Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 60 Cuestionemos a la Democracia desde la buena fe … nos ayuda José Saramago
Imagen: “Cada dedo”
Autor: Juan Augusto Knapp
Fuente: Oldbook Ilustrations
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“En democracia, los pobres son reyes porque
son mayoría, y porque la voluntad de la mayoría tiene fuerza de ley” afirmó
Aristóteles en su libro Política. En un segundo pasaje, parece restringir
primero el alcance de esta frase, luego la amplía, la completa y acaba por
establecer un axioma: “La equidad en el seno del Estado exige que los pobres no
posean de ningún modo más poder que los ricos, que no sean los únicos
soberanos, sino que todos los ciudadanos lo sean en proporción a su número.
Éstas son las condiciones indispensables para que el Estado garantice eficazmente
la igualdad y la libertad”.
Aristóteles nos dice que aunque participen con
total legitimidad democrática en el gobierno de la polis, los ciudadanos ricos
serán siempre una minoría en razón de una incontestable proporcionalidad. Sobre
un punto, tenía razón: por más lejos que nos remontemos en el tiempo, nunca los
ricos fueron más numerosos que los pobres. Pese a esto, los ricos siempre
gobernaron el mundo o sostuvieron los hilos de los que gobernaban. Constatación
más actual que nunca. Señalemos de paso que, para Aristóteles, el Estado
representa una forma superior de moralidad…
Todo manual de derecho constitucional nos
enseña que la democracia es “una organización interna del Estado por la cual el
origen y el ejercicio del poder político incumbe al pueblo, organización que
permite al pueblo gobernado gobernar a su vez por medio de sus representantes
electos”. Aceptar definiciones como ésta, de una pertinencia tal que roza las
ciencias exactas, correspondería, traspuestas a nuestra vida, a no tener en cuenta la gradación
infinita de estados patológicos a los que nuestro cuerpo puede verse
confrontado en todo momento. En otros términos: el hecho de que la
democracia pueda definirse con mucha precisión no significa que funcione
realmente. Una breve incursión en la historia de las ideas políticas conduce a
dos observaciones a menudo descartadas so pretexto de que el mundo cambia. La
primera, recuerda que la democracia apareció en Atenas, hacia el siglo V antes
de Cristo; que suponía la participación de todos los hombres libres en el
gobierno de la ciudad; estaba fundada en la forma directa, siendo los cargos
efectivos o atribuidos según un sistema mixto de sorteo y elección; y los
ciudadanos tenían derecho al voto y a presentar propuestas en las asambleas populares. Sin embargo —ésta es la segunda
observación—, en Roma, continuadora de los griegos, el sistema democrático no
consiguió imponerse. El obstáculo procedió del poder económico desmedido de una
aristocracia latifundista que veía en la democracia un enemigo directo. Pese al
riesgo de toda extrapolación, ¿podemos evitar preguntarnos si los imperios
económicos contemporáneos no son, también, adversarios radicales de la
democracia, aunque se mantengan por el momento las apariencias?
El lugar del poder
Las instancias del poder político intentan
desviar nuestra atención de una evidencia: dentro mismo del mecanismo electoral
se encuentran en conflicto una opción política representada por el voto y una
abdicación cívica. ¿Acaso no es cierto que, en el preciso momento en que la
boleta es introducida en la urna, el elector transfiere a otras manos, sin más
contrapartida que algunas promesas escuchadas durante la campaña electoral, la
parcela de poder político que poseía hasta ese momento en tanto miembro de la
comunidad de ciudadanos? Este papel de abogado del diablo que asumo puede
parecer imprudente. Razón de más para que examinemos qué es nuestra democracia
y cuál es su utilidad, antes de pretender —obsesión de nuestra época— hacerla
obligatoria y universal. Esta caricatura de democracia que, como misioneros de
una nueva religión, procuramos imponer al resto de mundo no es la democracia de
los griegos, sino un sistema que los mismos romanos no habrían vacilado en
imponer a sus territorios. Este tipo de democracia, rebajada por mil parámetros
económicos y financieros, habría logrado sin duda hacer cambiar de idea a los
latifundistas del Lacio, transformados entonces en los más fervientes
demócratas. Puede emerger en la mente de ciertos lectores una enojosa sospecha
sobre mis convicciones democráticas, dadas mis muy conocidas inclinaciones ideológicas.
Defiendo la idea de un mundo verdaderamente democrático que finalmente se haga
realidad, dos mil quinientos años después de Sócrates, Platón y Aristóteles.
