Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 60 POLÍTICA La Derechización del Siglo XXI… por Anny America
Litografía: El País Negro
Autor: Julio Gustave Besson
Fuente de Origen:
https://www.oldbookillustrations.com/illustrations/black-country/
El nazismo y el fascismo se iniciaron cuando Hitler y Mussolini pudieron
ser los representantes de una mayoría empobrecida que quería renacer como “raza
superior”… por Anny America
I
El sistema capitalista ha impulsado
prodigiosos avances en la historia de la Humanidad. El portentoso desarrollo
científico-técnico que se viene experimentando desde hace dos o tres siglos,
que ha cambiado la fisonomía del mundo, va de la mano de la industria moderna
surgida a la luz del capitalismo. Problemas ancestrales de los seres humanos
comenzaron a resolverse con estos nuevos aires, que desde el Renacimiento
europeo en adelante se expandieron por todo el planeta. Pero ese monumental
crecimiento tiene un alto precio: el modo de producción capitalista sigue
siendo tan pernicioso para las grandes mayorías como lo fue el esclavismo en la
antigüedad. Para que hoy un 15% de la población mundial goce las mieles del
“progreso” y la “prosperidad” (oligarquías de todos los países y masa
trabajadora del Norte), la inmensa mayoría planetaria pasa penurias. Con el
agravante –cosa que toda la anterior historia humana no presentó– de la
catástrofe medioambiental que su insaciable afán de lucro ha producido. No
olvidar que para constituirse como sistema con mayoría de edad debió masacrar
millones de nativos americanos y africanos, produciendo así la acumulación
originaria que posibilitó la industria moderna en Europa. En síntesis: el
capitalismo es sinónimo no tanto de desarrollo y prosperidad, sino de muerte y
destrucción.
Ahora bien: ese desarrollo material
fabuloso no logra repartir equitativamente, con auténtica solidaridad, los
productos de su colosal producción: se llega al planeta Marte o se desarrolla
inteligencia artificial más inteligente que la misma inteligencia humana, pero
no se puede acabar con el hambre. Sin dudas, algo anda mal en el sistema
capitalista. Y no se trata de algún error coyuntural, alguna tuerca suelta que
se pueda ajustar: el problema es estructural, de base. Dicho de otro modo: el
sistema capitalista no puede ofrecer soluciones reales a los problemas de toda
la Humanidad. No puede, aunque quiera, pues en su esencia misma están los
límites: como se produce en función de la ganancia, del lucro personal del
dueño del capital, el bien común queda relegado. Por más que lo intente
–capitalismo de rostro humano, medidas caritativas para los más necesitados,
válvulas de escape para permitir algunas mejoras paliativas– el sistema en su
conjunto se erige 1) en contra del colectivo, al que convierte en esclavo
asalariado explotándolo en forma inmisericorde, y 2) en contra de la
naturaleza, a la que convierte en una mercadería más para consumir, obviando
así que si la destruimos nos quedamos sin casa donde vivir.
Como sistema, el capitalismo tiene
momentos de expansión y de repliegue, pues la producción no está planificada.
Se supone que “la mano invisible del mercado” la regula; pero esa “mano” no
resuelve a favor de las grandes mayorías, sino siempre en función de los
capitales. Por tanto, periódicamente se asisten a crisis sistémicas generales,
que siempre terminan pagando los más desposeídos (es decir: las mayorías
populares). Ahora, y desde 2008, se cursa una de las más grandes de esas
crisis, comparable a la de 1930 en el pasado siglo. La especulación financiera
sin par llevó a un quiebre de las economías, produciendo una recesión fenomenal
que empobreció más aún a los más pobres, haciendo desaparecer enormes cantidades
de sectores medios y acabando con numerosos puestos de trabajo. El sistema no
termina de salir de su marasmo, aunque los grandes capitales en aprietos
(bancos de primer nivel, grandes empresas industriales como la General Motors)
sí reciben asistencia de sus Estados, en tanto las grandes masas de
empobrecidos tienen que ajustarse más el cinturón y resignarse. En otros
términos: las ganancias quedan siempre para el capital, las pérdidas se
socializan y las paga la clase trabajadora, el pobrerío en su conjunto.
