Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 60 La Opresión del Optimismo… de Gilbert K. Chesterton
Link de Origen: AQUÍ
Pero no nos ocupamos aquí de la
naturaleza y la existencia de la aristocracia, sino del origen de su peculiar
poder y de por qué es la última de las verdaderas oligarquías, y por qué parece
no haber una perspectiva inmediata de que veamos su final. La explicación es
sencilla aunque permanece curiosamente inadvertida. Los amigos de la
aristocracia suelen alabarla porque conserva antiguas y hermosas tradiciones.
Los enemigos de la aristocracia suelen culparla de aferrarse a costumbres
crueles o anticuadas. Tanto sus enemigos como sus amigos están equivocados.
Hablando en general, la aristocracia no conserva tradiciones, ni buenas ni
malas; no conserva nada. ¿Quién pensaría en buscar entre los aristócratas
alguna antigua costumbre? ¡Es igual que buscar un traje antiguo! El dios de los
aristócratas no es la tradición, sino la moda, que es lo opuesto a la
tradición. Si quieren encontrar un tocado noruego antiguo, ¿lo buscarían entre
la élite de moda escandinava? No: los aristócratas nunca tienen costumbres;
como mucho, tienen hábitos, como los animales. Sólo la plebe tiene costumbres.
El poder real de los aristócratas ha
estado siempre en el lugar exactamente opuesto a la tradición. La simple clave
del poder de nuestras clases altas es ésta: que siempre se han mantenido
cuidadosamente en el lado de lo que se llama «progreso». Siempre han estado al
día, lo que resulta bastante fácil para una aristocracia, pues la aristocracia
es la suprema instancia de ese marco mental del que estamos hablando. La
novedad es para ellos un lujo cercano a la necesidad. Por encima de todo, están
tan aburridos con el pasado y con el presente que abren la boca anhelante hacia
el futuro. Pero sea lo que sea lo que olvidan los grandes señores, nunca
olvidan que apoyar las novedades era cosa suya, ya se trate de decanos
universitarios o de financieros quisquillosos. En resumen, los ricos siempre
son modernos; es propio de ellos. Pero el efecto inmediato de este hecho sobre
la cuestión que estamos estudiando es algo curioso. Sucedió, sucede y sucederá.
En cada casilla o encrucijada en los que se ha visto inmerso el hombre del
común, siempre se le ha dicho que esa situación es, por alguna razón
particular, por su bien.
Se despertó en Londres una estupenda mañana y descubrió que los lugares
públicos que durante ochocientos años había usado habitualmente como tabernas y
santuarios habían sido repentina y salvajemente abolidos, para aumentar la
riqueza privada de unos seis o siete hombres. Cabía pensar que se hubiera
podido sentir molesto; iba a muchos lugares, pero le expulsaba la soldadesca.
Pero no era solamente el ejército quien le mantenía callado. Le mantenían
callados los sabios tanto como los soldados; los seis o siete hombres que le
quitaron las tabernas al pobre le dijeron que no lo hacían para sí mismos, sino
por la religión del futuro, el gran amanecer del protestantismo y la verdad.
Así que cada vez que un noble del siglo XVII era atrapado tirando la valla de
un campesino y robando sus campos, el noble señalaba animadamente el rostro de
Carlos I o el de Jaime II y así distraía la atención del campesino. Los grandes
señores puritanos crearon la Commonwealth y destruyeron las tierras
comunitarias. Salvaron a sus campesinos más pobres de la desgracia de tener que
pagar el ship Money, retirándoles dinero para el arado y la pala que sin
duda eran demasiado débiles para conservar.
Una bonita y antigua canción inglesa inmortalizó esta costumbre
aristocrática: «Persigues al hombre o a la mujer que roba un ganso del terreno
comunal, pero dejas libre al canalla que le roba el terreno comunal al ganso».
Aquí, como en el caso de los
monasterios, nos enfrentamos al extraño problema de la sumisión. Si le roban el
terreno comunal al ganso, uno sólo puede decir que debía de ser muy ganso para
aguantarlo. Lo cierto es que razonaron con el ganso; le explicaron que todo
aquello era necesario para arrojar al zorro Estuardo al otro lado del mar. Así
pues, en el siglo XIX, los grandes nobles que se convirtieron en dueños de
minas y directores de ferrocarril aseguraron con firmeza a todo el mundo que no
lo hacían porque querían, sino debido a una recién descubierta ley económica.
Así pues, los prósperos políticos de nuestra generación introducen propuestas
de ley para evitar que las madres pobres se ocupen de sus propios hijos, o
prohíben tranquilamente a sus arrendatarios que beban cerveza en las tabernas. Pero
esta insolencia no es denunciada por todos como escandaloso feudalismo. Se la
critica amablemente como socialismo. Pues una aristocracia es siempre
progresista; es una forma de ir al ritmo de los tiempos. Sus fiestas se
prolongan cada vez más por las noches, pues están tratando de vivir el
mañana.
N de la R: Chesterton expone en este breve y cínico texto una suerte de
lógica opresiva por parte de los sectores dominantes de la sociedad, utilizando
como ariete su propio y natural optimismo, mandato casi universal que la
aristocracia se reserva para sí, so pretexto de un inevitable futuro
promisorio, siempre y cuando se sigan sus normas, que aunque injustas y
escasamente equitativas juegan, según ellos, a favor de toda la sociedad. Lo
amplía hacia el final del texto cuando afirma: "la aristocracia es siempre
progresista, sus fiestas se prolongan por las noches, pues están tratando de
vivir el mañana". Nada de tradiciones, nada de historia, nada de
costumbres, todo es novedad, futuro, progreso y moda, todo es esperanza y
optimismo.
Comentarios
Publicar un comentario