Esa quimera griega de una sociedad armoniosa, sin distinciones entre amos y
esclavos, como la conciben las almas cándidas que siguen creyendo en la
perfección. Algunos me dirán: pero las democracias occidentales no son
censatarias ni racistas, y el voto del ciudadano rico o de piel blanca cuenta
tanto en las urnas como el del ciudadano pobre o de piel oscura. Si nos fiamos
de semejantes apariencias, habríamos alcanzado el súmmum de la democracia. A
riesgo de aplacar esos ardores, diré que las realidades terribles del mundo en
que vivimos hacen irrisorio ese cuadro idílico y que, de un modo u otro,
acabaremos dando con un cuerpo autoritario disimulado bajo los más bellos
atavíos de la democracia. Así, el derecho de voto, expresión de una voluntad
política, es al mismo tiempo un acto de renuncia a esa misma voluntad, puesto
que el elector la delega a un candidato. Al menos para una parte de la
población, el acto de votar es una forma de renuncia temporaria a una acción
política personal, puesta en sordina hasta las siguientes elecciones, momento
en que los mecanismos de delegación volverán al punto de partida para empezar
otra vez de la misma manera. Para la minoría elegida, esta renuncia puede
constituir el primer paso de un mecanismo que autoriza muchas veces, a pesar de
las vanas esperanzas de los electores, a perseguir objetivos que no tienen nada
de democráticos y pueden ser verdaderas ofensas a la ley. En principio, a nadie
se le ocurriría elegir como representantes al Parlamento a individuos
corruptos, incluso si la triste experiencia nos enseña que las altas esferas
del poder, en el plano nacional e internacional, están ocupadas por ese tipo de
criminales o sus mandatarios. Ninguna observación microscópica de los votos
depositados en las urnas tendría el poder de hacer visibles los signos
delatores de las relaciones entre los Estados y los grupos económicos cuyos
actos delictivos, e incluso bélicos, llevan a nuestro planeta derecho a la
catástrofe. La experiencia confirma que una democracia política que no descansa
sobre una democracia económica y cultural no sirve de mucho. Despreciada y
relegada al depósito de las fórmulas envejecidas, la idea de una democracia
económica ha dejado lugar a un mercado triunfante hasta la obscenidad. Y la
idea de una democracia cultural fue reemplazada por la no menos obscena de una
masificación industrial de las culturas, pseudo crisol que se utiliza para
enmascarar la predominancia de una de ellas. Creemos haber avanzado, pero en
realidad retrocedemos. Hablar de democracia se volverá cada vez más absurdo si
nos obstinamos en identificarla con instituciones denominadas partidos,
Parlamentos, gobiernos, sin proceder a un análisis del uso que estos últimos
hacen del voto que les permitió acceder al poder. Una democracia que no se autocritica,
se condena a la parálisis. No concluyan que estoy en contra de la existencia de
los partidos: milito dentro de uno de ellos. No crean tampoco que aborrezco los
Parlamentos: los apreciaría si se consagraran más a la acción que a la palabra.
Y tampoco imaginen que soy el inventor de una receta mágica que permite a los
pueblos vivir felices sin tener gobierno. Me niego a admitir que sólo se pueda
gobernar y desear ser gobernado según los incompletos e incoherentes modelos
democráticos vigentes. Los califico así porque no veo otra forma de
designarlos. Una democracia verdadera, que inundaría con su luz, como un sol, a
todos los pueblos, debería comenzar por lo que tenemos a mano, es decir, el
país en que nacimos, la sociedad en que vivimos, la calle donde moramos. Si
esta condición no es respetada —y no lo es— todos los razonamientos anteriores,
es decir, el fundamento teórico y el funcionamiento experimental del sistema,
estarán viciados. Purificar las aguas del río que atraviesa la ciudad no
servirá de nada si el foco de la contaminación está en las fuentes. La cuestión
principal que todo tipo de organización humana se plantea, desde que el mundo
es mundo, es la del poder. Y el principal problema es identificar quién lo
detenta, verificar por qué medio lo obtuvo, qué uso hace de él, qué métodos
utiliza y cuáles son sus ambiciones. Si
la democracia fuera realmente el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el
pueblo, todo debate cesaría. Pero no estamos en ese punto. Y sólo un espíritu
cínico se animaría a afirmar que todo va inmejorablemente bien en el mundo en
que vivimos.