II
En las potencias capitalistas
(Estados Unidos, Europa Occidental, Japón), la crisis se siente de una manera
distinta a como afecta en los países históricamente empobrecidos (el Sur, el
antes llamado Tercer Mundo). El fantasma en juego en el Norte no es,
exactamente, el hambre; pero sí la precarización de la vida, la falta de
trabajo, el estancamiento económico. La pobreza, de todos modos, siempre es
pobreza. Los planes de capitalismo salvaje de estas últimas décadas
(eufemísticamente llamado neoliberalismo), además de acumular más riquezas en
los ya históricamente más ricos, pauperizaron de una forma alarmante al
conjunto de trabajadores en todas partes del mundo. Por una combinación de
causas (planes neoliberales de ajuste hacia las masas trabajadoras,
robotización creciente que prescinde de mano de obra humana, traslado de
plantas industriales desde la metrópoli hacia la periferia buscando condiciones
de mayor explotación), los trabajadores del llamado Primer Mundo vienen
sufriendo un descenso en su nivel de vida. En Estados Unidos, la primera
potencia capitalista mundial, ello es más que evidente en estas últimas
décadas. Si bien el país no dejó de ser un gigante, la calidad de vida de sus
ciudadanos no está en franca mejoría, en expansión, como pasó por varias
décadas después de terminada la Segunda Guerra Mundial. De ser la “locomotora
de la Humanidad”, como se la consideró por largos años, la economía
estadounidense no está en sana expansión. El hiperconsumismo sin freno en que
entró llevó a un hiperendeudamiento (a nivel personal-familiar y a nivel
nacional) técnicamente impagable. El poder de Estados Unidos viene asentándose,
cada vez más, en ser “el grandote del barrio”: la discrecionalidad con que fijó
su moneda, el dólar, como patrón económico dominante a escala planetaria, y
unas faraónicas fuerzas armadas que representan, ellas solas, la mitad de todos
los gastos militares globales, son los soportes en que se apoya su actual
grandiosidad. Pero la misma no es sostenible en forma sana, genuina. En otros
términos: la principal potencia capitalista del mundo tiene, de alguna forma,
pies de barro. La interdependencia de todos los capitales que fue tomando el
sistema a nivel global permite a la clase dominante estadounidense seguir
teniendo supremacía, y su Estado funciona como gendarme del orden mundial,
ahora sin fantasma del comunismo a la vista. Pero su dependencia de capitales
de otros puntos (China, Japón) es vital. Por otro lado, su monumentalidad se
basa, en muy buena medida, en los recursos naturales que roba en distintas
latitudes (petróleo, minerales estratégicos, agua dulce, biodiversidad), por lo
que sin ese militarismo desbocado –causa de muertes por millones, de
destrucción, de avasallamiento de grupos más vulnerables– su supremacía
económica no sería tal. James Paul, en un informe del Global Policy Forum, lo
dice sin ambages: “Así como los gobiernos
de los Estados Unidos necesitan las empresas petroleras para garantizar el
combustible necesario para su capacidad de guerra global, las compañías
petroleras necesitan de sus gobiernos y su poder militar para asegurar el
control de yacimientos de petróleo en todo el mundo y las rutas de transporte”.
