Revista Nos Disparan desde el Campanario Año IV Nro. 59 La postmodernidad líquida … por Zygmunt Bauman

 

I

Hace 20 años hablé de una sociedad que ya no mantendría la ilusión de que todo cambio acarrearía una solución permanente. Lo llamé la modernidad líquida. Pero yo nunca hago predicciones. Solo soy sensible a lo que veo. Hace poco vi un anuncio en televisión sobre un rímel. Aseguraba el espot que ese rímel duraba un largo plazo: 24 horas. Inmediatamente lanzaba un mensaje tranquilizador: "En cualquier momento se lo pueden retirar con agua tibia". El término largo plazo es impopular.

Cuando yo era joven, podías ir a la Ford o la General Motors, entrar como aprendiz y jubilarte allí. A partir de esa seguridad, montabas una familia, te comprabas la casita y te hacías un seguro. Eso se acabó. La estadística dice que el joven que acaba la universidad cambiará ocho veces de empleo antes de los 35 años.

Blaise Pascal, matemático y filósofo francés del siglo XVII, escribió sobre el temor que provocaba la propia temporalidad frente a lo eterno, a lo inalterable, del mundo. Esa relación se ha invertido. Hoy es el mundo el que cambia continuamente, y la certeza está en la propia existencia. Los bancos, las empresas, los gobiernos, los regímenes, los estilos de vida, las pertenencias se han contraído. Las expectativas se han abreviado y, mientras, tenemos una mayor esperanza de vida. La conclusión razonable que extrae la gente es que tiene que sobrevivir, que deben centrarse en sí misma. No se puede fiar de nadie más. El impulso de la economía de los últimos 30 años, con crestas de mayor opulencia, se basó en el crédito. Hoy todo el mundo está endeudado. Al parecer, la deuda de Estados Unidos es de siete trillones de dólares. Personalmente, creo que esta crisis es el producto del éxito del sistema, no de su fracaso. Un banco tiene éxito cuando concede muchos préstamos. Y han convertido a toda la población en una nación de deudores. Frente a eso hay que replantear los principios en los que se basa nuestra economía. Yo sugiero un cambio en la forma de pensar. Hay que pensar, por ejemplo, qué significa una vida decente, la felicidad, lo que debe ser la finalidad de nuestra existencia. La gente joven ha sido formada en las expectativas, en que siempre habrá más de todo... Pero hay una segunda cosa que nos obligará a reconfigurar el modelo. Nos enfrentamos a la crisis climática, a la destrucción de los medios tradicionales de subsistencia, al agotamiento de los recursos. Desde la perspectiva de mis 83 años, al mirar hacia atrás, veo el itinerario como un cementerio de expectativas. Todos los acontecimientos importantes del siglo XX se produjeron de forma inesperada. La única certeza que tenemos es la incertidumbre.

 

