a sacudir como una fiera los hierros de la jaula. Mas para tales casos tenía el empresario un castigo que le gustaba emplear. Disculpaba al ayunador ante el congregado público, añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta del ayunador. Después, tratando de este tema, para explicarlo pasaba a rebatir la afirmación del ayunador de que le era posible ayunar mucho más tiempo del que ayunaba: alababa la noble ambición, la buena voluntad, el gran olvido de sí mismo, que claramente se revelaban en esta afirmación; pero enseguida procuraba echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran vendidas al mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama, casi muerto de inanición; a los cuarenta días de su ayuno. Todo lo sabía muy bien el ayunador, pero era rada vez más intolerable para él aquella enervante deformación de la verdad. ¡Se presentaba allí como causa lo que sólo era consecuencia de la precoz terminación del ayuno! Era imposible luchar contra aquella incomprensión, contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe, escuchaba ansiosamente desde su reja las palabras del empresario; pero al aparecer las fotografías, se soltaba siempre de la reja, y sollozando, volvía a dejarse caer en la paja. El ya calmado público podía acercarse otra vez a la jaula y examinarlo a su sabor. Unos años más tarde, si los testigos de tales escenas volvían a acordarse de ellas, notaban que se habían hecho incomprensibles hasta para ellos mismos. Es que mientras tanto se había operado el famoso cambio; sobrevino casi de repente; debía haber razones profundas para ello; pero ¿quién es capaz de hallarlas? El caso es que cierto día, el tan mimado artista del hambre se vio abandonado por la muchedumbre ansiosa de diversiones, que prefería otros espectáculos. El empresario recorrió otra vez con él media Europa para ver si en algún sitio hallarían aún el antiguo interés. Todo en vano: como por obra de un pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes, una repulsión hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este fenómeno no podía haberse dado así de repente, y, meditabundos y compungidos, recordaban ahora muchas cosas que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no habían considerado suficientemente, presagios no atendidos como merecían serlo. Pero ahora era demasiado tarde para intentar algo en contra. Cierto que era indudable que alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores, pero para los ahora vivientes, eso no era consuelo. ¿Qué debía hacer, pues, el ayunador? Aquel que había sido aclamado por las multitudes, no podía mostrarse en barracas por las ferias rurales; y para adoptar otro oficio, no sólo era el ayunador demasiado viejo, sino que estaba físicamente enamorado del hambre. Por lo tanto, se despidió del empresario, compañero de una carrera incomparable, y se hizo contratar en un gran circo, sin exáminar siquiera las condiciones de la contrata. Un gran circo, con su infinidad de hombres, animales y aparatos que sin cesar se sustituyen y se complementan unos a otros, puede, en cualquier momento, utilizar a cualquier artista, aunque sea a un ayunador, si sus pretensiones son modestas, naturalmente. Además, en este caso especial, no era sólo el mismo ayunador quien era contratado, sino su antiguo y famoso nombre; y ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de su arte, que como al crecer la edad mengua la capacidad, un artista veterano que ya no está en la cumbre de su poder, trata de refugiarse en un tranquilo puesto de circo; al contrario, el ayunador aseguraba, y era plenamente creíble, que lo mismo podía ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si le dejaban hacer su voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquélla la vez en que había de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba una sonrisa en las gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos, del cual, en su entusiasmo, habíase olvidado el ayunador. Mas, allá en su fondo, el ayunador no dejó de hacerse cargo de las circunstancias, y aceptó sin dificultad que no fuera colocada su jaula en el centro de la pista, como número sobresaliente, sino que se la dejara fuera, cerca de las cuadras, sitio, por lo demás, bastante concurrido. Grandes carteles de colores chillones rodeaban la jaula y anunciaban lo que había que admirar en ella. En los intermedios del espectáculo, cuando el público se dirigía hacia las cuadras para ver los animales, era casi inevitable que pasaran por delante del ayunador y se detuvieran allí un momento; acaso habrían permanecido más tiempo junto a él si no hicieran imposible una contemplación más larga y tranquila los empujones de los que venían detrás por el estrecho corredor y que no comprendían que se hiciera aquella parada en el camino de las interesantes cuadras. Por este motivo el ayunador temía aquella horade visitas que por otra parte anhelaba como el objeto de su vida. En los primeros tiempos apenas había tenido paciencia para esperar el momento del intermedio; había contemplado con entusiasmo la muchedumbre que se extendía y venía hacia él hasta que, muy pronto –ni la más obstinada y casi consciente voluntad de engañarse a sí mismo se salvaba de aquella experiencia– tuvo que convencerse de que la mayor parte de aquella gente sin excepción, no traía otro propósito que el de visitar las cuadras. Y siempre era lo mejor el