Pero esa economía próspera de las décadas del 50 y del 60 del siglo pasado
se terminó. Estados Unidos, que de ningún modo ahora es un país pobre, está en
decadencia. Los homeless (gente sin hogar) son cada vez más. Los trabajadores
que han perdido sus puestos, y con ello todos los beneficios sociales, se
cuentan por millones. Industrias florecientes de hace algunas décadas, ahora
languidecen, pues para el capital es más rentable invertir en la periferia, con
salarios de hambre, que en el propio territorio estadounidense. Para ejemplo icónico de todo esto: la
ciudad de Detroit. La que algunas décadas atrás fuera el centro mundial de la
producción de automóviles, que nucleaba todas las grandes empresas de capital
netamente norteamericano con casi tres millones de habitantes, ahora es una
ciudad fantasma, con apenas trescientos mil pobladores, con fábricas cerradas,
entre pandillas y calles sin luz. ¿Por qué? Porque lisa y llanamente el capital
no tiene patria, no tiene nacionalismos sentimentales. Si los accionistas de la
General Motors, la Ford Company o la Chrysler encuentran que les es más lucrativo
montar sus plantas industriales en cualquier enclave del Tercer Mundo dejando
en la calle a sus propios trabajadores estadounidenses, no tienen ningún reparo
en hacerlo. Y de hecho, eso es lo que han hecho. Esa es la situación que viene dándose en Estados Unidos, y también
en otros países de Europa Occidental: los trabajadores van empobreciéndose. Es
por ello que votaron a favor de la salida de la Unión Europea por parte de los
británicos (así como quieren hacerlo también en Francia y en Holanda), o a
favor de un ultraderechista como Donald Trump en Estados Unidos. El motivo para
esa creciente derechización es el deterioro de la economía que, por supuesto,
afecta a la clase desposeída y no a las oligarquías.
III
Aquí es donde entra a jugar un
agravante extremadamente pernicioso: la ideología dominante, por supuesto de
derecha y conservadora. De acuerdo a esta tendenciosa visión de las cosas, se
omite la verdadera causa de esta creciente pauperización, buscándose un “chivo
expiatorio”. El mismo está dado por los “extranjeros”, aquellos que, según esa
deleznable ideología, “van al Primer Mundo a robar puestos de trabajo y a
aprovecharse de la seguridad social”. En otros términos: un otro distinto,
proveniente de fuera del colectivo dominante, es puesto como causa de los
males. Se está ahí ante el inicio del nazismo. En la Alemania de la post guerra
del 1918, ante su derrota y humillación a manos de las otras potencias europeas
que le ganaron en la carrera por el reparto de las colonias africanas, fue apareciendo
un espíritu revanchista. Adolf Hitler, independientemente de su posible
psicopatología, encarnó ese ideal. El Führer decía lo que buena parte de la
población alemana quería escuchar; él, como ninguno, supo levantar el ultrajado
nacionalismo pangermánico, llevando el ideal teutón de “raza superior” como
estandarte privilegiado. Para el caso, los judíos ocuparon el lugar de chivo
expiatorio. No puede decirse que los movimientos nazi en Alemania, o fascista
en Italia, con Mussolini a la cabeza, sean atribuibles solo a la personalidad
desequilibrada de líderes carismáticos; eso puede ser un elemento, pero
definitivamente ellos representaban el ideal de buena parte de la población.
Los alemanes querían recuperar el tiempo perdido, la moral pisoteada en la
derrota de la Primera Guerra Mundial: ahí apareció entonces esa loca idea de la
eugenesia, y de un blanco al que atacar, supuesto fundamento de todos los males
y desgracias. En los Estados Unidos
actuales (y en buena parte de Europa Occidental que no termina de salir de la
crisis financiera iniciada en el 2008) está sucediendo algo similar: una clase
trabajadora golpeada, en camino de empobrecimiento paulatino, necesita
encontrar una razón de sus males. El sistema, a través de los fabulosos medios
de manipulación que dispone (medios masivos de comunicación, aparatos
ideológicos del Estado, iglesias varias) impide ver las causas reales de la
situación, poniendo a esos extranjeros y a los pobres en el lugar de los
demonios que atacan. De esa forma, los inmigrantes indocumentados de
Latinoamérica y el Caribe en Estados Unidos, o los africanos llegados en las
infernales pateras a través del Mediterráneo, así como musulmanes y gente del
Medio Oriente, se van transformando en el elemento satanizado que representa la
supuesta fuente de todas las desventuras. Hoy día no hay campos de
concentración, ni en Europa ni en Estados Unidos; pero poco falta para ello. De
alguna manera, esa exclusión de corte nazi ya comenzó. Donald Trump, así como
lo hizo Hitler en su momento, encarnó esa misión redentora, purificadora: su
lenguaje xenofóbico, racista, ultranacionalista, cuasi paranoico en algún
sentido, rescató lo que una clase trabajadora golpeada quiere oír. “¡Fuera
inmigrantes!” fue la consigna. El mundo de la opulencia del Norte va tornándose
cada vez más hostil y refractario a los inmigrantes del Sur. No solo no quiere
“hispanos”, “negros” o “musulmanes”; procede a deshacerse de ellos. El
presidente Trump comoenzo a poner en práctica esos valores,
institucionalizándolos. Sus primeras medidas como mandatario de la Casa Blanca
lo evidencian. La promesa del muro fronterizo con México, más allá de una
bravuconada pirotécnica de campaña, pareció querer concretarse en la realidad.