II


La cultura se ha convertido en un almacén de productos previstos para el consumo. Consiste en ofrendas, no en normas. En la vida líquida no hay gente que educar sino que hay clientes que seducir. Los artículos y sus anuncios buscan excitar el deseo. El sistema se ha dado cuenta de que no se puede ganar dinero imponiendo. Todo lo que enseñé a mis estudiantes está patas arriba. Eso es muy, muy interesante. Obliga a replantearse muchas cosas. Vivimos en un planeta de diásporas. Basta con pasear por ciudades como Barcelona para darse cuenta de que hay culturas distintas en la calle. El mundo que conocíamos de la educación alemana, de la formación, ya no existe. Antes, cuando los niños nacían ya sabían cuáles eran las reglas del juego, qué debían memorizar. Y, si se desviaban de la norma, estaba la familia para cambiar la situación, o para ocultar. Ese mundo se acabó. Todo es movilidad. La pertenencia, como sugiere Jean-Claude Kaufmann, se utiliza principalmente como un recurso del ego. La sociedad de consumo justifica su existencia con la promesa de satisfacer los deseos humanos como ninguna otra sociedad pasada logró hacerlo o pudo siquiera soñar con hacerlo. Sin embargo, esa promesa de satisfacción sólo puede resultar seductora en la medida en que el deseo permanece insatisfecho o, lo que aún es más importante, en la medida en que se sospecha que ese deseo no ha quedado plena y verdaderamente satisfecho. Si se fijaran unas expectativas bajas a fin de asegurarse un fácil acceso a los productos que puedan colmarlas, o si se creyera en la existencia de unos límites objetivos a unos deseos «auténticos» y «realistas», sería el fin de la sociedad, la industria y los mercados de consumo. Precisamente, la no satisfacción de los deseos y la firme y eterna creencia en que cada acto destinado a satisfacerlos deja mucho que desear y es mejorable son el eje del motor de la economía orientada al consumidor. La sociedad de consumo consigue hacer permanente esa insatisfacción. Una de las formas que tiene de lograr tal efecto es denigrando y devaluando los productos de consumo poco después de que hayan sido promocionados a bombo y platillo en el universo de los deseos del consumidor. Pero hay otra vía (más eficaz todavía) oculta de la atención pública: el método de satisfacer cada necesidad/deseo/carencia de manera que sólo pueda dar pie a nuevas necesidades/deseos/carencias. Lo que empieza como una necesidad debe convertirse en una compulsión o en una adicción. Y en eso se acaba transformando, gracias a que el impulso de buscar en los comercios (y sólo en los comercios) soluciones a los problemas y alivio para el dolor y la ansiedad es un aspecto de la conducta cuya materialización en hábito no sólo está permitida, sino que es activa y vehementemente alentada. Pero también deviene una compulsión por otro motivo. Como el ya fallecido Ivan Illich mostró en su momento, la mayoría de las dolencias que reclaman tratamiento médico en la actualidad son enfermedades «iatrogénicas», es decir, afecciones patológicas causadas por terapias pasadas: el «residuo», por así decirlo, de la industria médica. Pero esa es una tendencia fácilmente apreciable también en la industria de consumo en general. Para que la búsqueda de realización personal no se detenga y para que las nuevas promesas sigan resultando seductoras y contagiosas, hay que romper las que se hayan hecho anteriormente y hay que frustrar las esperanzas de realización. Para un adecuado funcionamiento de la sociedad de consumidores es condición sine qua non que entre las creencias populares y las realidades de los consumidores se extienda un ámbito de hipocresía. Toda promesa debe ser engañosa o, cuando menos, exagerada para que prosiga la búsqueda. Sin esa frustración reiterada de deseos, la demanda de los consumidores podría agotarse rápidamente y la economía orientada al consumidor perdería fuelle. Es el excedente resultante de la suma total de promesas el que neutraliza la frustración causada por el exceso de cada una de ellas y el que impide que la acumulación de experiencias frustrantes mine la confianza en la eficacia final de la búsqueda. 