ver aquella masa, así, desde lejos. Porque cuando llegaban junto a su jaula, en seguida le aturdían los gritos e insultos de los dos partidos que inmediatamente se formaban: el de los que querían verlo cómodamente (y bien pronto llegó a ser este bando el que más apenaba al ayunador, porque se paraban, no porque les interesara lo que tenían ante sus ojos, sino por llevar la contraria y fastidiar a los otros) y el de los que sólo apetecían llegar lo antes posible a las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel, venían los rezagados, y también éstos, en vez de quedarse mirándole cuanto tiempo les apeteciera, pues ya era cosa no impedida por nadie, pasaban de prisa, a largo paso, apenas concediéndole una mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver los animales. Y era caso insólito el de que viniera un padre de familia con sus hijos, mostrando con el dedo al ayunador y explicando extensamente de qué se trataba y hablara de tiempos pasados. cuando había estado él en una exhibición análoga, pero incomparablemente más lucida que aquélla, y entonces los niños, que, a causa de su insuficiente preparación escolar y general –¿qué sabían ellos lo que era ayunar?– seguían sin comprender lo que contemplaban, tenían un brillo en sus inquisidores ojos, en que se traslucían futuros tiempos más piadosos. –Quizá estarían un poco mejor las cosas –decíase a veces el ayunador– si el lugar de la exhibición no se hallase tan cerca de las cuadras. Entonces les habría sido más fácil a las gentes elegir lo que prefirieran; aparte de que le molestaban mucho y acababan por deprimir sus fuerzas las emanaciones de las cuadras, la nocturna inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula de los sangrientos trozos de carne con que alimentaban a los animales de presa, y los rugidos y gritos de éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo a la Dirección, pues, si bien lo pensaba, siempre tenía que agradecer a los animales la muchedumbre de visitantes que pasaban ante él, entre los cuales, de cuando en cuando, bien se podía encontrar alguno que viniera especialmente averle. Quién sabe en qué rincón le meterían, si al decir algo les recordaba que aún vivía, y le hacía ver, en resumidas cuentas, que no venía a ser más que un estorbo en el camino de las cuadras. Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender llamar la atención como ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este hábito quedó ya pronunciada la sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle, la gente pasaba a su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a alguien el arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo comprender. Los más hermosos rótulos llegaron a ponerse sucios e ilegibles, fueron arrancados, y a nadie se le ocurrió renovarlos. La tablilla con el número de los días transcurridos desde que había comenzado el ayuno, que en los primeros tiempos era cuidadosamente mudada todos los días, hacía ya mucho tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas semanas, este pequeño trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de este modo, cierto que el ayunador 'continuó ayunando, como siempre había anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en otro tiempo lo había anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba; nadie, ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno llevaba alcanzados, y su corazón se llenaba de melancolía. Y así, cierta vez, durante aquel tiempo, en que un ocioso se detuvo ante su jaula y se rió del viejo número de días consignado en la tablilla, pareciéndole imposible, y habló de engañifa y de estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieran inventar la indiferencia y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba, él trabajaba honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus merecimientos. Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador.

-          ¿Ayunas todavía? – Le preguntó el inspector–. ¿Cuándo vas a cesar de una vez? –

-          Perdonadme todos – musitó el ayunador, pero sólo le comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja.

-          Sin duda –dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al personal el estado mental del ayunador–, todos te perdonamos.

-          Había deseado toda la vida que admirarais mi resistencia al hambre – dijo el ayunador.

-          Y la admiramos – repuso el inspector.

-          Pero no debíais admirarla – dijo el ayunador.

-          Bueno, pues entonces, no la admiraremos – repuso el inspector–; pero ¿por qué, no debemos admirarte?

-          Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo –dijo el ayunador. –

-          Eso ya se ve –dijo el inspector––, pero ¿por qué no puedes evitarlo?

-          Porque –dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso–, no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.

Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados, mostró la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.

-          ¡Limpien aquí! –ordenó el inspector,

… y enterraron al ayunador junto con la paja. Más en la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La comida, que le gustaba, la cual traían sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad: parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.

 

 


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