La negativa de permitir ingresar “indeseables” musulmanes a suelo
estadounidense se inscribe en esa línea. En esa misma línea, también comienzan
a darse, cada vez con mayor frecuencia y virulencia, actos de corte nazi y
fascista en Europa. Como expresión sintetizada de esto, lo ocurrido en los
canales de Venecia, en donde un joven negro de origen africano se ahogó ante la
mirada impávida de europeos que, incluso en algún caso, le proferían insultos
racistas. Todo esto bien pudiera ser el preámbulo a nuevos Auschwitz o
Buchenwald. Los chivos expiatorios –la Psicología Social nos lo enseña con
claridad meridiana– sirven justamente como elemento unificador para el grupo
excluyente, que reafirma así su identidad supremacista excluyendo a los
“inferiores” no deseables, satanizados como plaga bíblica.
El Brexit en Gran Bretaña, o Donald
Trump en Estados Unidos, expresan ese encono visceral (fascista) contra el otro
distinto, “malo de la película” que funciona como causa de todas las penurias,
escamoteando las verdaderas causas del problema: el sistema capitalista. Más
allá que Trump gestiono en modo megalomaníaco con profundos desequilibrios
psicológicos, representa lo que muchos ciudadanos estadounidenses comunes aún piensan,
sienten, anhelan: volver a los tiempos dorados de su economía de 50 o 60 años
atrás, presuntamente arruinada por los inmigrantes ilegales. Se olvida así que
Estados Unidos es, ante todo, un país hecho por inmigrantes. Y,
fundamentalmente, se omite el verdadero problema en cuestión: el
empobrecimiento de los trabajadores no es por culpa de esos “indeseables”
extranjeros, sino producto de un sistema que no ofrece salidas. El nazismo
inició así en los años 30 en Alemania, cuando un cabo del ejército,
probablemente desequilibrado en términos psicológicos (eyaculaba solo dando sus
discursos, emocionado como estaba), pudo ser el representante de lo que una
mayoría empobrecida quería hacer: renacer como “raza superior”. Donald Trump
siguió ese camino: representa el ideal supremacista de los wasp (el blanco,
anglosajón y protestante) El Ku Kux Klan supremacista se siente ahora dueño de
la situación. La llegada de Trump marcó un punto de inflexión en Estados
Unidos. No está claro todavía cómo y para dónde seguirán las cosas. Como
mínimo, queda más que evidente que para el campo popular no vienen los mejores
tiempos. Es por eso que tenemos que estar extremadamente alertas a lo que siga,
y prepararnos para enfrentar la locura en ciernes. El capitalismo no tiene
salida, y el nazismo, expresión afiebrada de un capitalismo enloquecido, es más
pernicioso aún, porque hace del racismo su motor primordial. ¡Preparemos para
enfrentar la tormenta que se viene!
Fuente: Anny América – facepopular.net
N de la R: El artículo es del año
2017… pero tranquilamente en donde dice Trump puede leerse en sus interlineados:
Milei o Macri
Comentarios
Publicar un comentario