Se dice también que la democracia es el
sistema político menos malo, y nadie se percata de que esta aceptación
resignada de un modelo que se contenta con ser “el menos malo” puede constituir
el freno de una búsqueda de algo “mejor”.
El poder democrático es, por su naturaleza, siempre provisorio. Depende de
la estabilidad de las elecciones, de las fluctuaciones de las ideologías y de
los intereses de clase. Podemos ver en él una suerte de barómetro orgánico que
registra las variaciones de la voluntad política de la sociedad. Pero de un
modo flagrante ya no contamos las alternancias políticas aparentemente
radicales que tienen por efecto cambios de gobierno, pero que no vienen
acompañadas por transformaciones sociales, económicas y culturales tan
fundamentales como hacía suponer el resultado del sufragio. En efecto, decir gobierno “socialista”, o “socialdemócrata”, o aun
“conservador”, o “liberal” y llamarlo “poder”, no es más que una operación
estética barata. Es pretender nombrar algo que no se encuentra allí donde
querrían hacérnoslo creer. Porque el poder, el verdadero poder, se encuentra en
otra parte: es el poder económico. Ese cuyos contornos de filigrana percibimos,
pero se nos escapa cuando queremos aproximarnos a él y contraataca si nos dan
ganas de restringir su influencia, sometiéndolo a las reglas del interés
general. En términos más claros: los
pueblos no han elegido a sus gobiernos para que éstos los “ofrezcan” al
mercado. Pero el mercado condiciona a los gobiernos para que éstos les
“ofrezcan” a sus pueblos. En nuestra época de mundialización liberal, el
mercado es el instrumento por excelencia del único poder digno de ese nombre,
el poder económico y financiero. Éste no es democrático puesto que no ha sido
elegido por el pueblo, no es gestionado por el pueblo y sobre todo porque no
tiene como finalidad el bienestar del pueblo. No hago más que enunciar verdades elementales. Los estrategas
políticos, de todos los bandos, han impuesto un silencio prudente para que
nadie se atreva a insinuar que seguimos cultivando la mentira y aceptamos ser
cómplices de ella. El sistema
llamado democrático se parece cada vez más a un gobierno de los ricos y cada
vez menos a un gobierno del pueblo. Imposible negar la evidencia: la masa de
los pobres llamada a votar nunca es llamada a gobernar. En la hipótesis de un
gobierno formado por los pobres, donde éstos representarían la mayoría, como
Aristóteles imaginó en su Política, ellos no dispondrían de los medios para
modificar la organización del universo de los ricos que los dominan, vigilan y
asfixian. La pretendida democracia
occidental ha entrado en una etapa de transformación retrógrada que no puede
detener, y cuyas consecuencias previsibles serán su propia negación. No hay
necesidad alguna de que alguien tome la responsabilidad de liquidarla, ella
misma se suicida todos los días.
¿Qué hacer? ¿Reformarla? Sabemos que, como
escribió acertadamente el autor de El Gatopardo, reformar no es otra cosa que
cambiar lo necesario para que nada cambie. ¿Renovarla? ¿Qué época del pasado
suficientemente democrática valdría la pena que regresemos a ella para, a
partir de ahí, reconstruir con nuevos materiales lo que está en el camino de la
perdición? ¿La de la Grecia antigua? ¿La de las repúblicas mercantiles de la
Edad Media? ¿La del liberalismo inglés del siglo XVII? ¿La del siglo francés de
las Luces? Las respuestas serían tan fútiles como las preguntas… ¿Qué hacer
entonces? Dejemos de considerar la democracia como un valor adquirido, definido
de una vez por todas e intocable para siempre. En un mundo en que estamos
acostumbrados a debatir todo, sólo persiste un tabú: la democracia. Antonio
Salazar (1889-1970), el dictador que gobernó Portugal durante más de cuarenta
años, afirmaba: “No se cuestiona a Dios, no se cuestiona la patria, no se
cuestiona la familia”. Hoy en día cuestionamos a Dios, a la patria, y si no
cuestionamos la familia es porque ella se encarga de hacerlo sola. Pero no
cuestionamos la democracia. Entonces digo: cuestionémosla en todos los debates.
Si no encontramos un modo de reinventarla, no perderemos sólo la democracia,
sino la esperanza de ver un día los derechos humanos respetados en este
planeta. Sería entonces el fracaso más estruendoso de nuestro tiempo, la señal
de una traición que marcaría a la humanidad para siempre.
Fuente: Le Monde Diplomatique
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