El consumismo es, por ese motivo, una economía de engaño, exceso y desperdicio. Pero el engaño, el exceso y el desperdicio no son síntomas de su mal funcionamiento, sino garantía de su salud y el único régimen bajo el que se puede asegurar la supervivencia de una sociedad de consumidores. El amontonamiento de expectativas truncadas viene acompañado paralelamente de montañas cada vez más altas de artículos arrojados a la basura, productos de ofertas anteriores con los que los consumidores habían esperado en algún momento satisfacer sus deseos (o con los que se les había prometido que podrían satisfacerlos). El índice de mortalidad de las expectativas es elevado y, en una sociedad de consumo que funcione adecuadamente, debe mantener una progresión ascendente constante. La expectativa de vida de las esperanzas es mínima y sólo una tasa de fertilidad desmesuradamente alta puede evitar que se consuman y se apaguen. Para mantener vivas las expectativas y para que las nuevas esperanzas ocupen enseguida el vacío dejado por las ya desacreditadas y descartadas, el trecho desde el comercio hasta el cubo de basura debe ser corto y la transición muy rápida. La socialización nunca termina en nuestras vidas. Por esa razón los sociólogos distinguen entre estadios de socialización (primario, secundario y terciario). Estos traen consigo formas cambiantes y complejas de interacción entre libertad y dependencia. En algunas instancias gente criada en pequeñas comunidades rurales puede encontrarse perdida en una ciudad extraña en la que la indiferencia hacia los extranjeros produce sentimientos de desamparo, exacerbados por el volumen del tránsito, las multitudes que corren y la arquitectura. El riesgo y la confianza entonces se mezclan de diferentes modos para habilitar o minar lo que el sociólogo Anthony Giddens llama «seguridad ontológica». Del mismo modo, hay quienes se sienten como en casa en la ciudad, cuyo anonimato les facilita la libertad de movimiento y cuya diversidad puede ser la fuente de su identidad. Y sin embargo están también esas situaciones sobre las que el individuo no tiene control. Lo que los sociólogos llaman condiciones macroestructurales pueden tener consecuencias dramáticas para todos nosotros. Una súbita depresión económica, la iniciación del desempleo masivo, el estallido de una guerra, la destrucción de los ahorros de toda la vida por la escalada inflacionaria y una pérdida de la seguridad por la supresión del derecho a un beneficio en épocas de penuria son sólo algunos ejemplos. Estos cambios tienen el potencial de poner en duda e incluso socavar los logros de nuestros modelos de socialización y requerir entonces una reestructuración radical de nuestras acciones y de las normas que orientan nuestra conducta.

 

III

 

De una manera menos espectacular, cada uno de nosotros enfrenta problemas cotidianos que piden un reajuste o que cuestionan nuestras expectativas: por ejemplo, cuando cambiamos de escuela o de trabajo, vamos a la universidad, nos convertimos de solteros en casados, compramos una casa propia, nos mudamos, nos volvemos padres o personas mayores. Por lo tanto, es mejor pensar en las relaciones entre libertad y dependencia como un proceso de cambio y negociación continuos, cuyas complejas interacciones comienzan con el nacimiento y terminan sólo con la muerte.

Nuestra libertad nunca es completa. Nuestras acciones presentes están conformadas e incluso forzadas por nuestras acciones pasadas; nos encontramos enfrentados cotidianamente con elecciones que, aunque atractivas, son inalcanzables. La libertad tiene un costo que varía con las circunstancias y mientras miramos buscando nuevas oportunidades y cosas a las que aspiramos, la viabilidad y la posibilidad de «recomenzar» se vuelven remotas después de cierta edad. Al mismo tiempo, la libertad para algunos puede comprarse al costo de una mayor dependencia para otros. Hemos hablado del papel que los recursos materiales y simbólicos desempeñan en el proceso de hacer de la elección una propuesta viable y realista, y dicho que no todas las personas pueden disfrutar de un acceso a esos recursos. De ese modo, mientras todas las personas son libres y no pueden ser sino libres —están obligadas a hacerse responsables de lo que sea que hagan— algunas son más libres que otras porque sus horizontes y elecciones para la acción son más amplios, y eso, a su vez, puede depender de restringir los horizontes de otros. Podemos decir que la relación entre libertad y dependencia es un indicador de la posición relativa que una persona, o una categoría de personas, ocupa en una sociedad. Lo que llamamos privilegio aparece, mirando más de cerca, como un mayor grado de libertad y un menor grado de dependencia. Esto se manifiesta de diferentes maneras y por diferentes razones, cuando las sociedades y los grupos buscan justificar este estado de situación para legitimar sus respectivas posiciones. Sin embargo, cuando dejamos brechas en nuestro conocimiento de otros, se las suele llenar con prejuicio.

 


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